6 — Anti política, parálisis y ausencia de libertad
Hurgamos a ratos en el pasado, sin vivirlo, buscando tangencias aprovechables en aquellas proyecciones de su espíritu que por su virtud de permanencia vital rozan el espíritu del presente.
Antonio S. Pedreira (Revista Índice, 23 de abril de 1929)
Como el resto de la población, los políticos son parte de la cultura en la que nacen y crecen. A la vez que hacen suyas las ideas y cosmovisiones de su cultura, éstos adquieren una familiaridad cabal con la sociedad en la cual se ubican. Ese conocimiento lo internalizan de manera orgánica, y lo utilizan para su viabilidad y beneficio. Esa familiaridad también les indica cuáles son sus posibilidades, al igual que los límites a su margen de acción.
Los políticos puertorriqueños han tildado de insuperables los límites impuestos por el régimen colonial o causados por éste, incluso la explotación, el desprecio y la indiferencia imperiales. En mayor medida, su reacción a la realidad de su falta de poder ha sido velar por ellos mismos, mientras recurren a discursos reciclados que se han repetido desde 1900.
Nuestros políticos llevan generaciones partiendo de la premisa de que su viabilidad política requiere atemperar sus aspiraciones y acciones, para no ofender a un electorado que ha sido condicionado para tenerle aversión a los cambios y rompimientos. Aquellos del sector «autonomista», sobre todo los ya muertos, muy bien dirían que tal miedo les ha negado la posibilidad de extorsionar a las autoridades estadounidenses para obtener más poderes. Los intentos de extorsión –decirles que, si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se dieron mayormente antes de la Segunda Guerra Mundial. Tales tretas nunca funcionaron. Las siempre modestas y superficiales reformas al estado colonial han sido producto de la iniciativa y los intereses del gobierno estadounidense, calculadas para su beneficio y conveniencia.
Mientras tanto, el sector «estadista» lleva más de un siglo usando esos miedos con fines electoreros, al acusar al sector autonomista de ser separatistas de clóset. Es decir, no se debe perder de vista que los políticos estadistas han contribuido a mantener el statu quo colonial. Ese es el balance de sus más que centenarias prácticas y retórica, cuya futilidad comparten con las tácticas de los autonomistas, hoy «estadolibristas».
Nuestra adulación a los políticos «locales» ha sido condicional, pues nunca se ha traducido en nosotros anhelar que ostenten amplios poderes. Hemos sido condicionados para que nuestro apoyo electoral se vuelque hacia los políticos que abogan por mantener el estado colonial de cosas. Es difícil precisar cuánto se deba ello al auto desprecio, asociado a sociedades coloniales o con historial colonial, las cuales expresan comportamientos y actitudes análogos a los de personas con inseguridades profundas. Se ha argüido que mucho se debe al arrastre y fosilización de los ya discutidos resentimientos de clase que se generaron en el siglo 19. En todo caso, arguyo en adelante, nuestro perenne condicionamiento para aceptar la subordinación colonial es otra manifestación del hecho de que las circunstancias de nuestra historia no dieron ni podían dar paso a que desarrolláramos el anhelo de adquirir un lugar entre las naciones soberanas del planeta. Exploro eso en el presente y en el próximo capítulo.
Las ambiciones de la élite «autonomista» no han partido de otro lugar que no sea la debilidad. Desde Luis Muñoz Rivera (1859–1916) hasta Rafael Hernández Colón (1936–2019), los intentos por obtener más poderes de «gobierno propio» se han estrellado contra la pared de la negativa imperial. De hecho, los actuales dirigentes del PPD ya ni se molestan, pues han cesado esos esfuerzos (que nunca fueron efectivos, por supuesto). A partir de Luis Muñoz Marín (1898–1980), el raquitismo de ese sector ha tenido como su factor central la idea o consigna de «unión permanente», la cual está atada a, o es producto y reflejo de, la aversión a la idea de un rompimiento con el poder imperial. El inmovilismo de políticos y electorado se ha reforzado a través de un ciclo negativo de retroalimentación.
A la élite estadista no le ha ido mejor, no sólo por los factores mencionados, sino porque su debilidad se manifiesta como adulación de la nación que consideran la suya, la estadounidense. Lo que se adora no se critica ni se cuestiona. No es de extrañar, por lo tanto, que durante más de 125 años ese sector no se ha acercado ni un ápice a lograr que el gobierno de Estados Unidos al menos considere la estadidad como una opción viable. Tampoco sorprende que, luego de todo ese tiempo, esa facción siga esperando por, y anunciando, la tierra prometida del «estado 51».
Simulacro de política
¿Hay un reverso al hecho de que el pueblo puertorriqueño haya contribuido, por generaciones, a impedir que compatriotas qua políticos tengan poderes significativos? ¿Tiene otra cara de la moneda el que tampoco se ha materializado la integración como estado de Estados Unidos? Sostengo que el reverso de la moneda ha incluido que los miembros de nuestra clase «dirigente» se han limitado a ser meros carreristas o arribistas políticos, con todo lo que acarrea en depravación moral, corrupción y estancamiento. Su estrechísimo campo de acción para hacer un impacto en el llamado estatus político, su más que centenaria incapacidad –o desinterés– para alterar la ecuación colonial, los ha llevado al cinismo de usar la política para su beneficio, a la vez que la vida en el país ha seguido deteriorándose. Es decir, no sólo el poder absoluto corrompe de manera superlativa. El déficit de poder también tiene efectos nocivos en la ética y en las prácticas de una «clase dirigente».
Esto no es nuevo. La presente encarnación de dirigentes políticos egoístas, insensibles y hasta charlatanes no es algo insólito ni novel. Por ejemplo, en la década de 1930, la mayoría de los políticos del país mostraron muy poco interés en lidiar con el deterioro social y económico que había sumido a la gran mayoría de la población en una miseria atroz, mientras sólo se ocupaban de su sobrevivencia como clase dirigente; [1] mientras sólo sabían hablar del problema que nunca se soluciona con sus tácticas fútiles: el problema fundamental del estatus político. Pero sus tretas del débil nunca han estado a la altura del problema. La élite partidista del país ha seguido operando desde la debilidad y la consecuente futilidad, pero siempre velando por sus panzas.
Diez constantes
La incumbencia de Luis Muñoz Rivera en el puesto de Comisionado Residente en Washington ilustra la futilidad que todavía caracteriza a la clase política de Puerto Rico. Un artículo del profesor Gatell, publicado en 1960, identifica muchas de las formas que toma esa inutilidad, sin percatarse el autor de que dio con varias constantes en la historia de la parálisis política del archipiélago. [2]
Primera constante: desde que llegó a Washington, D.C., en 1911, Muñoz Rivera se encontró con el sentido de superioridad de los congresistas estadounidenses, y su trato condescendiente hacia los comisionados residentes, y hacia Puerto Rico y los puertorriqueños en general. Segunda: Ese y otros factores llevaron a Muñoz a no desarrollar muchas ilusiones sobre la influencia que podría ejercer él, o cualquier otro puertorriqueño, en los legisladores estadounidenses. Esas constantes han contribuido más recientemente a que el puesto de comisionado residente sea una buena inversión para los incumbentes; un trampolín desde el cual avanzar sus agendas personales de riqueza, conexiones e influencia. El déficit de poder también corrompe.
La tercera constante es el racismo estadounidense, que Gatell personifica en el juez federal Peter J. Hamilton, nombrado para ejercer en Puerto Rico por su amigo, también racista, el presidente Woodrow Wilson. Ese racismo lleva a un desprecio de los puertorriqueños y todo lo que les concierne. La cuarta es la tacañería imperial, racionalizada por la máxima de que los puertorriqueños no están preparados para ejercer amplios poderes de gobierno propio, y aceptada con resignación por nuestros actores políticos «proamericanos».
La quinta es otra de las tretas del débil: rogar a las autoridades estadounidenses para que desistan de intentos de modificar legislación o prácticas que tienen impacto en la economía de Puerto Rico. Eventos de la década de 1910 descritos por Gatell nos recuerdan los esfuerzos fútiles que se dieron en la década de 1990 para mantener intacto el esquema contributivo de la llamada Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos.
Gatell describe una sexta constante: las luchas intestinas en el sector o partido «del autonomismo» entre el grupo «conservador» y el que flirtea con la independencia. La séptima constante: de esas luchas siempre emerge victorioso el sector conservador, en detrimento del grupo que se inclina hacia la independencia o la «libre asociación».
Una octava constante consiste en los intentos de extorsión, siempre fallidos en gran parte por la presencia de las dos constantes anteriores. Muñoz Rivera hizo sus intentos abortivos de extorsión, usando para ello el supuesto latente sentimiento independentista. Ahí se destaca la perenne contradicción, y sinsentido, de querer usar el sentimiento independentista como fuente de extorsión, a la vez que se suprimen las «alas liberales», y hasta se persigue al independentismo. Esta constante se desvaneció luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando el partido de la autonomía (entonces el PPD, fundado en 1938) se movió hacia la instalación del Estado Libre Asociado, para tratarlo como un «novel» estatus, con visos de permanencia, en lugar de concebirlo como es en realidad: otra permutación del mismo estatus de subordinación colonial que existe desde la Ley Foraker de 1900.
La paradoja es que esos intentos de extorsión de Muñoz Rivera fueron contemporáneos con sus propios esfuerzos de marginalizar al sector independentista del Partido Unión, sector liderado entonces por José de Diego. Muñoz Rivera neutralizó al grupo del abogado aguadillano, pero cabe preguntar el precio político entonces, y luego con Muñoz Marín, el PPD y el Congreso Pro Independencia –precursor del PIP– y tantas instancias en las cuales el partido de la «autonomía» suprimió las voces independentistas o «soberanistas». Pretender usar la extorsión o amenazar con la independencia sin ser independentista, y suprimiendo al sector del autonomismo que coquetea con el separatismo, ha sido otra contradicción histórica de los «próceres» boricuas.
La ignorancia e indiferencia del Congreso hacia Puerto Rico es una novena constante. Están a la vista los efectos de la ignorancia sobre Puerto Rico del cuerpo legislativo al cual el Tratado de París le asignó el ejercicio de autoridad sobre el archipiélago. Los miembros del Congreso siempre han sido ignorantes sobre, e indiferentes a, Puerto Rico.
Como décima constante están aquellos, como Martín Travieso en el artículo de Gatell, quienes han aspirado a que Puerto Rico sea un estado de Estados Unidos de América. Travieso incluso se hizo ciudadano de Estados Unidos antes de la aprobación en 1917 de la Ley Jones, cuando trabajaba como abogado para un bufete corporativo en la ciudad de New York. Travieso, quien nació en 1882 y murió en 1971, nunca vio a Puerto Rico convertirse en estado. La futilidad del sueño de ser «un estado de la Unión» es otra constante.
Ahí están. Diez constantes, entre muchas, de la futilidad y la inercia. Más de 125 años de estancamiento. Nada nuevo bajo el sol boricua. Las nociones de que la política no es otra cosa que acción; y que la parálisis vestida de partidismo y de reclamos huecos es una imitación, un facsímil grotesco de la política, nunca han calado en nosotros ni en nuestras élites partidistas.
Tiempo puertorriqueño
Quizás es una perogrullada afirmar que los primeros siglos de la formación de un pueblo serán particularmente determinantes de su cultura y devenir histórico. Mi tesis es que, a partir del mismo 1898, la nueva nación dominante se benefició de un orden sociocultural preexistente, el cual aseguró su duradera dominación imperial y capitalista –o, al menos, terminó facilitándola. Ese orden se estuvo forjando por cientos de años en la nación subordinada, por lo que ha sido –era, y es aún– suficientemente estable.
La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce de múltiples maneras, sobre todo a través de las ideas y suposiciones que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad de que se trate. Los humanos tendemos a conformarnos con la cosmovisión que adquirimos e internalizamos en el proceso de socialización y aculturación, la cual a su vez reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias personales y ocupacionales. Esa tendencia a la conformidad también se entronca en la percepción de que nuestra viabilidad social y nuestro bienestar material se adelantan al adaptarnos a ciertas realidades, de manera que rara vez nadamos «contra la corriente».
¿Cuáles son las explicaciones a la duración de la larga noche colonial? El argumento del determinismo económico articula que el subdesarrollo bajo España no dio paso a una clase propietaria suficientemente sólida como para que le conviniera la separación. Además, esa clase se debilitó ante las políticas del imperio estadounidense, las cuales procuraron facilitar la explotación y extracción de riqueza para beneficio de sus capitalistas, mientras aniquilaron a la clase hacendada cafetalera de la montaña, a la vez que subordinaron a los azucareros locales al Sugar Trust corporativo, ausentista y latifundista del norte. El factor económico nos indica que tal clase «pequeño burguesa», así debilitada, tampoco podía ser la punta de lanza de un separatismo que enfrentara al nuevo régimen estadounidense.
A partir de este punto, explico por qué sostengo que lo material-económico –el subdesarrollo en todos los órdenes bajo el imperio español– produjo mucho más que apatía, o rechazo, a la independencia: Durante más de 125 años de ignominia colonial bajo Estados Unidos, hemos desplegado una «preferencia» visceral y preexistente por la parálisis.
El estancamiento es evidente, y está relacionado a, o produce, un modo de vida apolítico, desmovilizado, caracterizado por un individualismo que no aspira a la acción colectiva y concertada. El mismo impacta todo, no solo el «problema del estatus»; se refleja en casi todos los aspectos de nuestra vida colectiva. Sus raíces están en el periodo colonial bajo el imperio español. Allí yace también una de las claves que explican el fraccionamiento de nuestro «nacionalismo», que es cultural pero no es político –no ha incluido ambiciones de soberanía nacional.
La parálisis, que es evidente en la duradera condición colonial, proviene de un conjunto de modos de ser, de hacer –y de no hacer– arraigados en nuestra cultura, los cuales son subterráneos, casi imperceptibles, pero determinantes de nuestra «personalidad colectiva». Sí, ser colonizados ha tenido mucho que ver con la cristalización de muchos rasgos de tal «personalidad». Como el capitalismo, el colonialismo produce sociedades con rasgos que dificultan el que los colonizados despierten de su marasmo. Pero hay que ir más allá, para examinar las características de la condición colonial que son únicas de la historia de Puerto Rico, y que se resumen en el desvalimiento, el abandono por España de la originalmente llamada isla de San Juan Bautista.
Es decir, en el caso de Puerto Rico, el cuadro se complica: La dominación española se caracterizó por el abandono a su suerte de la sociedad colonial, seguido por reformas económicas que permitieron que extranjeros capitalizaran, gracias precisamente a ese desvalimiento de más de tres siglos. Esas reformas produjeron lo que José Luis González llamó «una segunda colonización»,[3] esta vez de la población jíbara de la montaña. Por supuesto, a partir de la presencia y dominación estadounidense, vivimos bajo un imperialismo capitalista, lo que conlleva dos tipos de dominación –económica y política– que se refuerzan entre sí. Ese régimen, aún vigente, ha sido una tercera colonización.
El tiempo estático y la desmemoria
En los albores de la década de 1970, Carlos Fuentes ofreció su visión de la historia y la cultura mexicana. [4] Según Fuentes, el tiempo en México nunca ha sido lineal, en el cual se transcurre de una etapa a otra; pues el tiempo mexicano se caracteriza por la simultaneidad: «todos los tiempos están vivos, todos los pasados son presentes».[5] Que todos los tiempos se preserven responde a que «ningún tiempo mexicano se ha cumplido aún».[6]
Enfatizó Fuentes que en México se da una «paradoja de las promesas», pues al cumplirse, las promesas «se destruyen y, al permanecer incumplidas, viven eternamente».[7] En su país abundan «las ruinas del origen, de proyectos vitales prometidos y luego abandonados o destruidos por otros proyectos, naturales o humanos».[8] Una de esas promesas incumplidas es la Revolución Mexicana (1910–1917), abandonada por una emergente clase burguesa, los gobiernos estaduales, y el estado centralista con sede en el D.F., dominado durante ochenta años por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
La historia mexicana post colombina comienza en 1519 con el cumplimiento del prometido regreso de Quetzalcóatl, encarnado en Hernán Cortés. Esa promesa cumplida destruyó la civilización mexica (azteca) y significó la subyugación de todas las naciones indígenas del México precolombino. Así que «el tiempo del México antiguo, en la conquista, cumplió su promesa sólo para encontrar su muerte».[9]
¿Cuáles son las características del «tiempo puertorriqueño»? El tiempo en Puerto Rico es estático, sin pasado ni futuro, sin orígenes ni utopías, sin recuerdos ni promesas. Ocurre que a los puertorriqueños nos caracterizan la falta de ambición y la ausencia de memoria. Sobre lo primero, no se trata de que como individuos carezcamos de ambiciones o de sueños. Es que carecemos de ambiciones que requieran proyectos colectivos. Cuando se trata de Puerto Rico, somos resignados, indiferentes: «a la buena de Dios». En nosotros domina el individualismo, y una modalidad del pensamiento concreto en la cual la abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» no produce sensaciones de compromiso y urgencia que nos muevan a la acción. ¿Será que tal abstracción no produce las emociones que nos impulsarían a buscar un lugar entre las naciones-estado del planeta? ¿Y si es así, por qué la comunidad imaginada que llamamos Puerto Rico no ha dado paso a esas emociones?
Nuestra resignación colectiva nos presenta ante el mundo como entes pasivos, a la espera de tiempos mejores –que bajen cual maná del cielo– sin molestarnos en actuar. En Puerto Rico, ni la población ni la élite política-burguesa se ha ocupado de plantearse la deseabilidad de la acción, que por necesidad significa aspirar a un grado importante de control sobre nuestro destino colectivo. Ello a su vez requiere atrevernos a cometer errores, en lugar de sufrir los errores y vejámenes del «otro» imperial, que se derivan de la implantación de su agenda, diseñada para su beneficio. El grueso de la acción y del protagonismo ha emanado de los capitalistas de Estados Unidos, mientras que el llamado gobierno federal –con la alianza del «gobierno local»– les ha facilitado el ejercicio de su rapacidad.
Nuestra pasividad asegura que las transformaciones las planifiquen otros a base de sus intereses, no de los intereses y bienestar de los puertorriqueños. Los cambios que ocurren son mayormente producto de los designios del imperio y de sus capitalistas, aunque siempre con una relevante participación de lo que Pedro Cabán ha llamado el «estado colonial» (que ha tenido tres encarnaciones, bajo las Leyes Foraker y Jones entre 1900 y 1952, y bajo la Ley 600 hasta hoy). [10] Que los proyectos de otros nos beneficien en alguna medida es menos importante que el hecho de que no son nuestros proyectos; [11] y que, como ha ocurrido, a la corta o a la larga los supuestos «beneficios» se hacen sal y agua, y producen nuevos desastres.
¿Por qué carecemos de historias sobre orígenes? ¿Por qué las mismas son importantes? Distinto a México, en Puerto Rico lo indígena dejó pocas huellas: pizcas en la genética, en la toponimia, en algún que otro utensilio o instrumento percusivo. Las mismas no son suficientes para recordar que hubo un pasado taíno y precolombino; no fueron suficientes para insertarse en el imaginario y cosmovisión de los puertorriqueños. Mientras los indígenas mexicanos, guatemaltecos, peruanos, bolivianos, no desaparecieron ni se asimilaron gran cosa, los de las Antillas se esfumaron. Aparte de no producir mitos sobre orígenes, necesarios para alimentar y sostener al nacionalismo político, quizás esas circunstancias también contribuyeron a generar nuestro presentismo sin pasado, al olvido de una gente que nunca grabó recuerdos. [12] Es fácil «olvidar» lo que nunca tuvo cabida en la memoria colectiva. Sin esa memoria, compuesta en gran parte de mitos de orígenes y de pasados heroicos, es difícil o imposible que surjan las emociones que sostienen al nacionalismo en su modalidad política.
Además de desaparecer, los taínos no dejaron ruinas monumentales. Sus construcciones eran perecederas, excepto por algunas piedras que grabaron con dibujos, las cuales hallamos en alguna concentración en dos parques ceremoniales, en Ponce y Utuado. No hay un pasado monumental precolombino que admirar. No hubo en Borikén ciudades esplendorosas ni pirámides u otras construcciones impresionantes. No hubo un Chichén Itzá, ni una Teotihuacán o Machu Pichu. Ante ello, no es de extrañar que no apreciemos el pasado precolombino, el cual en todo caso se nos antoja modesto, secundario, quizás típico de islas. Quizás no deba extrañar que los autores, intelectuales y políticos puertorriqueños no crearon una mitología de heroísmo a partir de los taínos; o que los intentos de crearla nunca fructificaron, nunca inspiraron un sentido de orgullo basado en orígenes épicos y gallardos.
«Es en los continentes donde se forjan las grandes civilizaciones»: Bajo esa y otras conceptualizaciones erróneas, y con una herencia histórica modesta, que percibimos como carente de gestas heroicas y de arquitectura e ingeniería indígenas, no nos hemos embarcado en la vía alterna de vernos y hacernos grandes a base de la voluntad de construir. La desaparición de la en todo caso «modesta» cultura taína nos privó de una fuente importante sobre la cual forjar un sentido de identidad nacional que infle nuestros pechos. Además, las condiciones de vida del archipiélago bajo España también contribuyen a explicar por qué no hemos imaginado una civilización isleña que consideremos digna de que luchemos, vivamos y muramos en ella, y hasta por ella. Así de pesada es la carga de la cultura, que se forja en el pasado –se recuerde o no, se sepa o no de dónde provienen nuestras actitudes.
No debe ser un misterio que la cultura puertorriqueña ha estado determinada en grado importante por las circunstancias que generó el largo régimen colonial español, y los efectos sicológicos, económicos, sociales, y políticos de tales circunstancias. Fuentes afirmó que «la historia de México es una serie de ‘Edenes subvertidos’ a los que quisiéramos a un tiempo regresar y olvidar».[13] El único Edén que hubo en Puerto Rico fue la soledad del aislamiento, sin pasado ni futuro. Por tres siglos y medio –16, 17, 18, e incluso ya entrando al 19– la escasa población de «la Isla» estuvo, precisamente, aislada. Ese aislamiento no sólo fue con respecto al mundo exterior, sino a la ciudadela militar de San Juan Bautista. Así abandonados a su suerte, los proto jíbaros y jíbaros sobrevivieron mediante el contrabando y la agricultura de subsistencia, al margen de la actividad de la ciudad fortificada y de la corte de Madrid: olvidados por los capitanes generales y por la monarquía española –la cual no era más distante que los primeros. Mientras tanto, los esclavos vivían aislados en las pocas plantaciones azucareras que existieron en ese periodo.
En ese aislamiento de los siglos formativos no se conocía el cambio; ocurría nada; nadie visitaba, nadie llegaba con nuevas formas de ver y hacer, mucho menos con libros e ideas. [14] El tiempo congelado no da paso a la organización y acción comunitaria, la cual sólo se requiere cuando hay deseo o necesidad de acción. En el tiempo sin tiempo en el que vivía esa población mayormente analfabeta no había cabida para la política. El analfabetismo como obstáculo para la acción concertada es otro factor a estudiar.
El modesto idilio del aislamiento montañés se desmorona en el siglo 19, de manera más o menos súbita y violenta. La mayoría de los estancieros no habían inscrito su tenencia sobre la tierra –la cual era reciente, pues la propiedad privada no se permitió hasta fines del siglo 18– perdieron sus terrenos; pasaron a ser jornaleros –cuasi esclavos de los hacendados extranjeros, quienes se dedicaron mayormente al cultivo del café. Si la nueva situación generó gestos individuales de resistencia, no se intentó colectivizar el agravio y convertirlo en motor para la acción.
Es decir, los jíbaros del siglo 19 carecieron de poder y medios para enfrentarse a los designios reales y a los nuevos terratenientes extranjeros –mayormente corsos, mallorquines, y catalanes. Sin una tradición de organización, deliberación y acción comunitaria, tampoco fueron capaces de reinventarse para enfrentar las nuevas circunstancias. Por su parte, los esclavos, ubicados en la zona costera (donde el azúcar tuvo su boom en el mismo siglo 19) ya conocían la violencia, a la que se añadió siempre el aislamiento e impotencia que viene con la condición de esclavos.
Sospecho que esa vida en la montaña produjo una exigencia apenas disimulada, que llega a nuestros días, de que nadie se debe destacar, y que a nadie se le permita organizar a la comunidad para tomar acción. Con excepciones focalizadas como Lares en 1868, la norma fue que no hubo comunidad que optara por la organización o la rebelión. Además, ante el trauma del régimen de la libreta -que fue una cuasi esclavitud en los cafetales de los hacendados recién llegados– el individualismo del jíbaro se tradujo en una profunda desconfianza hacia los poderes públicos y sus proyectos de reforma o deforma. También ha servido para acentuar su noción de que cada cual tiene que buscar su beneficio, o consuelo. [15]
Propongo que esas circunstancias contribuyen a explicar por qué los boricuas despliegan un particular individualismo, cuya manifestación extrema aparece en la forma del «jaiba» –cuya definición es una persona lista, astuta, marrullera; mientras que marrullería es astucia tramposa o de mala intención. (Hoy, el neoliberalismo globalizado es la encarnación cabal de la jaibería así definida, pues es ajeno a, y está en colisión directa con, el bienestar de la mayoría de los habitantes del planeta). Quienes despliegan escasa conciencia comunitaria no se detienen a tomar en cuenta el impacto en los demás del acto antisocial de salir adelante mediante la trampa, la indolencia, o la burla a las normas escritas y no escritas que pretenden gobernar la convivencia. Se trata, propongo, de una retroalimentación desafortunada por perniciosa: El individualismo no ha dado paso a la acción concertada; la ausencia de vida política ha reforzado al individualismo.
Quizás la fuente primaria de la jaibería puertorriqueña es la ausencia de la acción concertada, producto a su vez de la carencia de ambiciones de una mejor vida para el colectivo. Esa carencia muy bien podría estar atada a la poca o ninguna emoción que genera la idea de la independencia «nacional».
Como al tiempo puertorriqueño también lo caracteriza el olvido, al no recordarse lo pasado tampoco se concibe un futuro. Ya que la pasividad es consecuencia y causa de que nada cambie, de que todo permanezca como está, no hay razón para recordar –pues el tiempo se concibe como estático y la pasividad es producto del deseo de aferrarse a ese tiempo paralizado. El pavor que sentimos ante la mera posibilidad de cambios devela esa corriente subterránea: nuestra comodidad con, y preferencia por, el reconfortante estancamiento. De ahí el título de la novela decimonónica de Manuel Zeno Gandía: La charca.
Acostumbrados a vivir el presente sin cualificarlo con el pasado, sin recurrir al pasado para entender el cómo y por qué del presente, se recibió al americano con beneplácito, mientras se paralizaba en el tiempo la aversión hacia los españoles y extranjeros que nos habían explotado, o hacia los otros boricuas que también nos habían vejado. Y es que «el americano» no había sido el victimario de los jinchos de la montaña ni de los esclavos y descendientes de esclavos de la costa. Con respecto al nuevo amo, ni siquiera era necesario hacer borrón y cuenta nueva. Ante ello, nunca nos tomamos la molestia –ni entonces, ni ahora– de conocer la historia y la cultura de Estados Unidos. Nunca hemos indagado sobre quiénes son esa gente que llamamos «los americanos» –qué los ha motivado siempre; qué los caracteriza. A la indiferencia hacia nuestra historia añadimos desinterés por la historia del invasor imperial del norte. Somos ahistóricos por partida doble.
A partir de la segunda mitad del siglo 20, el complejo capitalista-publicitario añadió nuevos promotores de la amnesia: como todo se puede comprar, y la comodidad y el entertainment son lujos al alcance de ricos y pobres, nos podíamos olvidar del vasto conocimiento artesanal, agrícola, musical, poético, que por siglos se forjó en la montaña y en la costa. Nos volvimos dependientes del mercado, consumiendo una cultura popular manufacturada en estudios de televisión, casas disqueras y agencias de publicidad, y hasta comprando en botellas el agua que tomamos. Desde mediados del siglo 20, vivimos aislados en las casas y los automóviles, que proveen toda la autosuficiencia que se nos condicionó a esperar.
Sin memoria y sin las destrezas de sobrevivencia de nuestros ancestros, el modo de vida consumista nos ha reducido a ser narcisistas hipnotizados por nuestros ombligos; a ser eternos infantes, incultos y sin brújula –un espejo en ese sentido de la sociedad estadounidense. Lo que nos condiciona es capaz de transformarnos, de moldearnos, de determinar nuestra forma de ver la vida y de actuar. ¿No es el régimen socioeconómico bajo el cual se vive, sea feudalismo o capitalismo, el más poderoso condicionante?
El capitalismo, el consumismo, la cultura de masas, la industria del entretenimiento, y las tecnologías que capturan y diseminan imágenes han dado paso a un narcisismo sociocultural. Una de las maneras en que hemos sido condicionados para construir sociedades narcisistas concierne la facilidad con que grabamos nuestras imágenes. Cabe preguntar: ¿Cómo hemos experimentado el tiempo y la idea del futuro a partir de las tecnologías que graban imágenes? La pregunta anterior da paso a otras preguntas, incluso: ¿En qué difieren los humanos de los siglos 20 y 21 de los del 19 hacia atrás? A modo de ilustración, hasta hace un tiempo las estrellas de cine y televisión eran particularmente condicionadas para ser narcisistas; ahora, todos lo somos. Hoy, la imagen de todos es capturada y difundida. Somos ahora «directores de cine», pero los actores somos nosotros mismos. Por lo mismo, ya casi nada es privado. [16]
Nos resignamos y conformamos con poco. [17] La muchedumbre sin cohesión ni acción se tornó en un ejército de consumidores sin socialización, incluso más desmovilizados que sus ancestros. Las transformaciones que se han dado en Puerto Rico, siempre impuestas por fuerzas económicas y actores políticos cuyos intereses desconocemos y cuyas tácticas no identificamos ni comprendemos, han sido de forma, nunca de contenido; superficiales, nunca profundas; cosméticas, nunca sustanciales. La continuación del régimen bajo el llamado Estado Libre Asociado ha encarnado a cabalidad tal fenómeno.
En el Puerto Rico bajo España no hubo promesas incumplidas, pues nada se prometió. Durante los 400 años de dominación española vivimos prescindiendo de promesas; no las exigimos ni las esperamos. La ausencia de promesas no da paso a la decepción. Vivir sin expectativas conduce a vivir sin exigencias, a conformarse con lo mínimo –que es a lo más que se puede aspirar cuando, colectivamente hablando, se aspira a nada. Lo vemos hoy, cuando nos conformamos con lo poco que ofrece el capitalismo neoliberal y nuestros corruptos políticos. Esa conformidad la escondemos detrás de racionalizaciones basadas en el miedo: pavor a lo desconocido, al «socialismo», al «comunismo», o a «morirnos de hambre».
En los inicios de la dominación estadounidense no pedimos ni exigimos las promesas que sí hicieron algunos representantes del nuevo imperio, notablemente las del General Nelson A. Miles. Por supuesto, las mismas se incumplieron, sin protesta efectiva ni decepción acompañada de acción. Nos resignamos, con la esperanza de que habría ocasiones futuras para sacarle al nuevo imperio la concesión de algún grado de gobierno propio –o de supuestas ventajas materiales. Lo que siguió fue cincuenta años de miseria y explotación en las plantaciones y centrales azucareras, producto de una economía diseñada para satisfacer los intereses de los nuevos explotadores.
Anti política: La inacción como ethos
A través de nuestra historia, los puertorriqueños no hemos ejercido poder. Ya que no somos dados a la acción concertada, nos seguimos negando la posibilidad de tener algún grado significativo de poder. Hemos rehuido del tipo de acción que es capaz de generar y reforzar al poder. Nuestro individualismo cerrero y miope es lo único que nos ha quedado para lidiar con la vida, lo cual ha facilitado el estado actual, en el que el país lo compran los amigos de los Fortuño y Pierluisi de la vida, mientras estos últimos siguen usando la gobernación para fungir como brokers –lo que les produce buenas recompensas– de quienes literalmente capitalizan el desastre, causado por la pésima administración del archipiélago y por la falta de desarrollo económico y social.
La población puertorriqueña ha sido bombardeada por unos saberes impuestos por quienes sí ostentan poder, [18] que han incluido, por supuesto, las supuestas bondades democráticas y morales de Estados Unidos, y la necesidad de una etapa de tutelaje antes de considerar, cuando menos, hacernos co- gobernantes. Esa etapa de tutelaje nunca ha concluido. Seguimos siendo gobernados por el otro imperial, y dominados por un capitalismo corporativo que es ciego a los humanos, cuyas vidas destruye de múltiples maneras.
Carecemos de poder, el cual se obtiene a través de la acción
Lukes incluye en el concepto de «poder» (power) «las capacidades de los agentes para lograr efectos significativos, específicamente al adelantar sus propios intereses y/o afectar los intereses de otros». [19] Ello implica que el poder es un concepto atado al de «disposición» o capacidad, pues quien posee poder puede o no utilizarlo, puede o no llevar a cabo actos afirmativos para usarlo. El poder es la capacidad para actuar, se utilice o no, se actúe o no. [20]
Al aplicar esa visión del poder, se habla de «las capacidades de los agentes sociales»,[21] ya se trate de individuos o de colectividades de diversos tipos. Lukes se refiere, por lo tanto, a las facultades humanas cuya activación depende de la voluntad de quien las posee; aquellas a través de los cuales el agente produce cambios en lugar de pasivamente experimentar cambios. [22] Lo mismo aplica a los agentes colectivos, sean estados, instituciones, asociaciones, alianzas, o movimientos y grupos sociales. Cuando la colectividad es capaz de actuar, se dice que tiene poder, el cual puede o no activarse. [23] El poder, así definido, no es necesariamente la capacidad para ejercer dominio sobre otros. [24]
Esa concepción del poder se ata al truismo de que los proyectos colectivos requieren de la acción: sólo se pueden gestionar y lograr mediante la actividad. Me refiero, por lo tanto, al tipo de acción que es consustancial con el quehacer que llamamos «política». Ejercer poder, hacer política, requiere «organizarse y actuar juntos para un propósito común».[25] Lo político es acción concertada, la cual manifiesta y también genera poder; y las actividades que generan poder incluyen asociación, comunicación, reuniones, deliberaciones, resoluciones, planes, e implantación de los planes.
En Puerto Rico no hemos tendido a tomar acción colectiva, porque ese tipo de acción sólo es posible entre muchos, entre varios al menos. [26] Esa acción debe tener una dimensión sustancial, pues la política no se trata de quedarse en el mismo lugar, ni de permitir que los pocos que hacen [algún tipo de] política se limiten a reciclar las tácticas que nunca han dado fruto. Nótese, por lo tanto, que no me he estado refiriendo a la acción colectiva de grupos de interés, asociaciones, o uniones obreras, importante como ese tipo de acción puede ser. Me estoy refiriendo a la acción colectiva para tomar el poder del estado, o para crear un estado, con miras a implantar un proyecto de país.
Al «no tomar acción» nos hemos negado un tipo de felicidad, la misma de que hablaron John Jay, John Adams, Thomas Jefferson y los líderes de la Revolución Francesa cuando descubrieron los efectos en ellos del ejercicio de la política –de pensar, debatir, persuadir, y actuar para el logro de metas colectivas. Esa actividad les producía cierta sensación de éxtasis –la cual, observo yo, parece estar conectada con los efectos en el cerebro humano del neurotransmisor conocido como dopamina. [27] Hoy, esos efectos los conseguimos con los likes que obtenemos al publicar en las llamadas redes sociales (social media), lo cual no es un sustituto adecuado, sea práctico o sicológico, de la acción política.
Como ocurre con frecuencia en todas las latitudes, nuestros partidos políticos han sido la creación de un grupo que a la vez los controla, y dicta «a los de abajo» lo que se hará; y esos partidos a su vez se han caracterizado por su incapacidad para, o desinterés en, generar cambios. Organizados en partidos, los dirigentes puertorriqueños han exhibido una constante tendencia hacia la retórica y la pedigüeñería. Llevamos siglos sin ejercer poder importante alguno.
Hasta donde sé, no se han estudiado las causas y los efectos de nuestra ancestral aversión a la acción conjunta, a no ejercer la política en cuanto acción, experimentación e innovación. El boricua busca acomodarse de la mejor manera posible a las circunstancias bajo las cuales le ha tocado vivir, con miras a mejorar sus condiciones individuales y familiares; pero no se plantea la necesidad de hacer algo para cambiar esas circunstancias, con el objetivo de que el conjunto que son los puertorriqueños mejore su vida colectiva. Nos hemos circunscrito a lo que sabemos hacer, y nos hemos concebido incapaces de acometer tareas que nunca hemos intentado. Ante ello, hemos optado por no intentarlas.
La asimetría de poder, primero con respecto a España, y por más de 125 años con respecto a Estados Unidos, es producto de que el dominador tiene y retiene poder, mientras el poder del dominado es casi nulo, a la vez que este particular dominado opta mayormente por la inacción, o por gestos esporádicos e inefectivos. Hemos escondido la ausencia de acción detrás de la súplica, pero pedir no es un tipo de acción; exigir tampoco lo es. [28] Sin poder, sin acción, no hay transformaciones colectivas.
Ya que sin acción no hay política, nuestros llamados «dirigentes» han tenido que adoptar alguna versión de la vita activa. La que han ejercido es la de la retórica, en exclusión de verdadera acción (excepto el saqueo). Se han circunscrito al reclamo, a la exigencia, a la súplica –y al robo. Por lo tanto, siempre han partido de la debilidad, de la subordinación, de la corrupción. Los dioses mandan; los suplicantes piden, pero se atienen a lo que se les conceda, o se les niegue.
Quien se limita a orar y suplicar no tiene otro camino que resignarse ante los designios de la voluntad divina. Ante los poderes imperiales, los políticos puertorriqueños se han limitado a suplicarles, en espera de que respondan. [29] Cuando han respondido a las súplicas, el casi cien por ciento de las veces ha sido con un NO, aunque a veces velado, un «quizás» o un «no» que parece «sí» –o que los suplicantes quieren percibir como un sí. Con la mediación de nuestros políticos de segunda, nos hemos resignado una y otra vez a los designios de la voluntad imperial. Ese es el patético sino del suplicante.
Un régimen sin nacionalismo político y sin libertad
Ante lo aislados que hemos estado de nosotros mismos, los puertorriqueños nos hemos mantenido en el desamparo de «la brega», la cual consiste en esfuerzos mayormente individuales por mantenernos a flote.[30] Además de «bregar» como podamos, los boricuas tenemos un refrán que, aunque horrible, parece caernos a la perfección: «mejor malo conocido que bueno por conocer». Ante nuestra dificultad para hallarle sentido a la realidad –de la cual preferimos escapar– nuestra perplejidad produce, además de la mencionada conformidad o resignación, miedo al cambio; temor o incluso pavor al incierto porvenir. Ello incluye temer más a una tiranía de gobernantes boricuas que a los desmanes de los «americanos».[31] También conlleva preferir la debacle actual al incierto porvenir, sin el actual régimen capitalista-imperial a la cabeza. En esa línea, un autor intentó explicar esa aparente predisposición nuestra a que se nos gobierne «desde afuera»:
Luis Muñoz Marín creía que históricamente los puertorriqueños siempre hemos preferido una distante y benévola tutela extranjera a cualquier autoritarismo del patio. Nuestra larga historia como un pueblo distante y al margen de un estado nacional, propio y metropolitano, nos ha hecho tan anárquicos que jamás nos ha seducido el canto de sirena de la independencia formal. Esto último es una de las fundamentales seguridades de nuestra etnocéntrica nacionalidad.[32]
Y añadió: «Nunca nos hemos sentido muy inclinados a hacer sacrificios por ideologías políticas. Nuestro escepticismo político en este sentido es ancestral, antiguo, cultivado durante quinientos años de coloniaje, quizás consuelo algo cínico ante el hecho de siempre haber sido un país pequeño, pobre y marginal». [33] Rodríguez Juliá sugirió otros factores que pueden explicar la encerrona colonial puertorriqueña. Estos incluyen la dependencia económica, que nos acerca a la «estadidad» o anexión, mientras que nuestro fuerte «perfil cultural propio» nos «aleja de la estadidad; pero no nos acerca a la independencia, devolviéndonos, una y otra vez, al pantano colonial del E.L.A.»[34]
Algunos de los factores que menciona Rodríguez Juliá son consecuencia de que nuestro nacionalismo se ha limitado a la dimensión cultural; de que no hemos desarrollado un nacionalismo político. Otros contribuyen a explicar la ausencia de tal nacionalismo. Si recurrimos a Anderson, [35] los factores para esa ausencia incluirían la escasa alfabetización, que duró hasta mediados del siglo 20, y que fue particularmente baja en tiempos de España; la tardanza de la imprenta, que llegó en 1806, originalmente para publicaciones oficiales; luego, ya bastante entrado el siglo, se publicarían pocos periódicos no oficiales con poquísimos lectores; y la desconexión entre élites y población, ésta última mayormente compuesta por los habitantes pauperizados de la montaña y por los esclavos (hasta la abolición, en 1873) de la costa.
Esa desconexión estaba a su vez mediada por el analfabetismo, por la perenne explotación que significa la esclavitud, y por la reciente explotación de los jíbaros del interior, la cual comienza en la década de 1840. Si había hacendados cafetaleros, plantadores y refinadores de azúcar, y profesionales con tendencias separatistas, no contaban con esa población para diseminar sus ideas, ni para armarla o de otra manera recabar su apoyo.
La escasa alfabetización habría evitado la cristalización de una particular percepción de la dimensión temporal, en la cual el tiempo transcurre de manera simultánea para todos los pertenecientes a la «comunidad imaginada». [36] Una masa crítica de lectores de periódicos habría contribuido a esa percepción. A su vez, el escaso desarrollo de la colonia española de Puerto Rico, su escasa población, el aislamiento y abandono en que vivió por casi cuatro siglos, y la manera en que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo 19 –para beneficio exclusivo de un grupo pequeño compuesto mayormente por extranjeros– no podía dar paso a la auto confianza que está implícita en el nacionalismo político.
Esos factores habrían contribuido a la emergencia de un escepticismo hacia la soberanía política que se ha congelado, que llega a nuestros días a pesar de las transformaciones que se han dado en los siglos 20 y 21. En la siquis de los puertorriqueños, todavía somos un pueblo de 200 mil habitantes, aislados unos de otros física y sicológicamente –aislados al punto de no haber desarrollado un sentido de comunidad entroncado en la abstracción de la nación.
En México, destacó Carlos Fuentes, se institucionalizó la Revolución; es decir, se derrotó la misma para entronizar otro proyecto: el del régimen del PRI y la oligarquía mexicana, por un lado; y el del imperialismo económico de Estados Unidos, por otro. A partir de la década de 1940 se dio en Puerto Rico una supuesta «revolución pacífica», término en extremo patético que pretendió esconder la dura verdad de que se consolidó la dominación capitalista e imperial de Estados Unidos, bajo la nueva encarnación del régimen colonial, conocida como Estado Libre Asociado.
En la década de 1940, aún vigente la Ley Jones (1917–1952), se había inaugurado la segunda etapa del imperialismo capitalista: la fase de la industrialización por invitación, mediante exenciones contributivas, bajos costos y bajos salarios. [37] (La primera fue el monocultivo latifundista azucarero). Luego vino la tercera etapa –la penetración financiera mediante la compra de bonos del gobierno del E.L.A. y de las corporaciones públicas, cuyos dividendos estaban exentos de contribuciones federales. Esa tercera etapa de explotación comenzó cuando aún había industrias (particularmente las que se establecieron al palio de la Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos).
Contrario a lo que han dicho los dirigentes del PPD, ninguno de esos proyectos capitalistas requería del E.L.A., pues el E.L.A. no significó poderes adicionales para el estado colonial, y no menguó los poderes del gobierno de Estados Unidos; no cambió el alcance de la hegemonía burocrática, legislativa y judicial del gobierno estadounidense en Puerto Rico. De hecho, esa mentira de que el E.L.A. hizo posible el «progreso» a través de la industrialización, y otras que nos han impuesto, han sido adoptadas y adaptadas por actores puertorriqueños, quienes han sido sus principales fotutos.
Sin una tradición de organización comunitaria ni de deliberación y acción política, hemos carecido de las herramientas que nos permitirían resistir la imposición de esos saberes (esas mentiras) y oponerlos con saberes (verdades) de nuestro cuño. Los puertorriqueños hemos carecido de poder, y no hemos sido libres. Aquí me permito recurrir de nuevo a la definición de libertad que elaboró Hannah Arendt: Libertad no es otra cosa que auto gobernarse. [38] Gobernarse, por supuesto, es ejercer el tipo de acción que llamamos política. Es decir, libertad es participar en la tarea de gobernar. Bajo esa óptica, en Puerto Rico nunca ha existido algo parecido a un régimen de libertad.
Coda: El momento actual y la urgencia de la acción
Los tres primeros siglos de la colonia española que terminaría llamándose Puerto Rico se caracterizaron por la escasa población, el limitadísimo desarrollo económico, y el abandono por la Corona de la mayoría de la población. El gobierno imperial atendió solamente las necesidades de la ciudadela de San Juan, dado su rol en la defensa de la América colonial. En esas condiciones, no es de extrañar la ausencia de desarrollos intelectuales, económicos y políticos que llevasen a la población o a su élite a unirse al reclamo de independencia que se dio en Cuba, Santo Domingo y, antes, en la América hispana continental.
Los efectos sicológicos, sociales, culturales y políticos de la particular experiencia colonial bajo España facilitaron, no solo la longevidad del dominio español, sino la duradera subordinación a Estados Unidos. Abundo sobre eso en el capítulo siguiente.
Ahora, nos encontramos en una encrucijada. La crisis social, económica, y política de Puerto Rico es más profunda de lo que nos atrevemos a concebir, admitir, o internalizar. Al removerse el endeble piso sobre el que nos sosteníamos, los paradigmas prevalecientes dejaron de aplicar o se tornaron inútiles. Si es que alguna vez fue adecuado, el mapa ya no describe al terreno. Resulta difícil adaptarse a una nueva realidad, y carecemos de la suficiente claridad de pensamiento para comprender lo que ocurre y por qué.
Esta particular tormenta ha traído, y continuará produciendo, miseria, desolación y desesperanza. Además, estamos bajo la dominación de un país que atraviesa su propia crisis, la cual lo desfigura y desintegra, a punto de sucumbir a un pleno autoritarismo neoliberal, plutocrático y neofascista. Cuando nihilistas administran el sistema político en nombre de la avaricia de unos pocos, todo lo que aprendimos desde que éramos infantes deja de aplicar. Lo que ya ocurrió en Estados Unidos entre 2017 y 2021, bajo la presidencia de un narcisista destructor y sus habilitadores, es una ilustración clara de eso.
En el Estados Unidos de 2020, decenas de millones fueron abandonados a su suerte, sin empleo y sin apoyo institucional o social, en peligro constante de contagio por un nuevo virus. Cientos de miles perecieron, mientras el presidente Trump recomendaba la inyección de líquidos de limpieza industrial. Y ése es un país productivo y rico –aunque con males estructurales notables, incluso una abismal desigualdad de su riqueza, concentrada cada vez en menos manos. Para entonces, en Puerto Rico los muchos estábamos ya en crisis, sin trabajo, sin ingresos o con ingresos insuficientes, tratando de instalarnos o reinstalarnos a un mercado laboral que es un fantasma. Reinventarse toma tiempo; y tiempo es de lo que carecemos. A su vez, la emigración masiva y la corrupción aumentaron la desolación.
La amoralidad de la clase política puertorriqueña parece no conocer fondo. Como la de su estúpido antecesor inmediato, la administración de la gobernadora Vázquez (2019–2021) desplegó carencia de empatía, pericia e intelecto. Sus actuaciones ante las crisis de 2020, desde los terremotos hasta la pandemia, fueron atroces. No hubo atisbo de compasión, ni de interés en aliviar el sufrimiento rampante. Pedro Pierluisi (2021-¿2025?) fue cortado de la misma tela. Nuestra falta de libertad se da en dos dimensiones: horizontal –estamos a la merced de otros puertorriqueños en cuanto políticos, quienes han dirigido el estado colonial desde 1953– y vertical –ya que estamos subordinados junto a esos políticos al capitalismo e imperialismo estadounidenses. Mientras tanto, la crisis crónica del modelo sociopolítico de Puerto Rico lleva más de 50 años sin atenderse.
A propósito de la moralidad, me parece atroz que muchos apuntan a la dependencia para sostener que es fútil esperar que rompamos con Estados Unidos. Usar la dependencia (que nunca ha sido un camino de una sola dirección) como excusa o justificación para mantener la colonia es una muleta sicológica que contribuyó al presente precipicio moral, por lo que no sirve para salir del hoyo. Además, apuntar el dedo a la dependencia no es ser realista; es ser escapista, es buscar la salida fácil. El camino fácil lleva al abismo.
Las llamadas transferencias federales aseguran el consumo de bienes y servicios americanos, pues es mayormente un subsidio al capitalismo estadounidense, y es indicio de la malignidad de un modelo que le sirve a ese capital, mientras sigue destruyendo lo que queda de nuestra fibra moral. Hay indicios de que esos paliativos desaparecerán más temprano que tarde. Cuando eso ocurra, la miseria –moral, ecológica, y económica– será entonces casi absoluta; a menos que para entonces hayamos desechado las prácticas que producen la presente parálisis, incluso neutralizarnos unos a otros, dadas nuestras divisiones y malas actitudes.
Todo discurso pesimista –fatalista– que acepte la inevitabilidad de la dependencia, y de sus consecuencias sicológicas y morales, es otra muestra de la temeridad de sostener un orden social sobre bases de esa calaña. Tal discurso es también otro indicio de que el proyecto de la posguerra fracasó. Ese fracaso, es de notar, está conectado no sólo a su carácter imperialista y capitalista –siempre para el beneficio principalísimo de los adinerados estadounidenses y los inescrupulosos «del patio»– sino a su anquilosamiento, a su perpetuación, incluso a partir de que se hizo evidente que era deficiente y que había que descartarlo.
Una sociedad no se puede construir ni desarrollar desde la ignorancia y la pasividad. Tampoco desde la fantasía, desde la actitud de negarse a enfrentar la realidad humana –política, cultural, histórica– de la dominación de una nación por otra, ni la de sus males de nación intervenida y estática. El progreso material y moral es imposible desde el estancamiento. Tal progreso requiere acción, reformas profundas, cambios radicales, luchas incesantes. Lo contrario –el conformismo, la inacción– es por definición fuente de atraso y de torpeza moral. La tarea primordial y más urgente, por lo tanto, es un cambio radical de mentalidad –lo cual no sería suficiente si no alcanzamos la libertad.
Luego de más de un siglo de dominación colonial estadounidense, la característica central de la cultura puertorriqueña es, todavía, su tendencia –poderosa, avasalladora– hacia la parálisis. El ethos de la estasis lo llevamos a todos los aspectos de nuestra vida colectiva. Habría que sustituir el pesimismo de la estasis por el optimismo de entender que los problemas son inevitables, pero que tienen solución, con acción, creatividad, conocimientos, y una actitud crítica y experimental. Es decir, habría que implantar y ejercer libertad. Además, habría que tomar en cuenta que la política en cuanto lucha de poder entre facciones partidistas es un obstáculo a la acción concertada, efectiva, experimental y optimista. Y es que ese tipo de política que ha prevalecido no existe para atender los problemas humanos, sino para dilucidar quiénes ejercen el poder, el cual sirve a su vez para repartir los beneficios producidos por los excedentes, característicos de toda sociedad post paleolítica. La política como ejercicio de unos pocos es incompatible con la libertad.
Se menciona a la saciedad, al punto de ser ya un cliché, la importancia de la educación como medio idóneo e indispensable de transformación social. De lo que se habla poco es de las interrogantes que ello plantea, tales como: ¿Quiénes educarán? ¿Con qué destrezas y herramientas? ¿Con cuáles apoyos sociales y gubernamentales? ¿Con qué mentalidades? Quienes ostentan poder, ¿están interesados en la existencia de una verdadera ciudadanía, una constituida por pensadores críticos y creativos? ¿O creen que sus intereses se salvaguardan mejor si a las masas se nos mantiene como ovejas, sin confianza alguna en nuestra capacidad para prescindir de que se nos diga cómo pensar y qué hacer?
No es con slogans publicitarios ni con perogrulladas que se transforma un país; mucho menos, a base de pronunciamientos que nunca están acompañados de acción ni precedidos por un plan estratégico mínimamente adecuado. También hay que reflexionar sobre la ingenuidad que denota creer que «la educación» es la clave, cuando lo que ocurre fuera de las aulas sigue determinando en mayor medida el tipo de ser humano que se forja que lo transcurrido en escuelas y recintos universitarios.
Como podemos observar a través del planeta, un contexto colonial no es el único que da lugar a sociedades compuestas por temerosas ovejas. Además, en toda sociedad estática y medrosa, los maestros, padres y otras figuras de autoridad transmiten las ideas y prácticas que reproducen la parálisis y el pesimismo. Por lo tanto, parecería que hablamos de un problema insoluble. No pretendo tener la respuesta sobre cómo se pueden lograr transformaciones culturales que conviertan paulatinamente a una sociedad estática y pesimista en una dinámica, valiente y optimista. Pero, enfatizo su urgencia.
Ser colonia sería menos malo si viviéramos en una sociedad más dinámica. Por otro lado, se esperaría que una dosis respetable de dinamismo sea antitética a la subordinación política y económica, y a la ignominia del colonialismo. La encerrona actual, que es moral, política, ecológica, social, económica, demográfica, de déficit de viabilidad, es el alto precio a pagar por la parálisis y por la ausencia de libertad.
[1] Véase Pedro A. Cabán, Constructing a Colonial People: Puerto Rico and the United States 218–219 (1999). A propósito de la historia de futilidad y ausencia de desprendimiento de nuestra clase partidista, Cox Alomar afirma que, «a partir de 1900, nuestras élites políticas, las más de las veces en maridaje y contubernio con el Departamento de la Guerra (a partir de 1934 con el Departamento del Interior) y con los barones ausentes de la industria azucarera se dedicaron a devorar el menguado presupuesto insular y a repartirse los pocos puestos públicos entonces disponibles. Ni la corrupción, ni el clientelismo, ni el patronazgo político son plagas nuevas en nuestro ecosistema político. Todo lo contrario. Gozan de abultado abolengo en la trayectoria histórica de la vida nacional. Por aquellos días, similar a hoy, la mogolla ideológica y programática enturbió el escenario puertorriqueño». Rafael Cox Alomar, La nación en la encrucijada, 84 Rev. Jur. U.P.R. 1239, 1242 (2015).
[2] Frank Otto Gatell, The Art of the Possible: Luis Muñoz Rivera and the Puerto Rican Jones Bill, 17 The Americas 1 (1960).
[3] José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos 22 (1980; 13ra ed. rev. 2018).
[4] Carlos Fuentes, Tiempo mexicano (1971; 2021).
[5] Fuentes, supra nota 4, pág. 12. Otro autor afirma: Mexico is now, in the moment, but it is also in the past. … [History] and the moment. To think of Mexico only in one epoch or another is to lose sight of it entirely. Earl Shorris, The Life and Times of Mexico 12 (2004). Paz lo expresó así: «[En México] varias épocas se enfrentan, se ignoran o se entredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. … Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes». Octavio Paz, El laberinto de la soledad 1 (1950).
[6] Fuentes, pág. 12.
[7] Fuentes, pág. 13.
[8] Id.
[9] Id.
[10] Cabán subraya que, «aunque formalmente no es más que una extensión burocrática del gobierno metropolitano, el estado colonial no ha sido simplemente una agencia reguladora y de cumplimiento. Con el tiempo sus funciones han cambiado a la vez que el estado colonial ha obtenido relativa autonomía para mediar en el contenido y dirección del cambio social y económico. Es también un actor dinámico que promueve cambios fundamentales en la economía». Cabán, supra nota 1, pág. 8. Ese rol del estado colonial ha menguado considerablemente desde que Cabán publicó su libro (en 1999), sobre todo a partir de 2016, con la muerte de la ya menguada autonomía del gobierno del Estado Libre Asociado. Esa muerte fue causada por la aprobación e implantación de la ley federal conocida como PROMESA. Cabe decir que el E.L.A. duró desde 1952 hasta 2016, y que a partir de ahí el estado colonial se transformó, con la Junta de Control Fiscal creada por PROMESA al mando.
[11] Véase, e.g., Ronald Fernandez, The Disenchanted Island: Puerto Rico and the United States in the Twentieth Century (1992).
[12] Sobre los indígenas de México, Fuentes preguntó: «¿Vamos a arrebatarle a toda esa gente maravillosa su comunidad y su cultura reales, una cultura que no está en los museos, sino en los cuerpos, en la manera de caminar, en la manera de saludar, de bailar, de imaginar, para imponerles los fetiches del racionalismo y el progreso que nos vienen del siglo xviii?» Fuentes, supra nota 4, pág. 43. Para este autor, «el gran desafío del mundo indígena consiste en obligarnos a dudar sobre la perfección, la perennidad y la inteligencia de ese progreso que, como dijo Pascal, siempre termina por devorar cuanto crea». Fuentes, pág. 44.
[13] Fuentes, supra nota 4, pág. 12.
[14] Los libros ni siquiera llegaban a la ciudadela fortificada de San Juan. Véase Silvia Álvarez Curbelo, Un país del porvenir: El afán de modernidad en Puerto Rico (siglo xix) 11–12; 59 (2001). Tapia llamó a esa etapa «tres siglos de letárgica y rutinaria ignorancia». Alejandro Tapia y Rivera, Mis memorias 66 (1967), citado en González, supra nota 3, pág. 67.
[15] Para detalles sobre el sistema de la libreta, véase James L. Dietz, Historia económica de Puerto Rico 67–78 (2da ed. 2018).
[16] Véase Christopher Lasch, The Culture of Narcissism: American Life in an Age of Diminishing Expectations (1979). La fotografía comenzó a desarrollarse en el siglo 19; luego vino la fotografía en movimiento (motion picture: el cine, a principios del siglo 20); luego, la televisión; luego, el internet; luego, las redes sociales, potenciadas por los smartphones, que incluso caen en manos de los infantes. A través de Instagram, Twitter y OnlyFans, grabamos y diseminamos nuestra obsesión con nosotros mismos, con nuestros cuerpos, con nuestra desnudez. ¿Cuáles han sido las consecuencias sociales y políticas de la cultura del narcisismo; del fin de la intimidad y la modestia; del triunfo de la imagen sobre la sustancia; de la primacía del cuerpo sobre el intelecto? ¿No es el reggaetón la perfecta banda sonora para esta cultura narcisista? En las letras del reggaetón prevalece el acto sexual como la única actividad, como el único «logro» que merece descripción, mientras la descripción es lo más gráfica posible –además de que sus letras carecen de poesía, «el género» no tiene musicalidad ni méritos artísticos. Esta cultura narcisista se manifiesta, entre otras cosas, en la congelación del presente; en que no somos conscientes de que el tiempo transcurre, que los cuerpos se deterioran, que la única vida que merece la pena es la que se vive en función del prójimo y de las generaciones que no han nacido o que están comenzando su corta travesía en el planeta. Sin lugar para el futuro, en esta cultura empeorará la actual debacle demográfica. Véase también Chris Hedges, Empire of Illusion: The End of Literacy and the Triumph of Spectacle (2009); Jean M. Twenge & W. Keith Campbell, The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement (2009).
[17] México, otra sociedad distorsionada por el capitalismo y la explotación, también ha dado signos de resignación: «Resignarse ante todo o conformarse con poco: ¿serán estos los signos del tiempo de Nuestra Señora de Pepsicóatl para los millones de seres humanos trashumantes que viven en el margen de nuestras ciudades? El desarrollo moderno de México se ha entendido como un hecho suficiente, bueno en sí, ajeno a todo calificativo cultural. Por eso, finalmente, ha sido un fracaso». Fuentes, supra nota 4, pág. 41.
[18] Véase Michel Foucault, Power (James D. Faubion, ed. 2000).
[19] Steven Lukes, Power: A Radical View 65 (2nd ed. 2005) (traducción mía).
[20] Id.
[21] Lukes, supra nota 19, pág. 71.
[22] Id.
[23] Lukes, pág. 72.
[24] Lukes, pág. 73.
[25] Hannah Arendt, On Revolution 116 (1963).
[26] Hannah Arendt, Crises of the Republic 6 (1972) (action is of course the very stuff politics are made of).
[27] Arendt, supra nota 25, pág. 203: Acting is fun. [What those eighteenth-century men called] “public happiness” … means that when humans take part in public life, they open up for themselves a dimension of human experience that otherwise remains closed to them and that in some ways constitutes a part of complete “happiness.”
[28] Arendt, supra nota 25, págs. 116; 174: Even where the loss of authority is quite manifest, revolutions can break out and succeed only if there exists a sufficient number of men who are prepared for its collapse and, at the same time, willing to assume power, eager to organize and to act together for a common purpose. The number of such men need not be great; ten men acting together, as Mirabeau once said, can make a hundred thousand tremble apart from each other [;] the specifically American experience had taught the men of the Revolution that action, though it may be started in isolation and decided upon by single individuals for very different motives, can be accomplished only by some joint effort.
[29] Nos dice González que, al fundar la Liga de Patriotas en 1898, Hostos «hace claro que quien estaba en … estado de postración no era únicamente la masa popular, sino también la élite intelectual de la que tanto cabía exigir en aquel momento [del llamado cambio de soberanía]: ‘a fuerza de enviciados por el coloniaje, ni aun los hombres más cultos de Puerto Rico se deciden a tener iniciativa para nada, ni a contar por completo consigo mismos, ni a dejar de esperarlo todo de los representantes del poder’». González, supra nota 3, pág. 70 (citando a Eugenio María de Hostos, El propósito político de la Liga de Patriotas, en 5 Obras Completas 26–27 (1939)).
[30] Véase Arcadio Díaz Quiñones, El arte de bregar 20 (2000): «Bregar es, podría decirse, otro orden de saber, un difuso método sin alarde para navegar la vida cotidiana, donde todo es extremadamente precario, cambiante o violento, como lo ha sido durante todo el siglo 20 para las emigraciones puertorriqueñas y lo es hoy en todo el territorio de la isla».
[31] Raymond Carr, Puerto Rico: A Colonial Experiment 242 (1984).
[32] Edgardo Rodríguez Juliá, Musarañas de domingo 221 (2004).
[33] Rodríguez Juliá, supra nota 32, a la pág. 222. Otro autor analiza en detalle el déficit de activismo radical o de cambio social, incluso en los sectores que se esperaría que promuevan el cambio o sean sus agentes catalíticos, tales como los obreros o los estudiantes. Carr, supra nota 31, págs. 245–266.
[34] Rodríguez Juliá, supra nota 32, pág. 225. Sobre ello, este autor añade: «Las cuitas eternas del estadoísmo son estas: Por más que cacareemos nuestra ciudadanía y protestemos ante la historia, somos un país aparte, ¡no somos americanos! Las contradicciones a que se enfrenta el estadoísmo son enormes, quizás insuperables. Es la herencia política del Estado Libre Asociado. Muy posiblemente prevalezca, al menos por otra generación, esa mezcla del arte de lo posible y el oficio de la insuficiencia colonial que es el E.L.A. Quizás lo único permanente de nuestra situación colonial es su eterna provisionalidad». Rodríguez Juliá, pág. 227.
[35] Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism (1983; rev. ed. 2006).
[36] Anderson ofrece la siguiente definición de nación: it is an imagined community –and imagined both as inherently limited and sovereign. Anderson, supra nota 35, pág. 6.
[37] Dietz, supra nota 15, pág. 315.
[38] Arendt, supra nota 25, pág. 32 (freedom … is participation in public affairs, or admission to the public realm); pág. 33 (freedom [is] the political way of life); pág. 119 (freedom consists in having a share in public business).