Anti política y parálisis
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(Este es el borrador del Capítulo 7 del que será mi segundo libro, tentativamente titulado Subordinación o Libertad: En busca del tiempo puertorriqueño).
Como el resto de la población, los políticos son parte de la cultura en la que nacen y crecen. A la vez que hacen suyas las ideas y cosmovisiones de su cultura, adquieren una familiaridad cabal con la sociedad en la cual se ubican, conocimiento que internalizan de manera orgánica y utilizan para su viabilidad y beneficio. Esa familiaridad también les indica cuáles son sus posibilidades, al igual que los límites a su margen de acción. En Puerto Rico, los políticos han tildado de insuperables algunos de esos límites, en su mayoría impuestos por el régimen colonial o causados por éste, incluso la explotación, el desprecio y la indiferencia imperiales.
Los políticos puertorriqueños llevan generaciones partiendo de la premisa de que su viabilidad política requiere atemperar sus aspiraciones y acciones, para no ofender a un electorado que ha sido condicionado para tenerle aversión a los cambios y rompimientos. Políticos vivos y muertos del sector «autonomista» muy bien dirían que tal miedo les ha negado la posibilidad de extorsionar a las autoridades estadounidenses. (El sector «estadista» lleva más de un siglo usando esos miedos con fines electoreros, al acusar al sector autonomista de ser separatistas de clóset). Los intentos de extorsión –decirles que, si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se dieron mayormente antes de la Segunda Guerra Mundial. Tales tretas nunca funcionaron. Mientras tanto, las modestas reformas al estado colonial siempre han sido producto de la iniciativa y los intereses del gobierno estadounidense, calculadas para su beneficio y conveniencia.
Nuestra relativa adulación a los políticos «locales» nunca se ha traducido en un anhelo de que ostenten amplios poderes. Hemos sido condicionados para que nuestro apoyo electoral se vuelque hacia los políticos que abogan por mantener el estado colonial de cosas. Es difícil precisar cuánto se deba ello al auto desprecio, asociado a sociedades coloniales o con historial colonial, las cuales tienen comportamientos y actitudes análogos a los de personas con inseguridades profundas; y cuánto se deba al arrastre de los ya discutidos resentimientos de clase que se generaron en el siglo 19. Podría muy bien tratarse de una combinación de esos y otros factores. No se debe perder de vista que los políticos estadistas han contribuido a mantener el statu quo colonial, pues el balance de sus más que centenarias prácticas y retórica ha sido esa contribución.
Las ambiciones de la élite «autonomista» no han partido de otro lugar que no sea la debilidad. Desde Muñoz Rivera hasta Hernández Colón, los intentos por obtener más poderes de «gobierno propio» se estrellaron contra la pared de la negativa imperial. A partir de Muñoz Marín, el raquitismo de ese sector tiene como factor central la ideología de «unión permanente», la cual está atada a, o es producto y reflejo de, la aversión a la idea de un rompimiento con el poder imperial. El inmovilismo de políticos y electorado se ha reforzado a través de un vicioso ciclo de retroalimentación.
A la élite estadista no le ha ido mejor, no sólo por los factores mencionados, sino porque su debilidad se manifiesta como adulación de la nación que consideran la suya, la estadounidense. Lo que se adora no se critica ni se cuestiona. El sector que ha aspirado a que Puerto Rico se convierta en un estado de Estados Unidos no se ha acercado ni un ápice a que el gobierno de Estados Unidos al menos considere la estadidad como una opción viable.
Simulacro de política e inmovilismo
¿Hay un reverso al hecho de que el pueblo puertorriqueño haya contribuido, por generaciones, a impedir que compatriotas qua políticos tengan poderes significativos? ¿Tiene otra cara de la moneda el que tampoco se ha materializado la integración como estado de Estados Unidos? El reverso de la moneda consiste en que nuestras clases dirigentes se han limitado a ser meros carreristas políticos, con todo lo que ello acarrea en depravación moral, corrupción, y estancamiento. Su estrechísimo campo de acción en cuanto al llamado estatus político, su más que centenaria incapacidad –o desinterés– para alterar la ecuación colonial, los ha llevado al cinismo de usar la política para su beneficio, a la vez que el país ha seguido deteriorándose. Es decir, no sólo el poder absoluto corrompe de manera superlativa. El déficit de poder también tiene efectos nocivos en la ética y en las prácticas de una «clase dirigente».
Esto no es nuevo. La presente encarnación de dirigentes políticos egoístas, insensibles y hasta charlatanes no es algo insólito ni novel. Por ejemplo, en la década de 1930, la mayoría de los políticos del país mostraron muy poco interés en lidiar con el deterioro social y económico que había sumido a la gran mayoría de la población en una miseria atroz, mientras sólo se ocupaban de su sobrevivencia como clase dirigente; [1] mientras sólo sabían hablar del problema que nunca se soluciona con sus tácticas fútiles: el problema fundamental del estatus político. Pero sus tretas del débil nunca han estado a la altura del problema. La élite partidista del país ha seguido operando desde la debilidad y la consecuente futilidad, pero siempre velando por sus panzas.
Diez constantes
La incumbencia de Luis Muñoz Rivera en el puesto de Comisionado Residente en Washington ilustra la futilidad que todavía caracteriza a la clase política de Puerto Rico. Un artículo del profesor Gatell, publicado en 1960, identifica muchas de las formas que toma esa inutilidad, sin percatarse el autor de que dio con varias constantes en la historia de la parálisis política del archipiélago. [2]
Primera constante: desde que llegó a Washington, D.C., en 1911, Muñoz Rivera se encontró con el sentido de superioridad de los congresistas estadounidenses, y su derivado trato condescendiente hacia los comisionados residentes, y hacia Puerto Rico y los puertorriqueños en general. Segunda: Ese y otros factores llevaron a Muñoz a no desarrollar muchas ilusiones sobre la influencia que podría ejercer él, o cualquier otro puertorriqueño, en los legisladores estadounidenses. Esas constantes han contribuido más recientemente a que el puesto de comisionado residente sea una buena inversión para los incumbentes; un trampolín desde el cual avanzar sus agendas personales de riqueza, conexiones e influencia.
La tercera constante es el racismo estadounidense, que Gatell personifica en el juez Peter J. Hamilton, nombrado por su amigo, también racista, el presidente Woodrow Wilson. Ese racismo lleva a un desprecio de los puertorriqueños y todo lo que les concierne. La cuarta es la tacañería imperial, racionalizada por la máxima de que los puertorriqueños no están preparados para ejercer amplios poderes de gobierno propio, y aceptada con resignación por nuestros actores políticos «proamericanos».
La quinta es otra de las tretas del débil: rogar a las autoridades estadounidenses para que desistan de intentos de modificar legislación o prácticas que tienen impacto en la economía de Puerto Rico. Eventos de la década de 1910 descritos por Gatell nos recuerdan los esfuerzos fútiles en la década de 1990 de mantener intacto el esquema contributivo de la llamada Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos.
Gatell describe una sexta constante: las luchas intestinas en el sector o partido «del autonomismo» entre el grupo «conservador» y el que flirtea con la independencia. La séptima constante: de esas luchas siempre emerge victorioso el sector conservador, en detrimento del grupo que se inclina hacia la independencia o la «libre asociación».
Una octava constante se compone de los intentos de extorsión, siempre fallidos, en gran parte por la presencia de las dos constantes anteriores. Muñoz Rivera hizo, sin éxito, sus intentos de extorsión, usando para ello el supuesto latente sentimiento independentista. Ahí se destaca la perenne contradicción, y sinsentido, de querer usar el sentimiento independentista como fuente de extorsión, a la vez que se suprimen las «alas liberales», y hasta se persigue al independentismo.
La paradoja es que los intentos de extorsión vinieron acompañados de los esfuerzos del propio Muñoz Rivera de marginalizar al sector independentista del Partido Unión, liderado por José de Diego. Muñoz Rivera neutralizó al grupo del abogado aguadillano, pero cabe preguntar el precio político entonces, y luego con Muñoz Marín, el PPD y el Congreso Pro Independencia –precursor del PIP– y tantas instancias en las cuales el partido de la «autonomía» suprimió las voces independentistas o «soberanistas». Pretender usar la extorsión o amenazar con la independencia sin ser independentista, y suprimiendo al sector del autonomismo que coquetea con el separatismo, ha sido otra contradicción histórica de los «próceres» boricuas.
La ignorancia e indiferencia del Congreso hacia Puerto Rico es una novena constante. Están a la vista los efectos de la ignorancia sobre Puerto Rico del cuerpo legislativo al cual el Tratado de París le asignó el ejercicio de autoridad sobre el archipiélago. Los miembros del Congreso siempre han sido ignorantes sobre, e indiferentes a, Puerto Rico.
Como décima constante, están aquellos, como Martín Travieso en el artículo de Gatell, quienes han aspirado sin éxito alguno a que Puerto Rico sea un estado de Estados Unidos de América. Travieso incluso se hizo ciudadano de Estados Unidos antes de la aprobación en 1917 de la Ley Jones, cuando trabajaba como abogado para un bufete corporativo en la ciudad de New York. Travieso, quien nació en 1882 y murió en 1971, nunca vio a Puerto Rico convertirse en estado. La futilidad de la aspiración a ser «un estado de la Unión» es otra constante.
Ahí están. Diez constantes, entre muchas, de la futilidad y el inmovilismo. Más de 125 años de estancamiento. Nada nuevo bajo el sol boricua. La noción de que la política no es otra cosa que acción; y que el estancamiento vestido de partidismo y de reclamos huecos es una imitación, un facsímil grotesco de la política, nunca ha calado en nosotros ni en nuestras élites partidistas.
Tiempo puertorriqueño
Quizás es una perogrullada afirmar que los primeros siglos de la formación de un pueblo serán particularmente determinantes de su cultura y devenir histórico. Mi tesis es que, a partir del mismo 1898, la nueva nación dominante se benefició de un orden sociocultural preexistente, el cual aseguró su duradera hegemonía — o, al menos, terminó facilitándola. Ese orden se estuvo forjando por cientos de años en la nación subordinada, por lo que ha sido –era, y es aún– suficientemente estable.
La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce de múltiples maneras, sobre todo a través de las ideas y suposiciones que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad de que se trate. Los humanos tendemos a conformarnos con la cosmovisión que adquirimos e internalizamos en el proceso de socialización y aculturación, la cual a su vez reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias personales y ocupacionales. Esa tendencia a la conformidad también se entronca en la percepción de que nuestra viabilidad social y nuestro bienestar material se adelantan al adaptarnos a ciertas realidades, de manera que rara vez nadamos «contra la corriente». La cosmovisión de los puertorriqueños está teñida de los efectos de la subordinación colonial, primero bajo España; desde 1898 hasta hoy, bajo Estados Unidos.
¿Cuáles son las explicaciones a la duración de la larga noche colonial? El argumento del determinismo económico articula que el escaso desarrollo económico bajo España no dio paso a una clase propietaria suficientemente sólida como para que le conviniera la separación. Además, esa clase se debilitó ante las políticas del imperio estadounidense, las cuales procuraron facilitar la explotación y extracción de riqueza para beneficio de sus capitalistas, mientras se destruyó la clase hacendada de la montaña y se subordinó a los azucareros locales al Sugar Trust corporativo, ausentista y latifundista del norte. El factor económico nos dice que tal clase «pequeño burguesa» tampoco podía ser la punta de lanza de un separatismo que enfrentara al nuevo régimen estadounidense.
A partir de este punto, comienzo a explicar por qué sostengo que lo material-económico no es suficiente para dar cuenta de que, durante más de 120 años de ignominia colonial bajo Estados Unidos, hemos desplegado una «preferencia» visceral y preexistente por la parálisis. El estancamiento es evidente, y está relacionado a, o produce, un modo de vida apolítico, desmovilizado, caracterizado por un individualismo que no aspira a la acción colectiva y concertada. Las raíces de ese estancamiento están, también, en el periodo colonial bajo el imperio español. Tal anquilosamiento se refleja en casi todos los aspectos de nuestra vida colectiva.
La parálisis, que es evidente en la duradera condición colonial, proviene de un conjunto de modos de ser, de hacer –y de no hacer– arraigados en nuestra cultura, los cuales son subterráneos, casi imperceptibles, pero determinantes de nuestra «personalidad colectiva». Ser colonizados ha tenido mucho que ver con la cristalización de muchos rasgos de tal personalidad. Como ocurre con el capitalismo, el colonialismo produce sociedades con rasgos que dificultan el que los colonizados despierten de su marasmo. La dominación española se caracterizó por el abandono a su suerte de la sociedad colonial, seguido por reformas económicas que capitalizaron sobre el abandono de tres siglos que las precedieron. Esas reformas produjeron lo que José Luis González llamó «una segunda colonización»,[3] esta vez de la población jíbara de la montaña. A partir de la presencia estadounidense, vivimos bajo un imperialismo capitalista, lo que conlleva dos tipos de dominación que se refuerzan entre sí.
El tiempo estático y la desmemoria
En los albores de la década de 1970, Carlos Fuentes nos ofreció su visión de la historia y la cultura mexicana. [4] Según Fuentes, el tiempo en México nunca ha sido lineal, en el cual se pasa de una etapa a otra; pues el tiempo mexicano se caracteriza por la simultaneidad: «todos los tiempos están vivos, todos los pasados son presentes».[5] Que todos los tiempos se preserven responde a que «ningún tiempo mexicano se ha cumplido aún».[6]
Sostuvo Fuentes que en México se da una «paradoja de las promesas», pues al cumplirse, las promesas «se destruyen y, al permanecer incumplidas, viven eternamente».[7] En su país abundan «las ruinas del origen, de proyectos vitales prometidos y luego abandonados o destruidos por otros proyectos, naturales o humanos».[8] Una de esas promesas incumplidas es la Revolución Mexicana (1910–1917), abandonada por una emergente clase burguesa, los gobiernos estaduales, y el estado centralista con sede en el D.F., dominado durante ochenta años por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
La historia mexicana post colombina comienza en 1519 con el cumplimiento del prometido regreso de Quetzalcóatl, encarnado en Hernán Cortés. Esa promesa cumplida destruyó la civilización mexica (azteca) y significó la subyugación de todas las naciones indígenas del México precolombino. Así que «el tiempo del México antiguo, en la conquista, cumplió su promesa sólo para encontrar su muerte».[9]
¿Cuáles son las características del «tiempo puertorriqueño»? El tiempo en Puerto Rico es estático, sin recuerdos ni promesas, sin pasado ni futuro, sin orígenes ni utopías. Ocurre que a los puertorriqueños nos caracterizan la falta de ambición y la ausencia de memoria. No se trata de que como individuos carezcamos de ambiciones o de sueños, aunque muchos somos también así. Es más bien que carecemos de ambiciones que requieran proyectos colectivos. Cuando se trata de Puerto Rico, somos resignados, casi indiferentes: «a la buena de Dios». En nosotros domina el individualismo y una modalidad del pensamiento concreto, en la cual la abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» no produce sensaciones de compromiso y urgencia que nos muevan a la acción.
Nuestra resignación nos presenta ante el mundo como entes pasivos, a la espera de tiempos mejores –que bajen cual maná del cielo– sin molestarnos en actuar. En Puerto Rico, ni la población ni la élite política/burguesa se han ocupado de plantearse la deseabilidad de la acción, que por necesidad significa aspirar a un grado importante de control sobre nuestro destino colectivo. Ello a su vez requiere atrevernos a cometer errores, en lugar de sufrir los errores y vejámenes del otro imperial, que se derivan de la implantación de su agenda, diseñada para su beneficio. Casi toda la acción, el grueso del protagonismo, ha recaído en los capitalistas de Estados Unidos, mientras que el llamado gobierno federal –con la alianza del «gobierno local»– les ha facilitado el ejercicio de su rapacidad.
Nuestra pasividad asegura que las transformaciones las planifiquen otros a base de sus intereses, no de los intereses y bienestar de los puertorriqueños. Los cambios que ocurren son mayormente producto de los designios del imperio y de sus capitalistas, aunque siempre con una relevante participación de lo que Pedro Cabán ha llamado el «estado colonial» (que ha tenido tres encarnaciones, bajo las Leyes Foraker y Jones entre 1900 y 1952, y bajo la Ley 600 hasta hoy). [10] Que los proyectos de otros nos beneficien en alguna medida es menos importante que el hecho de que no son nuestros proyectos; y que, como ha ocurrido, a la corta o a la larga los beneficios se hacen sal y agua. [11]
Distinto de México, en Puerto Rico lo indígena dejó pocas huellas: pizcas en la genética, en la toponimia, en algún que otro utensilio o instrumento percusivo. Las mismas no son suficientes para recordar que hubo un pasado taíno y precolombino; no fueron suficientes para insertarse en el imaginario y cosmovisión de los puertorriqueños. Mientras los indígenas mexicanos, guatemaltecos, peruanos, bolivianos, no desaparecieron ni se asimilaron gran cosa, los de las Antillas se esfumaron. Acaso eso también ha contribuido a nuestro presentismo sin pasado, al olvido de una gente que nunca grabó recuerdos. [12] Es fácil olvidar lo que nunca tuvo cabida en nuestra memoria colectiva.
Además de desaparecer, los taínos no dejaron ruinas monumentales. Sus construcciones eran perecederas, excepto por algunas piedras que grabaron con dibujos, las cuales hallamos en alguna concentración en dos parques ceremoniales, en Ponce y Utuado. No hay un pasado monumental precolombino que admirar. No hubo en Borikén ciudades esplendorosas ni pirámides u otras construcciones impresionantes. No hubo un Chichen Itzá, ni una Teotihuacán o Machu Pichu. Ante ello, no es de extrañar que no apreciemos el pasado precolombino, el cual en todo caso se nos antoja modesto, secundario, quizás típico de islas.
Es en los continentes donde se forjan las grandes civilizaciones: Bajo esa y otras conceptualizaciones erróneas, y con una herencia histórica modesta, que percibimos como carente de gestas heroicas y de arquitectura e ingeniería indígenas, no nos hemos embarcado en la vía alterna de vernos y hacernos grandes a base de la voluntad de construir. No hemos imaginado una civilización isleña que sea digna de que luchemos, vivamos y muramos en ella, y hasta por ella. Así de pesada es la carga de la cultura, que se forja en el pasado –se recuerde o no, se sepa o no de dónde provienen nuestras actitudes. De nuevo, no debe ser un misterio que la cultura puertorriqueña ha estado determinada en grado importante por el imperialismo y sus efectos sicológicos, económicos, sociales, y políticos.
El boricua despliega un particular individualismo, sobre todo en cuanto «jaiba» (cuya definición es una persona lista, astuta, marrullera; mientras que marrullería es astucia tramposa o de mala intención. Hoy, el neoliberalismo globalizado es la encarnación cabal de la jaibería así definida). Quizás la fuente primaria de la jaibería puertorriqueña es la ausencia de la acción concertada, producto a su vez de la carencia de ambiciones de una mejor vida para el colectivo. Quienes despliegan escasa conciencia comunitaria no se detienen a tomar en cuenta el impacto en los demás el acto antisocial de salir adelante mediante la trampa, la indolencia, o la burla a las normas escritas y no escritas que pretenden gobernar la convivencia. Se trata, propongo, de una retroalimentación desafortunada por perniciosa: El individualismo no ha dado paso a la acción concertada; la ausencia de vida política ha reforzado al individualismo.
Fuentes afirmó que «la historia de México es una serie de ‘Edenes subvertidos’ a los que quisiéramos a un tiempo regresar y olvidar».[13] El único Edén que hubo en Puerto Rico fue la soledad del aislamiento, sin pasado ni futuro. Por tres siglos y medio –16, 17, y 18, y hasta la mitad del 19– la escasa población de «la Isla» estuvo, precisamente, aislada. Ese aislamiento no sólo fue con respecto al mundo exterior, sino a la ciudadela militar de San Juan Bautista. Así aislados, los proto jíbaros y jíbaros sobrevivieron mediante el contrabando y la agricultura de subsistencia, al margen de la actividad de la ciudad fortificada y de la corte de Madrid: olvidados por los capitanes generales y por la monarquía española –la cual no era más distante que los primeros. Mientras tanto, los esclavos vivían aislados en las pocas plantaciones azucareras que existieron en ese periodo.
En ese aislamiento de los siglos formativos no se conocía el cambio; ocurría nada; nadie visitaba, nadie llegaba con nuevas formas de ver y hacer, mucho menos con libros e ideas. [14] El tiempo congelado no da paso a la organización y acción comunitaria, la cual sólo se requiere cuando hay deseo o necesidad de acción. En el tiempo sin tiempo en el que vivía esa población mayormente analfabeta no había cabida para la política.
El modesto idilio del aislamiento montañés se desmorona en el Siglo 19, de manera súbita y violenta. Los estancieros, muchos de los cuales no habían inscrito su tenencia sobre la tierra –la cual era reciente, pues la propiedad privada no se permitió hasta fines del siglo 18– perdieron sus terrenos; pasaron a ser jornaleros –cuasi esclavos de los hacendados extranjeros, quienes se dedicaron mayormente al cultivo del café. La nueva situación generó gestos individuales de resistencia, pero muy poco o ningún intento de colectivizar el agravio para convertirlo en motor de acción.
Es decir, los jíbaros del siglo 19 carecieron de poder alguno para enfrentarse a los designios reales y a los nuevos terratenientes extranjeros –mayormente corsos, mallorquines, y catalanes. Sin una tradición de organización, deliberación y acción comunitaria, tampoco fueron capaces de reinventarse para enfrentarse a las nuevas circunstancias. Por su parte, los esclavos, ubicados en la zona costera (donde el azúcar tuvo su boom en el mismo siglo 19) ya conocían la violencia, a la que se añadió siempre el aislamiento e impotencia que viene con la condición de esclavos.
Esa vida en la montaña produjo una exigencia apenas disimulada de que nadie se destaque, y que nadie pretenda organizar a la comunidad para exigir, para tomar acción. Con excepciones focalizadas como Lares en 1868, la norma fue que no hubo comunidad que optara por la organización o la rebelión. Además, ante el trauma del régimen de la libreta, esa cuasi esclavitud en los cafetales de los hacendados recién llegados, el individualismo del jíbaro se tradujo en una profunda desconfianza hacia los poderes públicos y sus proyectos de reforma o deforma. También ha servido para acentuar su noción de que cada cual tiene que buscar su beneficio. [15]
Como al tiempo puertorriqueño también lo caracteriza el olvido, al no recordarse lo pasado tampoco se concibe un futuro. Ya que la pasividad es consecuencia y causa de que nada cambie, de que todo permanezca impávido, no hay razón para recordar –pues el tiempo se concibe como estático y la pasividad es producto del deseo de aferrarse a ese tiempo paralizado. El pavor que sentimos ante la mera posibilidad de cambios devela esa corriente subterránea: nuestra comodidad con, y preferencia por, el reconfortante estancamiento. De ahí el título de la novela decimonónica de Manuel Zeno Gandía: La charca.
Acostumbrados a vivir el presente sin cualificarlo con el pasado, sin recurrir al pasado para entender el cómo y por qué del presente, se recibió al americano con beneplácito, mientras se paralizaba en el tiempo la aversión hacia los españoles y extranjeros que nos habían explotado, o hacia los otros boricuas que también nos habían vejado. Y es que «el americano» no había sido el victimario de los jinchos de la montaña ni de los esclavos y descendientes de esclavos de la costa. Con respecto al nuevo amo, ni siquiera era necesario hacer borrón y cuenta nueva. Ante ello, nunca nos tomamos la molestia –ni entonces, ni ahora– de conocer la historia de Estados Unidos. A la irrelevancia de nuestra historia añadimos la de la historia del invasor imperial del norte. Somos ahistóricos por partida doble.
A partir de la segunda mitad del siglo 20, el complejo capitalista-publicitario añadió nuevos promotores de la amnesia: como todo se puede comprar, y la comodidad y el entertainment son lujos al alcance de ricos y pobres, nos podíamos olvidar del vasto conocimiento artesanal, agrícola, musical, poético, que por siglos se forjó en la montaña y en la costa. Nos volvimos dependientes del mercado, consumiendo una cultura popular manufacturada en estudios de televisión, casas disqueras y agencias de publicidad, y comprando hasta el agua que tomamos. Desde mediados del siglo 20, vivimos aislados en las casas y los automóviles, que proveen toda la autosuficiencia que se nos condicionó a esperar.
Sin memoria y sin destrezas, el modo de vida consumista nos ha reducido a ser narcisistas hipnotizados por nuestros ombligos; a ser eternos infantes, incultos y sin brújula. Ante todo, nos resignamos y conformamos con poco. La muchedumbre sin cohesión ni acción se tornó en un ejército de consumidores sin socialización, más desmovilizados que sus ancestros. [16] Las transformaciones que se han dado en Puerto Rico, siempre impuestas por fuerzas económicas y actores políticos cuyos intereses desconocemos y cuyas tácticas no identificamos ni comprendemos, han sido de forma, no de contenido; superficiales, nunca profundas; cosméticas, nunca sustanciales. El régimen del llamado Estado Libre Asociado ha encarnado a cabalidad tal fenómeno.
En el Puerto Rico bajo España no hubo promesas incumplidas, pues nada se prometió. Durante los 400 años de dominación española vivimos sin promesas; no las exigimos ni las esperamos. La ausencia de promesas no da paso a la decepción. Vivir sin expectativas conduce a vivir sin exigencias, a conformarse con lo mínimo –que es a lo más que se puede aspirar cuando se aspira a nada. Lo vemos hoy, cuando nos conformamos con lo poco que ofrece el capitalismo neoliberal y nuestros corruptos políticos. En los inicios de la dominación estadounidense no pedimos ni exigimos las promesas que sí hicieron algunos representantes del nuevo imperio, notablemente las del General Nelson A. Miles. Por supuesto, las mismas se incumplieron, sin protesta efectiva ni decepción acompañada de acción. Nos resignamos, con la esperanza de que habría ocasiones futuras para sacarle al nuevo imperio la concesión de algún grado de gobierno propio –o de supuestas ventajas materiales.
La anti política: La inacción como ethos
A través de nuestra historia, los puertorriqueños no hemos ejercido poder. Ya que no somos dados a la acción concertada, los puertorriqueños nos seguimos negando la posibilidad de tener algún grado de poder. Hemos rehuido del tipo de acción que es capaz de generar y potenciar al poder. Nuestro individualismo cerrero y miope es lo único que nos ha quedado para lidiar con la vida, lo cual ha facilitado el estado actual, en el que el país lo compran los amigos de los Fortuño y Pierluisi de la vida, mientras estos últimos usan la gobernación para fungir como brokers de quienes capitalizan el desastre.
La población puertorriqueña ha sido bombardeada por unos saberes impuestos por quienes sí ostentan poder, [17] que incluyen, por supuesto, las supuestas bondades democráticas y morales de Estados Unidos, y la necesidad de una etapa de tutelaje antes de considerar, cuando menos, hacernos co-gobernantes. Esa etapa de tutelaje nunca ha concluido. Seguimos siendo gobernados por el otro imperial, y dominados por un capitalismo corporativo que es ciego a los humanos, cuyas vidas destruye de múltiples maneras.
Carecemos de poder, el cual se obtiene a través de la acción
Lukes incluye en el concepto de «poder» (power) «las capacidades de los agentes para lograr efectos significativos, específicamente al adelantar sus propios intereses y/o afectar los intereses de otros». [18] Ello implica que el poder es un concepto atado al de «disposición» o capacidad, pues quien posee poder puede o no utilizarlo, puede o no llevar a cabo actos afirmativos para usarlo. El poder es la capacidad para actuar, se utilice o no, se actúe o no. [19]
Al aplicar esa visión del poder, se habla de «las capacidades de los agentes sociales»,[20] ya se trate de individuos o de colectividades de diversos tipos. Lukes se refiere, por lo tanto, a las facultades humanas cuya activación depende de la voluntad de quien las posee; aquellas a través de los cuales el agente produce cambios en lugar de pasivamente experimentar cambios. [21] Lo mismo aplica a los agentes colectivos, sean estados, instituciones, asociaciones, alianzas, o movimientos y grupos sociales. Cuando la colectividad es capaz de actuar, se dice que tiene poder, el cual puede o no activarse. [22] El poder, así definido, no se limita a la capacidad para tener dominio sobre otros. [23]
Esa concepción del poder se ata al truismo de que los proyectos colectivos requieren de la acción: sólo se pueden gestionar y lograr mediante la actividad. Se trata, por lo tanto, del tipo de acción que es consustancial con el quehacer que llamamos «política». Ejercer poder, hacer política, requiere «organizarse y actuar juntos para un propósito común».[24] Lo político es acción concertada, la cual manifiesta y también genera poder; y las actividades que generan poder incluyen asociación, comunicación, reuniones, deliberaciones, resoluciones, planes, e implantación de los planes. En Puerto Rico no tomamos acción, porque la acción sólo es posible entre muchos, entre varios al menos. [25]
Al «no tomar acción» nos hemos negado un tipo de felicidad, la misma de que hablaron John Jay, John Adams, Thomas Jefferson y los líderes de la Revolución Francesa cuando descubrieron los efectos en ellos del ejercicio de la política –pensar, debatir y actuar para el logro de metas colectivas. Esa actividad les producía una particular sensación de éxtasis –la cual, observo yo, parece estar conectada con los efectos en el cerebro humano del neurotransmisor conocido como dopamina. [26] Hoy, esos efectos los conseguimos con los likes que obtenemos al publicar en las llamadas redes sociales (social media), lo cual no es un sustituto adecuado, sea práctico o sicológico, de la acción política.
Como ocurre con frecuencia en todas las latitudes, nuestros partidos políticos han sido la creación de un grupo que a la vez los controla, y dicta «a los de abajo» lo que se hará; y esos partidos a su vez se han caracterizado por su incapacidad para, o desinterés en, generar cambios. Organizados en partidos, los dirigentes puertorriqueños han exhibido una constante tendencia hacia la retórica y la pedigüeñería. Llevamos siglos sin ejercer poder importante alguno.
El boricua busca acomodarse de la mejor manera posible a las circunstancias bajo las cuales le ha tocado vivir, con miras a mejorar sus condiciones individuales y familiares; pero no se plantea la necesidad de hacer algo para cambiar esas circunstancias, con el objetivo de que el conjunto que son los puertorriqueños mejore su vida colectiva. Nos hemos circunscrito a lo que sabemos hacer, y nos hemos concebido incapaces de acometer tareas que nunca hemos intentado. Ante ello, optamos por no intentarlas. No se han estudiado los efectos de nuestra ancestral aversión a la acción conjunta, a no ejercer la política en cuanto acción, experimentación e innovación.
Un régimen sin libertad
La asimetría de poder, primero con respecto a España, y por más de 125 años con respecto a Estados Unidos, es producto de que el dominador tiene y retiene poder, mientras el poder del dominado es casi nulo, a la vez que este particular dominado opta mayormente por la inacción, o por las acciones esporádicas e inefectivas. Hemos escondido la ausencia de acción detrás de la súplica, pero pedir no es un tipo de acción; exigir tampoco lo es. [27] Sin poder, sin acción, no hay transformaciones colectivas.
Ya que sin acción no hay política, nuestros llamados «dirigentes» han tenido que adoptar alguna versión de la vida activa. La que han ejercido es la de la retórica, en exclusión de verdadera acción (excepto el saqueo). Se han circunscrito al reclamo, a la exigencia, a la súplica –y al robo. Por lo tanto, siempre han partido de la debilidad, de la subordinación, de la corrupción. Los dioses mandan; los suplicantes piden, pero se atienen a lo que se les conceda, o se les niegue.
A quien se limita a orar y suplicar no le queda otro camino que resignarse ante los designios de la voluntad divina. Ante los poderes imperiales, los políticos puertorriqueños se han limitado a suplicarles, en espera de que respondan. [28] Cuando han respondido a las súplicas, el casi cien por ciento de las veces ha sido con un NO, aunque a veces velado, un «quizás» o un «no» que parece «sí» –o que los suplicantes quieren percibir como un sí. Con la mediación de nuestros políticos de segunda, nos hemos resignado una y otra vez a los designios de la voluntad imperial. Ese es el patético sino del suplicante.
Ante lo aislados que hemos estado de nosotros mismos, nos hemos mantenido en el desamparo de «la brega».[29] Además de «bregar» como podamos, los boricuas decimos que «es mejor malo conocido que bueno por conocer». Ante nuestra dificultad para hallarle sentido a la realidad –de la cual preferimos escapar– nuestra perplejidad produce, además de la mencionada conformidad o resignación, miedo al cambio; temor o incluso pavor al incierto porvenir. Ello incluye temer más a una tiranía de gobernantes boricuas que a los desmanes de los «americanos».[30] También conlleva preferir la debacle actual al incierto porvenir sin el actual régimen capitalista-imperial a la cabeza. En esa línea, un autor intentó explicar esa aparente predisposición nuestra a que se nos gobierne «desde afuera»:
Luis Muñoz Marín creía que históricamente los puertorriqueños siempre hemos preferido una distante y benévola tutela extranjera a cualquier autoritarismo del patio. Nuestra larga historia como un pueblo distante y al margen de un estado nacional, propio y metropolitano, nos ha hecho tan anárquicos que jamás nos ha seducido el canto de sirena de la independencia formal. Esto último es una de las fundamentales seguridades de nuestra etnocéntrica nacionalidad.[31]
Y añadió: «Nunca nos hemos sentido muy inclinados a hacer sacrificios por ideologías políticas. Nuestro escepticismo político en este sentido es ancestral, antiguo, cultivado durante quinientos años de coloniaje, quizás consuelo algo cínico ante el hecho de siempre haber sido un país pequeño, pobre y marginal». [32] Rodríguez Juliá sugirió ciertos factores que pueden explicar la encerrona colonial puertorriqueña. Estos incluyen la dependencia económica, que nos acerca a la «estadidad» o anexión, mientras que nuestro fuerte «perfil cultural propio» nos «aleja de la estadidad; pero no nos acerca a la independencia, devolviéndonos, una y otra vez, al pantano colonial del E.L.A.»[33]
En México, destaca Carlos Fuentes, se institucionalizó la Revolución; es decir, se derrotó la misma para entronizar otro proyecto: el del régimen del PRI y la oligarquía mexicana, por un lado; y el del imperialismo económico de Estados Unidos, por otro. A partir de la década de 1940 se dio en Puerto Rico una supuesta «revolución pacífica», término en extremo patético que pretendió esconder la dura verdad de que se consolidó la dominación capitalista y colonial de Estados Unidos, bajo la nueva encarnación del régimen colonial, conocida como Estado Libre Asociado.
Con la Ley Jones (1917–1952) ya se había inaugurado la segunda etapa del imperialismo capitalista: la fase de la industrialización por invitación, mediante exenciones contributivas, bajos costos y bajos salarios. [34] (La primera fue el monocultivo latifundista azucarero). Luego vino la tercera etapa –la penetración financiera mediante la compra de bonos del gobierno del E.L.A. y de las corporaciones públicas, cuyos dividendos estaban exentos de contribuciones federales– la cual comenzó cuando aún había industrias (particularmente las que se establecieron al palio de la Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos). De hecho, ninguno de esos proyectos capitalistas requería del E.L.A., pues el E.L.A. no menguó los poderes del gobierno de Estados Unidos; no cambió el alcance de la hegemonía burocrática, legislativa y judicial del gobierno estadounidense en Puerto Rico.
Los saberes que nos han impuesto han sido adoptados y adaptados por actores puertorriqueños, quienes han sido sus principales fotutos. Sin una tradición de organización comunitaria ni de deliberación y acción política, carecemos de las herramientas que nos permitan resistir la imposición de esos saberes y oponerlos con saberes de nuestro cuño. Los puertorriqueños hemos carecido de poder, y no hemos sido libres. Aquí me permito recurrir de nuevo a la definición de libertad que elaboró Hannah Arendt: Libertad no es otra cosa que auto gobernarse. [35] Gobernarse, por supuesto, es ejercer el tipo de acción que llamamos política. Es decir, libertad es participar en la tarea de gobernar: el auto gobierno o gobierno propio. Bajo esa óptica, en Puerto Rico nunca ha existido algo parecido a un régimen de libertad.
Coda
Los tres primeros siglos de la colonia española que terminaría llamándose Puerto Rico se caracterizaron por la escasa población, la limitada explotación económica, y el abandono por la Corona de la mayoría de la población. El gobierno imperial atendió solamente las necesidades de la ciudadela de San Juan, dado su rol en la defensa de la América colonial. En esas condiciones, no es de extrañar que no se dieran desarrollos intelectuales, económicos y políticos que llevasen a la población o a su élite a unirse al reclamo de independencia que se dio en Cuba, Santo Domingo y, antes, en la América hispana continental.
Los efectos sicológicos, sociales, culturales y políticos de la particular experiencia colonial bajo España facilitaron, no solo la longevidad de la dominación española, sino la duradera dominación de Estados Unidos. Abundo sobre eso en el capítulo siguiente.
El momento actual y la urgencia de la acción
Nos encontramos en una encrucijada. La crisis social, económica, y política de Puerto Rico es más profunda de lo que nos atrevemos a concebir, admitir, o internalizar. Al removerse el endeble piso sobre el que nos sosteníamos, los paradigmas prevalecientes dejan de aplicar o se tornan inútiles. Si es que alguna vez fue adecuado, el mapa ya no describe al terreno. Resulta difícil adaptarse a una nueva realidad, pues carecemos de la suficiente claridad de pensamiento para comprender lo que ocurre y por qué.
Esta particular tormenta ha traído, y continuará produciendo, miseria, desolación y desesperanza. Además, estamos bajo la dominación de un país que atraviesa su propia crisis, la cual lo desfigura y desintegra, a punto de sucumbir a un pleno autoritarismo neoliberal, plutocrático y neofascista. Cuando nihilistas administran el sistema político en nombre de la avaricia de unos pocos, todo lo que aprendimos desde que éramos infantes deja de aplicar. Lo que ya ocurrió en Estados Unidos entre 2017 y 2021, bajo la presidencia de un narcisista destructor y sus habilitadores, es una ilustración clara de eso.
En el Estados Unidos de 2020, decenas de millones fueron abandonados a su suerte, sin empleo y sin apoyo institucional o social, en peligro constante de contagio por un nuevo virus. Cientos de miles perecieron, mientras el presidente Trump recomendaba la inyección de líquidos de limpieza industrial. Y ése es un país productivo y rico –aunque con males estructurales notables, incluso una abismal desigualdad de su riqueza, concentrada cada vez en menos manos. Para entonces, en Puerto Rico los muchos estábamos ya en crisis, sin trabajo, sin ingresos o con ingresos insuficientes, tratando de instalarnos o reinstalarnos a un mercado laboral que es un fantasma. Reinventarse toma tiempo; y tiempo es de lo que carecemos. A su vez, la emigración masiva y la corrupción aumentaron la desolación de la Isla.
La amoralidad de la clase política puertorriqueña parece no conocer fondo. Como la de su vil antecesor inmediato, la administración de la gobernadora Vázquez (2019–2021) desplegó carencia de empatía, pericia e intelecto. Sus actuaciones ante las crisis de 2020, desde los terremotos hasta la pandemia, fueron atroces. No hubo atisbo de compasión, ni de interés en aliviar el sufrimiento rampante. Pierluisi (2021-¿2025?) fue cortado de la misma tela. Mientras tanto, la crisis crónica del modelo sociopolítico de Puerto Rico lleva más de 50 años sin atenderse.
A propósito de moral, me parece atroz apuntar a la dependencia para sostener que es fútil esperar que rompamos con Estados Unidos. Usar la dependencia como excusa o justificación para mantener la colonia es una muleta sicológica que contribuyó al presente precipicio moral, por lo que no sirve para salir del hoyo. Además, apuntar el dedo a la dependencia no es ser realista; es ser escapista, es buscar la salida fácil. El camino fácil lleva al abismo.
Las llamadas transferencias federales aseguran el consumo de bienes y servicios americanos, pues es mayormente un subsidio al capitalismo estadounidense, y es indicio de la malignidad de un modelo que le sirve a ese capital, mientras sigue destruyendo lo que queda de nuestra fibra moral. Hay indicios de que esos paliativos desaparecerán más temprano que tarde. Cuando eso ocurra, la miseria –moral, ecológica, y económica– será entonces casi absoluta; a menos que para entonces hayamos desechado las prácticas que producen la presente parálisis, incluso neutralizarnos unos a otros con nuestras divisiones y malas actitudes.
Todo discurso pesimista –fatalista– que acepte la inevitabilidad de la dependencia, y de sus consecuencias sicológicas y morales, es otra muestra de la temeridad de sostener un orden social sobre bases de esa calaña. Tal discurso es también otra manifestación de que el proyecto de la posguerra fracasó. Ese fracaso, es de notar, está conectado no sólo a su carácter colonial y capitalista –siempre para el beneficio principalísimo de los adinerados estadounidenses y los inescrupulosos «del patio»– sino a su anquilosamiento, a su perpetuación, incluso a partir de que se hizo evidente que era deficiente y que se requería reformarlo o descartarlo.
Una sociedad no se puede construir ni desarrollar desde la ignorancia y la desidia. Tampoco desde la fantasía, desde la actitud de negarse a enfrentar la realidad humana –política, cultural, histórica– de la dominación de una nación por otra, ni la de sus males de nación intervenida y estática. El progreso material y moral es imposible desde el estancamiento. Tal progreso requiere acción, reformas profundas, cambios radicales, luchas incesantes. Lo contrario –el conformismo, la inacción– es por definición fuente de atraso y de torpeza moral. La tarea primordial y más urgente, por lo tanto, es un cambio radical de mentalidad.
Luego de más de un siglo de dominación colonial estadounidense, la característica central de la cultura puertorriqueña es su tendencia –poderosa, avasalladora– hacia la parálisis. El ethos de la estasis lo llevamos a todos los aspectos de nuestra vida colectiva. Habría que sustituir el pesimismo de la estasis por el optimismo de entender que los problemas son inevitables, pero que tienen solución, con acción, creatividad, conocimientos, y una actitud crítica y experimental. Sin embargo, habría que tomar en cuenta que la política en cuanto lucha de poder entre facciones partidistas es un obstáculo a la acción concertada, efectiva, experimental y optimista. Y es que ese tipo de política que ha prevalecido no existe para atender los problemas humanos, sino para dilucidar quiénes ejercen el poder, el cual sirve a su vez para repartir los beneficios producidos por los excedentes, característicos de toda sociedad post paleolítica.
Se habla a la saciedad, ya como un cliché, de la importancia de la educación como medio idóneo e indispensable de transformación social. De lo que se habla poco es de las interrogantes que ello plantea, tales como: ¿Quiénes educarán? ¿Con qué destrezas y herramientas? ¿Con cuáles apoyos sociales y gubernamentales? ¿Con qué mentalidades? Quienes ostentan poder, ¿están interesados en la existencia de una verdadera ciudadanía, una constituida por pensadores críticos y creativos? ¿O creen que sus intereses se salvaguardan mejor si a las masas se nos mantiene como ovejas, sin confianza alguna en nuestra capacidad para prescindir de que se nos diga cómo pensar y qué hacer?
No es con slogans publicitarios ni con perogrulladas que se transforma un país; mucho menos, a base de pronunciamientos que nunca están acompañados de acción ni precedidos por un plan estratégico mínimamente adecuado. También hay que reflexionar sobre la ingenuidad que denota creer que «la educación» es la clave, cuando lo que ocurre fuera de las aulas determina en mayor medida el tipo de ser humano que se forja que lo transcurrido en escuelas y recintos universitarios.
Como podemos observar a través del planeta, un contexto colonial no es el único que da lugar a una sociedad de temerosas ovejas. Además, en toda sociedad estática y medrosa, los maestros, padres y otras figuras de autoridad transmiten las ideas y prácticas que reproducen la parálisis y el pesimismo. Por lo tanto, parecería que hablamos de un problema insoluble. No pretendo tener la respuesta sobre cómo se pueden lograr transformaciones culturales que conviertan paulatinamente a una sociedad estática y pesimista en una dinámica, valiente y optimista. Pero, enfatizo su urgencia.
Ser colonia sería menos malo si viviéramos en una sociedad más dinámica. Claro, se esperaría que una dosis respetable de dinamismo sea antitética a la subordinación política y económica, y a la ignominia del colonialismo. La encerrona actual, que es moral, política, ecológica, social, económica, demográfica, de déficit de viabilidad, es el alto precio a pagar por la parálisis.
[1] Véase Pedro A. Cabán, Constructing a Colonial People: Puerto Rico and the United States 218–219 (1999). A propósito de la historia de futilidad y ausencia de desprendimiento de nuestra clase partidista, Cox Alomar afirma que, «a partir de 1900, nuestras élites políticas, las más de las veces en maridaje y contubernio con el Departamento de la Guerra (a partir de 1934 con el Departamento del Interior) y con los barones ausentes de la industria azucarera se dedicaron a devorar el menguado presupuesto insular y a repartirse los pocos puestos públicos entonces disponibles. Ni la corrupción, ni el clientelismo, ni el patronazgo político son plagas nuevas en nuestro ecosistema político. Todo lo contrario. Gozan de abultado abolengo en la trayectoria histórica de la vida nacional. Por aquellos días, similar a hoy, la mogolla ideológica y programática enturbió el escenario puertorriqueño». Rafael Cox Alomar, La nación en la encrucijada, 84 Rev. Jur. U.P.R. 1239, 1242 (2015).
[2] Frank Otto Gatell, The Art of the Possible: Luis Muñoz Rivera and the Puerto Rican Jones Bill, 17 The Americas 1 (1960).
[3] José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos 22 (1980; 13ra ed. rev. 2018).
[4] Carlos Fuentes, Tiempo mexicano (1971; 2021).
[5] Fuentes, supra nota 4, pág. 12. Otro autor afirma: Mexico is now, in the moment, but it is also in the past. … [H]istory and the moment. To think of Mexico only in one epoch or another is to lose sight of it entirely. Earl Shorris, The Life and Times of Mexico 12 (2004). Paz lo expresó así: «[En México] varias épocas se enfrentan, se ignoran o se entredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. … Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes». Octavio Paz, El laberinto de la soledad 1 (1950).
[6] Fuentes, pág. 12.
[7] Fuentes, pág. 13.
[8] Id.
[9] Id.
[10] Cabán subraya que, «aunque formalmente no es más que una extensión burocrática del gobierno metropolitano, el estado colonial no ha sido simplemente una agencia reguladora y de cumplimiento. Con el tiempo sus funciones han cambiado a la vez que el estado colonial ha obtenido relativa autonomía para mediar en el contenido y dirección del cambio social y económico. Es también un actor dinámico que promueve cambios fundamentales en la economía». Cabán, supra nota 1, pág. 8. Ese rol del estado colonial ha menguado considerablemente desde que Cabán publicó su libro (en 1999), sobre todo a partir de 2016, con la muerte de la ya menguada autonomía del gobierno del Estado Libre Asociado. Esa muerte fue causada por la aprobación e implantación de la ley federal conocida como PROMESA. Cabe decir que el E.L.A. duró desde 1952 hasta 2016, y que a partir de ahí el estado colonial se transformó, con la Junta de Control Fiscal creada por PROMESA al mando.
[11] Véase, e.g., Ronald Fernandez, The Disenchanted Island: Puerto Rico and the United States in the Twentieth Century (1992).
[12] Sobre los indígenas de México, Fuentes preguntó: «¿Vamos a arrebatarle a toda esa gente maravillosa su comunidad y su cultura reales, una cultura que no está en los museos, sino en los cuerpos, en la manera de caminar, en la manera de saludar, de bailar, de imaginar, para imponerles los fetiches del racionalismo y el progreso que nos vienen del siglo xviii?» Fuentes, supra nota 4, pág. 43. Para este autor, «el gran desafío del mundo indígena consiste en obligarnos a dudar sobre la perfección, la perennidad y la inteligencia de ese progreso que, como dijo Pascal, siempre termina por devorar cuanto crea». Fuentes, pág. 44.
[13] Fuentes, supra nota 4, pág. 12.
[14] Los libros ni siquiera llegaban a la ciudadela fortificada de San Juan. Véase Silvia Álvarez Curbelo, Un país del porvenir: El afán de modernidad en Puerto Rico (siglo xix) 11–12; 59 (2001). Tapia llamó a esa etapa «tres siglos de letárgica y rutinaria ignorancia». Alejandro Tapia y Rivera, Mis memorias 66 (1967), citado en González, supra nota 3, pág. 67.
[15] Para detalles sobre el sistema de la libreta, véase James L. Dietz, Historia económica de Puerto Rico 67–78 (2da ed. 2018).
[16] «Resignarse ante todo o conformarse con poco: ¿serán estos los signos del tiempo de Nuestra Señora de Pepsicóatl para los millones de seres humanos trashumantes que viven en el margen de nuestras ciudades? El desarrollo moderno de México se ha entendido como un hecho suficiente, bueno en sí, ajeno a todo calificativo cultural. Por eso, finalmente, ha sido un fracaso». Fuentes, supra nota 4, pág. 41.
[17] Véase Michel Foucault, Power (James D. Faubion, ed. 2000).
[18] Steven Lukes, Power: A Radical View 65 (2nd ed. 2005) (traducción mía).
[19] Id.
[20] Lukes, supra nota 18, pág. 71.
[21] Id.
[22] Lukes, pág. 72.
[23] Lukes, pág. 73.
[24] Hannah Arendt, On Revolution 116 (1963).
[25] Hannah Arendt, Crises of the Republic 6 (1972) (action is of course the very stuff politics are made of).
[26] Arendt, supra nota 25, pág. 203: Acting is fun. [What those eighteenth-century men called] “public happiness” … means that when humans take part in public life, they open up for themselves a dimension of human experience that otherwise remains closed to them and that in some ways constitutes a part of complete “happiness.”
[27] Arendt, supra nota 24, págs. 116; 174: Even where the loss of authority is quite manifest, revolutions can break out and succeed only if there exists a sufficient number of men who are prepared for its collapse and, at the same time, willing to assume power, eager to organize and to act together for a common purpose. The number of such men need not be great; ten men acting together, as Mirabeau once said, can make a hundred thousand tremble apart from each other [;] the specifically American experience had taught the men of the Revolution that action, though it may be started in isolation and decided upon by single individuals for very different motives, can be accomplished only by some joint effort.
[28] Nos dice González que, al fundar la Liga de Patriotas en 1898, Hostos «hace claro que quien estaba en … estado de postración no era únicamente la masa popular, sino también la élite intelectual de la que tanto cabía exigir en aquel momento [del llamado cambio de soberanía]: ‘a fuerza de enviciados por el coloniaje, ni aun los hombres más cultos de Puerto Rico se deciden a tener iniciativa para nada, ni a contar por completo consigo mismos, ni a dejar de esperarlo todo de los representantes del poder’». González, supra nota 3, pág. 70 (citando a Eugenio María de Hostos, El propósito político de la Liga de Patriotas, en 5 Obras Completas 26–27 (1939)).
[29] Véase Arcadio Díaz Quiñones, El arte de bregar 20 (2000): «Bregar es, podría decirse, otro orden de saber, un difuso método sin alarde para navegar la vida cotidiana, donde todo es extremadamente precario, cambiante o violento, como lo ha sido durante todo el siglo 20 para las emigraciones puertorriqueñas y lo es hoy en todo el territorio de la isla».
[30] Raymond Carr, Puerto Rico: A Colonial Experiment 242 (1984).
[31] Edgardo Rodríguez Juliá, Musarañas de domingo 221 (2004).
[32] Rodríguez Juliá, supra nota 31, a la pág. 222. Otro autor analiza en detalle el déficit de activismo radical o de cambio social, incluso en los sectores que se esperaría que promuevan el cambio o sean sus agentes catalíticos, tales como los obreros o los estudiantes.
[33] Rodríguez Juliá, supra nota 31, pág. 225. Sobre ello, este autor añade: «Las cuitas eternas del estadoísmo son estas: Por más que cacareemos nuestra ciudadanía y protestemos ante la historia, somos un país aparte, ¡no somos americanos! Las contradicciones a que se enfrenta el estadoísmo son enormes, quizás insuperables. Es la herencia política del Estado Libre Asociado. Muy posiblemente prevalezca, al menos por otra generación, esa mezcla del arte de lo posible y el oficio de la insuficiencia colonial que es el E.L.A. Quizás lo único permanente de nuestra situación colonial es su eterna provisionalidad». Rodríguez Juliá, pág. 227.
[34] Dietz, supra nota 15, pág. 315.
[35] Arendt, supra nota 24, pág. 32 (freedom … is participation in public affairs, or admission to the public realm); pág. 33 (freedom [is] the political way of life); pág. 119 (freedom consists in having a share in public business).