5 — Cerro Maravilla y el terrorismo de estado

Roberto A. Fernández
15 min readJul 14, 2023

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Rosado yace moribundo, antes de que los policías también asesinen a Soto Arriví.

Siempre hay que contar con la maldad, la ignorancia y la estupidez humana.

Lcdo. Marcos A. Ramírez Irizarry (1917–2001)

La represión bajo el régimen estadounidense ha sido constante: la represión e incluso criminalización contra aquellos que abogan o luchan por la independencia; la Masacre de Ponce de 1937; el secuestro, tortura y asesinato de jóvenes como Santiago Mari Pesquera, muerto a los 23 años, y Carlos Muñiz Varela; las llamadas carpetas; y el entrampamiento y asesinatos en 1978 en Cerro Maravilla, no solo son instancias de represión, sino de terrorismo de estado. [1]

La verdad es inconveniente para gobernantes y gobernados. Desde su plataforma de poder, los primeros hacen uso de las armas de la publicidad y la demagogia para difundir mentiras plausibles o medias verdades. Los gobernados procuran creerles, y así mantener la ilusión de que «todo está bien».

Tergiversar los hechos, presentar los acontecimientos de manera deshonesta, recurrir a el uso de técnicas de la publicidad para crear imágenes y así esconder o ignorar la sustancia, recurrir a la demagogia, tomar el camino oscuro y luego justificarlo «hasta que el infierno se congele»: muchos políticos y funcionarios públicos eligen todo eso y cosas peores. El primero de esos entes que mostró a mi generación ese lado pérfido de la humanidad y de la vida pública fue el gobernador de Puerto Rico entre 1977 y 1985.

El martes, 25 de julio de 1978, estaba yo en Bayamón participando en la parada del gobierno del E.L.A. Tenía entonces 14 años de edad. Tres semanas antes había participado en la parada del 4 de julio, en San Juan, como miembro de la Banda Escolar de Cidra. Ese fue un día tenso, debido a un incidente en el consulado de Chile en el cual unos alegados activistas pro independencia tomaron a varias personas como rehenes.

No fue hasta que regresamos de Bayamón que nos enteramos del anuncio del gobernador “estadista” Carlos Romero Barceló sobre un «ataque terrorista» a unas torres de comunicaciones, y la «gesta» de los policías que, según Romero, eran héroes por evitar el ataque. En el incidente, anunció el gobernador muy ufano, los policías hirieron de muerte a dos «terroristas». En la historia colonial de Puerto Rico, ese 25 de julio opacaría al anterior 4 de julio.

Dos años después, estaba con mi familia viendo en televisión las entrevistas de Carmen Jovet a Julio Ortiz Molina y a Romero Barceló. Esas entrevistas me impactaron, pues mi instinto me indicaba que el morador de La Fortaleza era mendaz y demagógico, y que el chofer de taxi era honesto y veraz, un hombre que insistía en una verdad que solo le había traído angustia. Esa noche, frente al televisor, lloré la muerte de Arnaldo Darío Rosado Torres y Carlos Enrique Soto Arriví.

Rara vez se puede especificar un evento, un solo momento en el cual de súbito se pierde la inocencia; cuando se percibe por vez primera que el mundo es un lugar mucho más incierto y peligroso de lo que te ha parecido en tu corta vida. Esa noche de 1980 fue el comienzo en mí de un realismo que ha sido puesto a prueba desde entonces con bombardeos propagandísticos y con nuevas tentaciones para creer que todo está bien.

El chofer de taxi le relató a Carmen Jovet que, cuando lo llevaron fuera de la escena, dejó vivos, desarmados e ilesos a los dos jóvenes; para luego, junto al policía Quiñones, escuchar disparos adicionales. Esos fueron los disparos con los cuales varios agentes de la Policía de Puerto Rico le quitaron la vida a los «terroristas». En la entrevista con Jovet, y en ocasiones anteriores y posteriores, Romero Barceló llamó mentiroso a don Julio Ortiz Molina –«siempre habla quien menos puede», decimos los jíbaros– pero el chofer era veraz, y Romero arriesgaba mucho si se investigaba con seriedad lo que ocurrió. (No se ha enfatizado lo suficiente que la prueba pericial –la prueba balística, las autopsias– contradijo desde el primer día la versión fantástica y absurda de los policías).

En las elecciones de dudosa legitimidad de 1980, Romero Barceló resultó ganador, pero su partido perdió el control de la legislatura. La investigación legislativa sobre lo que ocurrió en Cerro Maravilla, que comenzó a principios de 1981, fue posible porque el partido de oposición controlaba el Senado, bajo la presidencia de Miguel Hernández Agosto, un político sagaz y articulado. Durante el primer cuatrienio de Romero Barceló como gobernador, la mayoría en la legislatura estaba compuesta por miembros de su Partido Nuevo Progresista. El Senado, entonces presidido por el ex gobernador Luis A. Ferré, no investigó lo que ocurrió; tampoco investigó la Cámara de Representantes, entonces presidida por Angel Viera Martínez.

Con toda probabilidad, el Senado del PPD no habría investigado si el primer ejecutivo en 1978 era Rafael Hernández Colón y los asesinatos y el encubrimiento ocurrían de todas maneras. Claro, eso no cambia el hecho de que la investigación fue un ejercicio legítimo de las facultades legislativas del Senado. Pero no es menos cierto que esa investigación fue posible por el fortuito resultado de las elecciones de 1980. Ambas realidades, los beneficios de la investigación y el tribalismo partidista –que incluye proveerle apoyo incondicional e impunidad «a los de uno»– hay que tomarlas en cuenta a la hora de estudiar este capítulo de nuestra historia.

Sobre los asesinatos de Soto Arriví y Rosado Torres, me interesa reseñar algo que no se ha enfatizado lo suficiente. Me refiero a ciertos episodios del drama de Maravilla según se escenificaron en los tribunales federales –el del distrito de Puerto Rico y el del primer circuito– incluso el hecho insólito de que los abogados de Carlos Romero Barceló también representaron a muchos de los policías que estuvieron presentes en Cerro Maravilla aquel 25 de julio de 1978, con el propósito de entorpecer la investigación senatorial.

Los hechos de Maravilla

Primero, procede hacer un resumen de lo que ocurrió en Cerro Maravilla, según surgió no sólo de la investigación senatorial, sino de los litigios penales y civiles en los tribunales de Puerto Rico y de Estados Unidos que sucedieron a tal investigación. El líder del grupo que secuestró al chofer de taxi era el agente encubierto Alejandro González Malavé (1957–1986). El plan que les presentó González Malavé a Soto y a Rosado consistía en tomar control de la torre de transmisión del Canal 7 de televisión, y difundir un mensaje en el 80mo aniversario de la invasión de Estados Unidos a Puerto Rico. Al llegar cerca del área de las torres, agentes de la policía los estaban esperando. Varios de ellos dispararon. En la confusión, hirieron en una mano al agente encubierto.

A Soto y Rosado no los hirieron en ese primer tiroteo. Ambos se rindieron y estaban de rodillas bajo la custodia de la policía cuando, minutos después, algunos agentes les dispararon en lo que consistió en dos ejecuciones: a Rosado con una escopeta; a Soto con cuatro disparos de pistola, el último en el pecho, que resultó ser mortal. Los policías luego alegaron que dispararon «en defensa propia». Pero los jóvenes nunca dispararon y se entregaron al concluir la primera ráfaga de disparos, todos hechos por los policías. Luego de varios minutos, los mataron a sangre fría. Tanto el chofer del taxi (Julio Ortiz Molina) como el policía Jesús Quiñones y el celador del Canal 7 Miguel Marte escucharon disparos adicionales (los disparos fatales) varios minutos después de la primera ráfaga de disparos.

La prueba balística y pericial siempre contradijo la versión de los policías, quienes mintieron sobre todo lo que ocurrió, incluso la posición desde la cual dispararon. A modo de ilustración, la fotografía del cadáver de Rosado (tomada por la policía donde yacía inerte, minutos después de su asesinato) indicaba que había muerto a causa de un tiro de escopeta, disparado a cortísima distancia y hacia abajo, mientras que los policías testificaron que dispararon desde el suelo y hacia arriba.

A Soto Arriví le dispararon en una pierna y, al intentar taparse de otro disparo, le hirieron en un brazo. El adolescente les pidió que el próximo tiro fuera a la cabeza, «pa’ no sufrir». El último disparo fue al pecho, dejando al joven moribundo. Murió pocos minutos después, en un carro de la policía.

El gobernador Carlos Romero Barceló estaba en Bayamón, presidiendo la conmemoración de la fundación del E.L.A. Según la investigación senatorial, el mensaje enviado a Romero Barceló desde Cerro Maravilla fue «misión cumplida». Al recibirlo, el gobernador anunció que «unos terroristas» habían muerto, y que los policías eran «héroes».

El drama se traslada al foro judicial

A los asesinatos en Cerro Maravilla le siguieron dos «investigaciones» de las autoridades del gobierno de Puerto Rico, ambas diseñadas para exonerar a los policías de cualquier transgresión a sus deberes y a las leyes penales del país. La investigación del FBI y fiscalía federal fue también deficiente en extremo. La División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia de Estados Unidos también falló en investigar y develar la verdad. El entonces director de esa división, el notorio Drew Days III, se disculpó años después por ese incumplimiento del deber.

Para cuando comenzó la investigación del Senado de Puerto Rico en 1981, los familiares de los asesinados habían presentado en el tribunal federal una acción por violación de derechos civiles contra el gobernador Romero Barceló y varios agentes y oficiales de la policía. El abogado principal de Carlos Romero Barceló en ese litigio era Richard L. Cys, de Verner, Liipfert, Bernhard & McPherson (un bufete con sede en Washington, D.C.). El abogado de Ángel Luis Pérez Casillas –el oficial de más alto rango en Maravilla y jefe de la «misión»– y del resto de los policías (excepto González Malavé) era Héctor M. Laffitte (quien luego, en esa década de 1980, fue nombrado juez federal).

La confrontación entre el Senado y la administración de Romero comenzó temprano en 1981. El entonces Secretario de Justicia del E.L.A., Miguel Giménez Muñoz, se negó a entregar unos documentos que le requirió la Comisión de lo Jurídico del Senado. Se amparó Giménez Muñoz en una orden del Juez de distrito federal Juan M. Pérez Giménez, emitida en el litigio de los familiares contra el gobernador y los policías. Esa orden limitaba la divulgación pública de los documentos que eran parte del descubrimiento de prueba –y de los testimonios en las deposiciones. El juez obligó al Presidente del Senado, Miguel Hernández Agosto, a comparecer al tribunal para inquirir sobre las motivaciones del Senado para llevar a cabo la investigación de Maravilla. Para el juez, la ocasión proveía la oportunidad de intimidar al presidente del senado y de descarrilar la naciente investigación.

El problema con la pretensión del juez era que la inmunidad parlamentaria no permite que foros ajenos al legislativo inquieran sobre las motivaciones de los legisladores. La norma de derecho es que, si el legislador está llevando a cabo una actividad legislativa, no es propio inquirir sobre «sus razones» para tal actividad –mucho menos que el foro judicial o ejecutivo inquieran sobre las mismas. Amparándose en tal norma, e instruido por sus abogados, Hernández Agosto se negó a contestarle al juez por qué se estaba llevando a cabo la investigación (aparte de enfatizar que la investigación era una actividad legislativa legítima para contestar preguntas que las investigaciones de la administración de Romero Barceló no contestaron o no contestaron de manera satisfactoria o convincente).

Ante la negativa de Hernández Agosto, el juez –quien se vio tentado a encontrar incurso en desacato al presidente del Senado– le dio la razón al Secretario de Justicia de Puerto Rico, y dejó sin efecto los requerimientos de documentos de la comisión senatorial. Mas el Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos para el Primer Circuito revocó la orden de Pérez Giménez. [2] Esa fue la primera victoria del Senado y de sus abogados boricuas contra Romero Barceló y sus carísimos abogados, Richard L. Cys, et al. Pero, en 1983, las vistas públicas del Senado se interrumpieron como consecuencia de una orden del Juez Pérez Giménez a petición de un grupo de policías.

Muchos de los policías citados a comparecer en vista pública, presentaron una acción en el tribunal federal para que se les eximiera de comparecer y testificar. El abogado de los policías no fue otro que el abogado de Romero Barceló, Richard L. Cys, del carísimo bufete de Washington, el mismo que los policías no podían pagar. ¿Quién pagó esos honorarios de abogado? Buena pregunta. Dudo que los pobres policías no pagaron esos honorarios.

En una orden de interdicto preliminar, el juez Pérez Giménez no se limitó a prohibir que obligaran a los policías a testificar en vistas públicas, sino que también prohibió hacer públicos los documentos que se obtuvieron del Secretario de Justicia Giménez Muñoz. De nuevo, el Primer Circuito revocó al juez. [3]

Como consecuencia de esa segunda derrota de los obstruccionistas y encubridores, se reanudó la investigación y, ante la presión y ante las contradicciones entre la prueba forense y su absurda versión de «defensa propia», varios de los policías que no halaron sus gatillos admitieron los asesinatos. Eso ocurrió en horas de la noche, durante una sesión ejecutiva de la Comisión de lo Jurídico. Dos senadores del partido del gobernador, miembros de la Comisión, salieron del Capitolio hacia la Fortaleza para informarle a Romero Barceló lo que había ocurrido.

Al otro día, Romero Barceló hizo su show mediático, el cual incluyó la demagogia de decir que las investigaciones de su gobierno no tuvieron el beneficio de que los policías dijeran la verdad. Imagínense si para esclarecer los crímenes hubiera que depender de la confesión de los malhechores. Fue otra de las cortinas de humo de Romero, esa vez para ocultar el hecho de que su Departamento de Justicia se había involucrado desde el principio en un burdo encubrimiento; y que el encubrimiento comenzó en Bayamón el 25 de julio de 1978, cuando el propio Romero esperaba un mensaje de «misión cumplida» y, luego de recibirlo, declaró héroes a los policías.

El Departamento de Justicia de Puerto Rico no quería que se supiera lo que había ocurrido, por lo que sus investigaciones fueron pro forma y defectuosas. A pesar de las obvias contradicciones entre la prueba pericial y la versión de los policías, y a pesar de los testimonios de Julio Ortiz Molina y Jesús Quiñones, cerraron las investigaciones con la conclusión de que los policías habían actuado en legítima defensa. La mayoría de ellos cumplieron cárcel por los delitos de perjurio, obstrucción a la justicia y asesinato, tanto en el foro de Puerto Rico como en el de Estados Unidos. [4]

Los actores intelectuales de la emboscada y los asesinatos nunca fueron acusados. Había muchos indicios, y testimonios, apuntando a que su plan era que los jóvenes no salieran vivos de Cerro Maravilla.

Un juez federal pro estadidad las cantó como son

Al igual que Romero Barceló, Jaime Pieras, fallecido juez de distrito federal, creía que Puerto Rico debía ser un estado de Estados Unidos. En varias ocasiones le dio paso a las acciones civiles que presentó ante su consideración el abogado estadista Gregory Igartúa, a quien le concedió la petición de que se le permitiera ejercer el voto presidencial –de votar por el candidato de su preferencia a la posición de presidente de Estados Unidos de América. En cada ocasión, el Primer Circuito lo revocó.

En octubre de 1992 llevaba yo exactamente dos años y 10 meses en el ejercicio de la profesión de abogado, cuando uno de mis jefes, el brillante Marcos A. Ramírez Lavandero, me entregó la copia de una demanda presentada por Carlos Romero Barceló. Los demandados incluían a los entonces presidentes del Senado y de la Comisión de lo Jurídico del Senado, Miguel Hernández Agosto y Marco A. Rigau respectivamente, y al investigador de esa Comisión, el fallecido licenciado Edgardo Pérez Viera. Esos eran nuestros clientes, y mi tarea era redactar cuanto antes una moción de desestimación.

No fue hasta 1995 que Pieras decidió mi moción, decretándola con lugar y desestimando la demanda de Romero Barceló, lo que explicó en una extensa y bien pensada opinión. [5] Entre los méritos de la opinión de Pieras está que incluye un resumen veraz y bastante completo del drama de Maravilla. Procede incluir los puntos más sobresalientes de tal resumen, que culminan con los procedimientos judiciales de naturaleza penal que tuvieron lugar entre 1985 y 1988. (La traducción es mía, con cambios mínimos para conveniencia y claridad):

En el verano de 1978, mientras Romero Barceló servía su primer término como gobernador, dos jóvenes que apoyaban un grupo pro-independencia murieron en un tiroteo con oficiales de la policía en una montaña conocida como Cerro Maravilla. La policía informó que los dos jóvenes murieron mientras resistían su arresto. Sin embargo, al salir a la luz evidencia que sugería que Rosado y Soto fueron asesinados luego de que se entregaron, el incidente adquirió una considerable importancia política y fue objeto de una intensa cobertura por los medios de comunicación.

Carlos Soto Arriví y Arnaldo Darío Rosado fueron emboscados y asesinados por oficiales de la policía de Puerto Rico. Buscando protegerse, los policías crearon una conspiración para ocultar la verdad sobre los asesinatos. Durante sus investigaciones, los fiscales ignoraron con toda intención la evidencia disponible, la cual cuando menos sugería que oficiales de la policía asesinaron a Rosado y a Soto. Ese proceder de los fiscales les permitió a los policías tener éxito inicial en su conspiración para ocultar la verdad.

Las vistas legislativas sobre el incidente en Cerro Maravilla, llevadas a cabo por la Comisión de lo Jurídico del Senado de Puerto Rico, fueron sin duda alguna la fuerza catalítica que desenmascaró la verdad de los asesinatos. En 1984, un Gran Jurado federal presentó una acusación de 44 cargos contra 9 miembros de la Policía de Puerto Rico Police por conspiración para: (1) obstruir la justicia en una investigación criminal; (2) mentir en su testimonio ante grandes jurados federales; e (3) incitar a otros testigos a cometer perjurio.

A los acusados se les imputó haber orquestado una conspiración para “evitar que los ciudadanos en Puerto Rico y las autoridades policiacas de Puerto Rico y de Estados Unidos supieran que Rosado y Soto Arriví habían sido brutalizados y matados de manera ilegal por oficiales de la Policía de Puerto Rico.” Todos los acusados eran oficiales de la policía que estuvieron presentes durante los eventos del Cerro Maravilla.

En 1985, un jurado federal halló a los acusados culpables de 36 de los 44 cargos. Los acusados recibieron distintas sentencias, de entre 6 y 30 años. Finalmente, y más importante, en 1985 varios oficiales de la policía que estuvieron aquel día en Cerro Maravilla fueron acusados en los tribunales de Puerto Rico, entre otros cargos, de asesinato en primer grado por las muertes de Arnaldo Darío Rosado y Carlos Soto Arriví.

Poco después de esas acusaciones, Nelson González Cruz, Juan Bruno González, Nazario Mateo Espada, Jaime Quiles Hernández, y Rafael Torres Marrero se declararon culpables de los delitos de asesinato en segundo grado y perjurio. William Colón Berríos se declaró culpable de conspiración para cometer asesinato y de dos cargos de perjurio.

Los otros dos acusados fueron a juicio. En 1988, un jurado halló no culpable a Angel Luis Pérez Casillas; y culpable de asesinato en segundo grado a Rafael Moreno Morales, por la muerte de Carlos Soto Arriví. El tribunal sentenció a Moreno Morales a un término de prisión de entre 22 y 30 años. Luego de que la sentencia de Moreno Morales se sostuvo en apelación, concluyó finalmente el último capítulo de esta saga.

Ese cuadro fáctico, sin embargo, levanta más interrogantes de las que contesta. Los policías acusados y convictos obedecieron órdenes, la más significativa de las cuales fue que los jóvenes no debían salir vivos de Cerro Maravilla. Es decir, la emboscada y los asesinatos se planificaron por personas de mayor jerarquía que esos infelices agentes de la policía.

La reunión, o reuniones, en Fortaleza días antes de los eventos de Maravilla; el mensaje críptico de «misión cumplida» que Romero Barceló recibió en Bayamón; la «desaparición» del video de la transmisión televisiva (por el Canal 6) de los actos que se llevaban a cabo en Bayamón; el mensaje de Romero Barceló dando detalles a partir de un mensaje de dos palabras: Todo eso y más apunta a que, contrario a las expresiones del juez Pieras, el último capítulo de esta saga nunca ha desfilado frente a nosotros.

La relevancia de Cerro Maravilla

Cerro Maravilla es relevante porque encapsuló con intensidad, y en pocos años (1978–1988) condiciones sociopolíticas e institucionales que existían y que todavía existen, las cuales siguen determinando mucho de nuestras vidas en cuanto individuos y seres sociales; condiciones que se han deteriorado. Maravilla trata sobre el uso legítimo, e ilegítimo, de los poderes gubernamentales; de la ceguera que causan las ideologías; del peligro de tener un departamento de policía que usa ideologías y odios para darle a sus miembros un sentido de misión y de que están del lado «de los buenos».

Maravilla trata sobre la demagogia y el uso de la publicidad para manipular a la población; para articular, y repetir, mentiras, y para ocultar el grado de corrupción de los gobernantes. Maravilla trata sobre la importancia de evitar que el poder se concentre en pocas manos; sobre la importancia de que haya jueces independientes e íntegros.

Maravilla trata sobre todo eso, y más. Eso de que «hay que pasar la página» es una tontería que repiten como papagayos quienes no quieren enfrentar realidades tales como la necesidad de la eterna vigilancia. La ignorancia y la desidia contribuyen a que se termine de esfumar la poca probabilidad que existe de que algún día tengamos libertad.

[1] Véase, e.g., José Atiles Osoria, Colonial State Terror in Puerto Rico: A Research Agenda, 5 State Criminal Journal 220 (2016).

[2] In Re San Juan Star, 662 F. 2d 108 (1st Cir. 1981).

[3] Colón Berríos v. Hernández Agosto, 716 F. 2d 85 (1st Cir. 1983).

[4] Un abogado cercano a la investigación senatorial sentenció: «Maravilla es un crimen monstruoso, acompañado por un encubrimiento monstruoso. … Si los organismos de investigación y procesamiento criminal del gobierno, tanto local como federal, hubiesen actuado en forma eficaz y honesta, se hubiera revelado de inmediato la verdad de lo ocurrido y se hubiese procesado a los culpables del crimen. Fue el fracaso o deliberado incumplimiento por parte de los funcionarios del poder ejecutivo llamados a hacer cumplir las leyes, lo que ofreció la oportunidad histórica al poder legislativo para el esclarecimiento de la verdad del crimen». Marcos A. Ramírez Irizarry, El poder investigativo del Senado de Puerto Rico, en Senado de Puerto Rico: Ensayos de historia institucional 299 (1992).

[5] Romero Barceló v. Hernández Agosto, 876 F. Supp. 1332 (D.P.R. 1995). El primer circuito confirmó la desestimación. Romero Barceló v. Hernández Agosto, 75 F.3d 23 (1st Cir. 1996).

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.