Ciencia y democracia

Roberto A. Fernández
4 min readJul 30, 2022

Son más de las diez de la noche. Programaste la alarma para que suene a las siete de la mañana del día siguiente. Al despertar, no te sorprende que el apartamento está iluminado por la luz solar que entra por las ventanas, porque tienes la expectativa de que la noche dará paso al día, y que más tarde en la jornada, la claridad dará paso a la oscuridad. ¿Por qué estás seguro de ello?

Quizás contestes que desde que te conoces esa regularidad nunca ha sido alterada. Sin embargo, tu expectativa de que el ciclo de luz y oscuridad se mantendrá inalterado proviene, no meramente de la experiencia, sino de una teoría. En este ejemplo, la teoría dice que el planeta Tierra es una esfera que orbita al Sol; que rota alrededor de su propio eje, de manera que el ángulo en que recibe la luz solar va cambiando según transcurre el día, hasta que la mitad de la esfera da la espalda al Sol, para luego darle la espalda a la oscuridad. Todo eso ocurre en ciclos de 24 horas.

Una teoría es una afirmación sobre la realidad, que da cuenta de determinado fenómeno, ocurrencia, u observación. Es decir, una teoría es una explicación. Digamos que un niño se tira al vacío esperando volar como Superman, y sobrevive. Pensaríamos que, cuando sea un poco más maduro, no repetirá la hazaña, porque recordará que, cuando lo intentó, por poco se mata. Pero quienes nunca saltaron al vacío y están más o menos cuerdos no se lanzan, porque “saben” qué ocurrirá si lo hacen. Es decir, han internalizado una teoría, según la cual siempre que desaparece el suelo debajo de tus pies caerás hasta que encuentres otro suelo, llamado la Tierra.

Las teorías son la zapata de la actividad intelectual que llamamos “ciencia”. En su trabajo, los científicos operan de manera similar a como funcionamos el resto de nosotros en el diario vivir: Tienen expectativas, que se fundamentan en teorías. Aunque nunca hayamos estado en un accidente de tránsito, tenemos la expectativa de que nuestro auto recibirá un daño menor si chocamos con una pared a una rapidez de 10 millas por hora, que si íbamos a 60 millas por hora.

Si eres un químico, esperas que la reacción de sodio con cloro produzca cloruro de sodio (sal de mesa), y no agua. En ambos ejemplos, las expectativas tienen como base una teoría. En el caso del carro, la teoría dice que la fuerza con que el vehículo impacta la pared aumenta con el aumento en la velocidad del auto. (Hay una ecuación, derivada originalmente por Isaac Newton en el siglo 17, para expresar esa teoría: F=ma). En el segundo caso, lo que se espera que ocurra se basa en la teoría atómica de la materia.

La aviación, que comienza en 1903 con los hermanos Wright, necesitó de una teoría sobre cómo volar. Por siglos, la inexistencia de tal teoría impidió que generaciones anteriores inventaran los aeroplanos. La ambición humana de volar no se hizo realidad hasta que se tuvo una teoría, es decir, una buena explicación, sobre el despegue, vuelo y aterrizaje de un objeto tripulado por seres humanos.

La energía que se genera mediante el proceso de fisión nuclear requirió de una teoría. Sin la misma, los científicos e ingenieros que trabajaron en el Proyecto Manhattan no habrían construido las bombas atómicas; ni existirían los reactores nucleares que generan energía eléctrica. Prácticamente todas las tecnologías que conocemos y que usamos a diario requirió de alguna teoría o conjunto de teorías para hacerlas posibles. Sin teoría no habría naves espaciales, ni computadoras, ni teléfonos inteligentes, ni internet. Sin teoría no habría tecnología médica con láser, ni se habrían desarrollado las vacunas para combatir el COVID.

Desde hace casi cuatro décadas vengo escuchando hablar del peligro que representa tener una población ignorante, que desconoce cómo funciona la ciencia y, peor aún, que no tiene las destrezas para discernir cuándo les están mintiendo. Por eso, hemos puesto nuestras esperanzas en las cartas astrales, en los espiritistas, en los motivadores y otros influencers, en los pastores de la abundancia, y en los demagogos que entran a la política a causar estragos. La ignorancia genera miedos, irracionalidad, pobre juicio, y es fatal para el pluralismo y la aspiración a vivir en un sistema democrático y humano.

Quienes no tienen una noción mínimamente clara sobre cómo funciona la ciencia son susceptibles a un tipo de escepticismo muy particular. No pueden concebir los viajes a la luna que se dieron a partir de 1969, y prefieren creer en la “teoría de conspiración” de que esos viajes nunca ocurrieron, y que las imágenes de los mismos fueron fraudes bien orquestados. Son quienes creen que las vacunas causan autismo, o magnetizan el cuerpo humano, o se usan para controlar nuestros pensamientos -sin darse cuenta de que los medios de comunicación y las religiones ya se encargan de lo último, sin necesidad de chips ni vacunas.

La ignorancia sobre la ciencia –su historia, desarrollo, aplicaciones y metodología– viene de la mano de otras deficiencias intelectuales y cognitivas. Tener una ciudadanía adormecida en la época del neoliberalismo, el cambio climático, la devastación ecológica, es peligroso, pues ha contribuido a la ola de autoritarismo que arropa al planeta.

No deja de llamar la atención que todos tenemos algo de científicos al vivir nuestras rutinas diarias. Pero la ciencia lidia con asuntos más complejos y abstractos que la regularidad del día y la noche, la inevitabilidad de las caídas al vacío, o el rol de la velocidad en los accidentes de tránsito. Es causa de desasosiego que no podamos entender esas complejidades ni saber, o concebir, que los científicos han dado con respuestas a preguntas profundas -incluyendo el origen del universo. Vivimos y sufrimos a diario las ramificaciones y consecuencias sociopolíticas de tal ignorancia.

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.