Colonialismo y desobediencia

Roberto A. Fernández
7 min readDec 25, 2020

La subordinación de Puerto Rico a Estados Unidos siempre ha confligido con principios morales, políticos y jurídicos llamados a informar y limitar el ejercicio del poder. Se ha encontrado significativo que los puertorriqueños no participamos en los procesos políticos de Estados Unidos. A su vez, hay dudas sobre el impacto real que tendría tal participación.

Aquí exploro cómo un juez federal confrontó la antinomia de no participar en el gobierno que recluta a jóvenes a la milicia, la cual se hizo aguda dadas las circunstancias que tuvo ante sí: un joven puertorriqueño, acusado de negarse a ser reclutado en las fuerzas armadas estadounidenses para pelear en Vietnam.

Cientos de jóvenes puertorriqueños fueron reclutados para pelear en la Guerra de Vietnam (1964–1975). La mayoría fueron involuntarios, pues el Congreso de Estados Unidos legisló para establecer un servicio militar obligatorio. En Puerto Rico, Edwin Feliciano Grafals se resistió al reclutamiento, negativa que llevó a que lo acusaran y enjuiciaran en el tribunal de distrito de Estados Unidos en Puerto Rico.

Un jurado halló culpable al joven Feliciano Grafals de «rehusar someterse al reclutamiento». El juez federal puertorriqueño Hiram A. Cancio lo condenó a un año de prisión. Meses más tarde, el juez Cancio redujo esa sentencia a solamente una hora de confinamiento. En una opinión emitida el 23 de enero de 1970, Cancio explicó sus razones para tal proceder[1].

En Estados Unidos, casos como el de Feliciano Grafals capturaron la atención de académicos de la talla de Ronald Dworkin. La pregunta central que planteó Dworkin es cuál debe ser la respuesta de las autoridades cuando ciudadanos desobedecen una ley como la del servicio militar obligatorio. Específicamente, a dicho autor le interesó explorar cuál debe ser la postura del gobierno en instancias en las que personas razonables ponen en duda la validez de una ley o actuación oficial, por entender que infringe derechos civiles o conflige con principios morales.

Dworkin sostuvo que la presencia de buenos argumentos, que cuestionan la validez moral y legal de acciones oficiales, justifica la tolerancia social y gubernamental a la desobediencia civil. En su acto de lenidad a favor de Feliciano Grafals, el juez Cancio había descansado en ese factor.

Ronald Dworkin (1931–2013).

Derechos en el sentido fuerte

Cabe primero resumir el razonamiento de Dworkin. [2] Los derechos reconocidos en la Constitución son «derechos morales», los cuales han recibido reconocimiento jurídico, convirtiéndose en «derechos jurídicos» (o «legales»).

Si los derechos civiles se «toman en serio», los gobiernos tienen que permitir espacio para la desobediencia civil; esto es, para la resistencia a leyes que razonable y plausiblemente se considera que limitan o violan derechos morales. La posición del gobierno sobre la extensión de tales derechos no es necesariamente correcta, y es de esperarse que gente razonable tenga visiones distintas sobre ese asunto en instancias particulares.

Dworkin elaboró que «esos derechos constitucionales que llamamos fundamentales» tienen que ser «derechos oponibles al gobierno en un sentido fuerte; esa es la razón para jactarse de que nuestro sistema jurídico respeta los derechos fundamentales del ciudadano». Si fuera de otra manera, el reclamo de que se tienen derechos perdería «la importancia política que normalmente se le adscribe».

Cuando concebimos los derechos débilmente, vemos el desafío de una ley como un asunto de principios, que quizás merece respeto, a la vez que consideramos que el gobierno está justificado en acusar y castigar al desafiante. Si a los derechos se les asigna un «sentido fuerte», no es suficiente decir que una persona tiene nuestro respeto por violar la ley, pero que el Estado está a su vez justificado en castigarla. Dworkin nos insta a ir más allá, y preguntarnos si el gobierno actuaría mal al detener el ejercicio de desobediencia de esa persona.

Para Dworkin, hay circunstancias en las cuales una persona tiene el derecho, en el sentido fuerte, de desobedecer la ley. Como ejemplo, ya que tenemos un derecho moral a la libertad de expresión, también poseemos «un derecho moral a desobedecer cualquier ley que el gobierno, en virtud de ese derecho, no tiene autoridad para aprobar». Por lo tanto, desobedecer tal ley no está separado del derecho a la expresión, a la vez que el acto de desobediencia no es un asunto de «conciencia», sino de civismo.

Además, si es cierto que los ciudadanos tienen derechos, entonces el bienestar o la conveniencia general no pueden ser fundamentos para limitar los derechos, aunque el beneficio que se aduzca sea el respeto a «la ley y el orden». Reclamar que una sociedad protege los derechos individuales sería un acto vacío, meramente retórico, si no se hacen sacrificios para permitir su ejercicio, incluso renunciar a cualquiera beneficio marginal que la sociedad reciba por limitar esos derechos cada vez que sea conveniente.

Juez Hiram A. Cancio (1920–2008).

Cancio el lenitivo y el consentimiento a la subordinación

Al solicitar la desestimación de la acusación en su contra, Edwin Feliciano Grafals arguyó que él no había consentido a que las leyes de Estados Unidos rijan su vida, pues no se le permitía participar en los procesos políticos de ese país. En respuesta a dicho argumento, el juez Cancio descansó en la noción -para entonces ya articulada judicialmente- de que, al aprobar la estructura de lo que llamamos el Estado Libre Asociado, los puertorriqueños proveyeron un «consentimiento genérico» al acatamiento de leyes aprobadas por un gobierno que no contribuyen a elegir. Es decir, el gobierno estadounidense recibió de nosotros ese consentimiento como el precio a pagar por permitírsenos adoptar una estructura con poderes gubernamentales similares a las de los estados.

El juez reconoció, sin embargo, que personas razonables pueden concebir, de buena fe, que tal consentimiento es insuficiente para permitirle al gobierno estadounidense imponer legislación en Puerto Rico sobre materias tan vitales como el servicio militar compulsorio. Al así hacerlo, aparentó ser consciente de las deficiencias de la noción del «consentimiento genérico», la cual es parte de un discurso que hoy se nos presenta como demagógico y anti-democrático.

Cancio también dio indicios de saber que era endeble afirmar que en 1952 Puerto Rico cesó de ser una colonia. Señaló el juez que el historial legislativo del proceso congresional de 1950 a 1952 es suficientemente opaco como para que una persona «respetable e inteligente» mantenga que el status colonial se mantuvo en pie.

Ante ello, el juez expresó que la «clarificación de las relaciones políticas entre Puerto Rico y Estados Unidos no haría daño y probablemente hará un gran bien»; y que «no sería mala idea» que se extienda el reclutamiento militar «solamente a través del consentimiento específico del pueblo de Puerto Rico. Tampoco lo sería declarar una amnistía para aquellos que de buena fe han violado la presente ley».

El dilema de participar en un genocidio

La devastación humana y ecológica causada por la Guerra de Vietnam conllevó casi 60 mil soldados muertos del bando estadounidense. En el bando vietnamita murieron un millón de combatientes y dos millones de civiles. El daño ecológico fue causado mayormente por las bombas, armas químicas y de napalm utilizadas por las fuerzas armadas de Estados Unidos.

Las objeciones morales a la Guerra de Vietnam se articularon con lenguaje jurídico, incluso que el uso de esas armas violaba tratados ratificados por Estados Unidos; que el Congreso nunca había declarado la guerra, como lo requiere la Constitución; y que el reclutamiento fue administrado de manera desigual, en detrimento de los jóvenes con menos recursos económicos.

De acuerdo con Dworkin, los casos del draft de la época de Vietnam presentaban «argumentos especiales para la tolerancia» de la desobediencia civil, pues era más que plausible que la guerra y el reclutamiento violaban principios morales y jurídicos. Dworkin sostuvo que tales circunstancias justificaban abstenerse de procesar a los que objetaban el reclutamiento militar por razones de conciencia, o por los problemas constitucionales y morales que planteaban tal reclutamiento y la guerra misma.

En el caso de Feliciano Grafals, el juez Cancio ejerció su discreción mediante la reducción de la sentencia que había impuesto originalmente, con miras a minimizar los efectos de una situación injusta. En Puerto Rico, las mencionadas objeciones a la guerra y al reclutamiento obligatorio se añadieron a una realidad de subordinación colonial, en la cual la isla y sus habitantes eran, y son, invisibles e irrelevantes para los actores políticos estadounidenses.

Pero, tener derecho a votar por el presidente de Estados Unidos y por representantes en el Congreso nunca ha sido garantía de trato justo, equitativo, o incluso humano. Muestra de ello es que estadounidenses prominentes fueron acusados por conducta que consistía en expresar su convicción de que los jóvenes debían resistirse a ser reclutados para perpetrar atrocidades genocidas contra un pueblo pobre del sureste de Asia.

El poder como dominación es una instancia de desbalance de poder; mientras que el abuso de poder ocurre en situaciones de asimetría en las facultades para actuar y para negociar. La dominación imperial estadounidense ha generado todo tipo de abusos y dilemas morales. El pueblo vietnamita ejercía el derecho a ponerle fin a su subordinación colonial, el mismo derecho que los puertorriqueños no hemos querido ejercer, a la vez que se nos reclutaba para utilizar una violencia que estaba dirigida a evitar que otro pueblo lo ejerciera.

[1] United States v. Feliciano-Grafals, 309 F.Supp. 1292 (DPR 1970).

[2] Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously (1978).

--

--

Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.