3 — La exclusión del constitucionalismo y otros males

Roberto A. Fernández
22 min readAug 29, 2023

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A partir de 1898, los puertorriqueños hemos sido excluidos del constitucionalismo. Nos ha gobernado un poder imperial que ha mantenido varios regímenes de excepción en los «50 estados», en Puerto Rico y en el resto de sus colonias o «territorios de ultramar». Para entender las ideas y prácticas del constitucionalismo en cuanto fundamento de las llamadas «democracias liberales», me parece conveniente resumir el desarrollo constitucional de Estados Unidos, de manera que se aprecie la paradoja que significa el dominio colonial sobre Puerto Rico por una nación que se tilda a sí misma de democrática.

Cuando Puerto Rico pasó de ser colonia de España a posesión de Estados Unidos, el joven imperio ya tenía un historial de más de un siglo de implantar excepciones a los principios de igualdad y democracia. Como vimos en el Capítulo 2, el régimen que establecieron excluyó a gran parte de la población. Las exclusiones se fueron subsanando parcialmente. Al día de hoy, muchas continúan. El régimen colonial en Puerto Rico es una manifestación elocuente de la persistencia de un estado de excepción, de una exclusión total de la posibilidad de vivir bajo un sistema que encarne los principios ilustrados articulados desde el siglo 18.

En la política moderna, el autogobierno se logra a través de la fundación y el desarrollo de una nación-estado. A su vez, el acto fundacional consiste en el establecimiento de un régimen constitucional, es decir, en la redacción e implantación de una constitución. En este capítulo discuto los puntos sobresalientes de la teoría constitucional, con el fin de sostener que los puertorriqueños nunca han vivido bajo los principios de la democracia y el constitucionalismo. En la sección final de este capítulo, discuto por qué admitir a Puerto Rico como uno de los “estados” de Estados Unidos no curaría la distancia actual entre la realidad de una política excluyente y la teoría republicana de la representación democrática.

Auge y declive del espíritu revolucionario

¿Cuáles son los pilares teóricos del constitucionalismo y qué procesos históricos les dieron forma? ¿Qué es un sistema republicano de gobierno? ¿Cuál es su origen? Contestar esas y otras preguntas requiere que me refiera primero a los eventos revolucionarios acaecidos durante el último cuarto del Siglo 18.

La revolución de las trece colonias británicas en Norteamérica fue un evento con impacto global, durante el cual se articuló el credo liberal de igualdad de los seres humanos como fundamento del reclamo de gobierno propio. Esa revolución desembocó en el establecimiento de gobiernos constitucionales para las trece repúblicas originales, cada uno dividido en tres departamentos, sin poderes monárquicos como existían entonces en casi todo el planeta.[1] En 1788 se ratificó otra constitución con tales características, pero que estableció un gobierno nacional, el cual pasó a ostentar la soberanía que estaba dispersa bajo los Artículos de Confederación en cada uno de los trece ex colonias originales. Es decir, bajo los Artículos cada «estado» había sido considerado soberano; y el sistema establecido allí no tiene semblanza alguna con el gobierno nacional que se diseñó en la Constitución de 1787.

La revolución estadounidense influyó a los europeos, y a los americanos bajo el imperialismo galo e ibérico, desde la Revolución Francesa (1789–1799), hasta las guerras de independencia que dieron paso a las naciones-estado de América Latina. Nuestro vocabulario político y constitucional proviene en gran parte del Siglo 18, y las ideas de libertad y republicanismo todavía son, más que influyentes, las predominantes –aunque hoy están bajo acecho. [2]

Las ideas que informaron la retórica de la Declaración de Independencia –al igual que la de los panfletos y editoriales periodísticos que la precedieron, y que se continuaron produciendo luego de aquel 4 de julio de 1776– eran en esencia seculares, basadas en conceptos de la Ilustración Europea. [3] Paine, Adams, Jefferson, Franklin, Madison, et al., eran hombres de la Ilustración, aprehensivos de los peligros de la confluencia entre política y religión, y conscientes de la devastación de las guerras europeas entre protestantes y católicos y de los conflictos religiosos en las mismas colonias. Por ello, procuraron evitar tanto la intromisión de la religión en el gobierno, como el establecimiento oficial de religión alguna. Las disposiciones en las constituciones de las colonias –entonces convertidas en «estados»– sirvieron de modelos para la división del gobierno en tres ramas o poderes, y para las cláusulas sobre religión de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. [4]

Uno de los problemas a resolver por las trece colonias sería qué tipo de gobierno debían implantar una vez lograran la independencia. Luego del experimento de los Artículos de Confederación, que fueron un tratado entre trece repúblicas soberanas, optaron por una república nacional. En un sistema republicano de gobierno, el poder gubernamental se diluye en los distintos departamentos: el legislativo, el ejecutivo, y el judicial. Más que división de poderes, lo que caracteriza a tal forma de gobernar es la interdependencia entre esos poderes, la cual no elimina la probabilidad de que entren en conflicto, por supuesto.

Según Arendt, una revolución no es otra cosa que un nuevo comienzo, mediante la instauración de un régimen de libertad; entendiendo libertad como la participación activa de la población en las decisiones políticas. [5] Es decir, el concepto de libertad de los revolucionarios de las colonias era consustancial con el de autogobierno (self-government). La libertad no era otra cosa que mandarse en su casa, y participar en la esfera política.

El establecimiento de trece repúblicas, y luego de una república federal con una Constitución que sería la ley suprema en esas ex repúblicas que pasaron a ser «estados», respondió a la convicción de la élite revolucionaria de que una monarquía era incompatible con esta nueva noción de libertad, que requería que esa élite saliera de la oscuridad de la esfera privada y adviniera a la visibilidad que ofrece la arena pública. La monarquía británica, y el Parlamento, excluían a las élites coloniales del pleno uso de sus facultades políticas, incluso del debate, la persuasión, y de la tarea de legislar. Los trabajos y debates del Primer Congreso Continental despertaron en esas élites el gusto por la sensación de éxtasis que ofrece el debate y la acción política.

Prescindir de una monarquía y establecer en su lugar un gobierno republicano, en el cual el poder se divide en tres departamentos que se complementan y se limitan unos a otros, planteaba y aún plantea el asunto de legitimidad. El monarca era un representante de la divinidad en la Tierra, que reinaba en nombre y por la voluntad de Dios, y encarnaba en su persona el pasado, presente y futuro de la nación. [6] Por lo tanto, uno de los retos que surgió en el Siglo 18, y que persiste hoy, es el de obtener la obediencia y lealtad de los gobernados en ausencia de un referente absoluto, que por mucho tiempo se concibió atado a la divinidad.

Por supuesto, la presente erosión de la legitimidad de las llamas democracias occidentales se debe principalmente a la consolidación de oligarquías nacionales y transnacionales que han usurpado, debilitado o neutralizado las funciones y poderes de las distintas naciones-estado, algo que ocurre de manera extrema en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Eso ocurrió a la vez que aumentó el saqueo de la riqueza que producen los trabajadores, lo que ha incluido el estancamiento de los salarios, el empeoramiento de las condiciones de trabajo, la destrucción de las uniones obreras y el declive de las clases medias. Lo último es consecuencia de lo primero: la erosión de las naciones-estado ha estado al servicio de los acaparadores de la riqueza que produce la mayoría de la población.

Para el sector identificado con el mote de «liberal» la dificultad siempre ha sido conseguir que predominen en la población y en los actores políticos las nociones de igualdad y dignidad humanas, y que tales nociones pesen más en el sentido de identidad nacional que rasgos diferenciadores, tales como origen ancestral, «raza», o credo religioso. [7] Smith enfatiza la necesidad de reconocer y tener en cuenta la realidad de que «las élites políticas tienen que hallar maneras de persuadir a la gente a la cual aspiran a gobernar de que son un ‘pueblo’, si es que van a lograr una gobernanza efectiva». [8] También llama la atención al «fracaso de las ideologías cívicas liberal-democráticas en articular por qué algún grupo de seres humanos debe concebirse a sí mismo como un pueblo distintivo o especial». [9] Smith considera que tal fracaso es una tara política significativa. [10] No hay más que ver el resurgimiento en las llamadas democracias occidentales de ideologías excluyentes y esencialistas –nacionalismo, racismo, fundamentalismo religioso– para entender a qué se refiere Smith.

Como ha ocurrido con otras revoluciones, la revolución estadounidense tuvo un éxito parcial. Aparte de dejar a cada estado la decisión sobre si abolir la esclavitud, otra de sus deficiencias fue que otro tipo de aristocracia pasó a controlar la política –una aristocracia que no hereda títulos, pero (como los aristócratas) sí ostentan y heredan riqueza, prestigio, reconocimiento, credibilidad y poder político. [11] Por otro lado, el régimen constitucional que se inauguró en 1788 era republicano, pero poco democrático, y no sólo por excluir a los esclavos y a las mujeres de la esfera política. El hecho es que en el documento original los miembros de la Cámara de Representantes eran los únicos electos por voto popular. Los senadores y el presidente eran escogidos por los estados, y por el mecanismo del colegio electoral respectivamente.

Discutí en el capítulo anterior por qué la tensión entre capitalismo y democracia es inevitable. Hoy en Estados Unidos, una aristocracia oligárquica domina la política; bloquea reformas que buscan atajar la actual debacle social y ecológica, y la desigualdad de riqueza y poder –la cual hoy está en su punto más agudo en ochenta años. Es decir, para todos los efectos prácticos, lo que ha ocurrido en Estados Unidos es un derrocamiento por parte de los ricos y sus corporaciones de los gobiernos federal y estaduales, y el establecimiento de una oligarquía. [12] La crisis democrática que ello significa es también una crisis del estado-nación estadounidense. Lo peor es que es parte de una tendencia global hacia el autoritarismo, alimentada por nociones de identidad basadas en nacionalismo, etnicidad, raza, y/o religión, y por políticos que legitiman, refuerzan y difunden esas nociones. Muchos no reconocen que los enemigos son los ricos oligarcas y, en cambio, creen que los inmigrantes, o las personas con ciertas características (determinadas por las fantasmagóricas pero poderosas nociones de raza, etnia u origen nacional) deben ser temidas y culpadas por todo lo malo que ocurre bajo el Sol.

En el siglo 18, los colonos de Norteamérica lucharon contra lo que consideraban como la tiranía del gobierno imperial británico. Hoy está en pie una tiranía menos visible, aunque poderosa y letal; pero gran parte de la población estadounidense gasta sus energías en luchas fratricidas y en odiar a enemigos inexistentes. En Estados Unidos se ha ido atrofiando tanto la libertad en cuanto participación e influencia en los asuntos públicos, como la libertad de la intromisión de la religión. Ese país se está acercando a un régimen autoritario, que es la antítesis de un régimen de libertad –pues no imperan, o se amenazan, los ideales y prácticas revolucionarias, i.e., liberadoras y democráticas.

La disyuntiva a la que se enfrenta Estados Unidos es retomar el espíritu revolucionario, o permitir que la debacle actual siga su curso. La disyuntiva de los puertorriqueños es encarnar por primera vez el espíritu revolucionario, o sucumbir. En Puerto Rico, el mayor obstáculo es el imperialismo, que incluye un avasallador capitalismo que nos reduce a ser consumidores de los productos estadounidenses, sin posibilidad de desarrollo económico y social. Ante esas fuerzas, se ha exacerbado la apatía general, y se ha creado o ahondado una notable ausencia: la de un civismo creador y movilizado.

El poder constituyente y su ausencia en Puerto Rico

En su opinión en Marbury v. Madison,[13] el juez presidente John Marshall articuló aquellos principios del constitucionalismo moderno que se entroncan en la doctrina del poder constituyente.[14] De acuerdo con esa doctrina, la Constitución es el resultado de la actuación de un pueblo autónomo, el cual a partir de su libertad de acción –de su soberanía– ejerce la prerrogativa política que se conoce como el «poder constituyente», para darle paso a un proceso de redacción y ratificación de una ley fundamental, es decir, de su Constitución.

Una asamblea constituyente lleva a cabo el proceso deliberativo y de redacción, y somete al pueblo la propuesta constitución. De aprobarse, lo redactado y ratificado pasa a ser una Ley Suprema. Esa ley fundamental es adoptada por el pueblo, y los poderes constituidos ­–los cuerpos gubernamentales creados por esa constitución– se conciben como subordinados a tal ley. Por lo tanto, no pueden actuar de manera contraria a la Constitución, pues la supremacía jurídica de la ley fundamental tiene que prevalecer. De esa manera, se sustituye el principio racional pero esotérico de la soberanía popular por el principio práctico y plausible de la supremacía constitucional.[15]

Así que la teoría constitucional nos dice que la Constitución es un instrumento jurídico, y el producto de un proceso político particular, de manera que tal instrumento sea el vástago del ente soberano que llamamos «el pueblo». De la misma manera que «el pueblo soberano» no admite subordinación a otro poder político, esa Ley Fundamental que llamamos Constitución no acepta autoridad jurídica superior alguna. La Constitución tiene que ser una Ley Suprema, para así compensar la salida de escena del pueblo –al menos temporal e indefinidamente– el cual deja en su lugar su Carta de Gobierno, cuya supremacía jurídica toma el lugar de la mítica supremacía política del pueblo. [16]

Una vez se establece un régimen constitucional, el pueblo se organiza como el cuerpo electoral para participar en las elecciones periódicas que determinan quiénes gobernarán. Esa participación provee legitimación formal a las actuaciones gubernamentales –a las leyes, políticas ejecutivas y dictámenes judiciales. Lo que provee legitimidad sustancial a esas actuaciones es su consonancia con los derechos fundamentales del pueblo y con los principios democráticos que informan a la Constitución misma. Después de todo, no se establece un régimen constitucional para fundar una tiranía, pero la Constitución no puede garantizarse a sí misma: depende, entre otros factores, de la vigilancia perenne; del desarrollo y sostenimiento de actitudes y prácticas democráticas y éticas; del respeto al derecho (un gobierno de leyes, no de seres humanos), y de un sólido entramado institucional. También depende, como sabemos hoy, de que el poder político no sea usurpado por una minoría que se entroniza en las posiciones de gobierno, a la vez que responde a los intereses de los ricos y ultra ricos, al servicio de la avaricia y la crueldad.

En síntesis, la facultad constituyente es un poder soberano, el cual se ejerce para fundar el régimen constitucional que un pueblo escoja darse a sí mismo. Tal prerrogativa constituyente no admite ni requiere de una autorización de ente alguno, sea o no externo en relación al pueblo soberano. Ese andamiaje político y teórico sostiene el edificio fundacional y constitucional del gobierno que la nación soberana establece para sí misma. La tarea y el proceso de darse una constitución, de establecer las reglas fundamentales de gobernanza, no admiten interferencia alguna de otro ente político; mucho menos requieren de una autorización previa para actuar.

Esos principios llevan a la inescapable conclusión de que el proceso que se dio en Puerto Rico entre 1950 y 1952 no se puede tildar de «constituyente» ni de «constitucional». Puerto Rico nunca ha ejercido el poder constituyente, lo que es una de tantas consecuencias de su estatus de subordinación política.

El Congreso aprobó tres «leyes orgánicas» para establecer la naturaleza y contornos del gobierno «interno» de Puerto Rico: La Ley Foraker de 1900; la Ley Jones de 1917; y la Ley 600 de 1950. Cada una de esas leyes fue un ejercicio del amplio poder que tiene el Congreso de Estados Unidos sobre Puerto Rico y sus habitantes. Las tres determinaron la estructura del estado colonial, y la supremacía constitucional y legislativa de Estados Unidos sobre Puerto Rico. El estudio del proceso ocurrido entre 1950 y 1952 es particularmente importante, pues los puertorriqueños eligieron delegados a una supuesta asamblea o convención constituyente, la cual redactó la vigente «constitución» de Puerto Rico. Pero dicho proceso no cambió la realidad política que existe desde 1898: La soberanía sobre la Isla y sus habitantes siguió descansando en el gobierno de Estados Unidos –no solo en el Congreso. El estudio del historial legislativo de la Ley 600 (llamada por Trías Monge la «Ley de Bases»), el cual incluye el reconocimiento por Antonio Fernós Isern y Luis Muñoz Marín de que el Congreso retenía la soberanía que adquirió sobre Puerto Rico a través del Tratado de París de 1898), así lo demuestra, al igual que el proceso mismo que dicha ley desató para la aprobación de una «constitución».[17]

La Ley 600 fue la tercera «ley orgánica», y la asamblea «constituyente» que el Congreso autorizó fue para todos los propósitos un mero comité de redacción, pues el Congreso de Estados Unidos se reservó el poder de aprobar lo redactado. Una vez entró en vigor, la constitución que se redactó y aprobó en Puerto Rico, y en el Congreso, ha estado supeditada a las leyes federales ordinarias y, por supuesto, a la Constitución de Estados Unidos. Para ser una Constitución, con mayúscula, tenía que originarse en un ejercicio soberano. Es decir, tenía que aprobarse de acuerdo con la doctrina del poder constituyente que ya resumí; y, una vez en vigor, tenía que ser una Ley Fundamental y Suprema. Lo segundo se deriva de lo primero.

En 1950 no hubo una «transferencia de soberanía», por lo que no se reconoció la facultad del pueblo de Puerto Rico para ejercer el poder constituyente, el cual por definición no puede estar sujeto a una autorización previa ni a limitaciones, por ser un atributo de la soberanía. La Ley 600 meramente «autorizó» a los puertorriqueños de entonces a redactar una supuesta «constitución», la cual tenía que cumplir con unos requisitos, y ser aprobada por el presidente y por el Congreso para entrar en vigor. [18] A la misma vez, la Ley 600 dejó vigente la segunda ley orgánica –la Ley Jones, de 1917– excepto en lo relativo a la organización del gobierno interno de Puerto Rico, que estaría contemplada en el documento que se autorizó a redactar. A partir de entonces, esa parte del estatuto de 1917 se llamaría la Ley de Relaciones Federales. Con ello, quedó intacta la soberanía del gobierno estadounidense Congreso, incluso el que su legislación aplique a Puerto Rico según le plazca.

Esa Ley 600 le dio al Congreso el poder de aprobar, rechazar o aprobar condicionalmente el producto que le sometiera la asamblea que eligieron los puertorriqueños. Eso no es desprendimiento o transferencia de poderes; es su consolidación. Sobre todo, porque el resultado de aquella farsa fue dividir a los puertorriqueños en lo que estábamos unidos: Antes de 1952 había al menos unanimidad de criterio y convicción sobre nuestra condición colonial. La participación protagónica del liderato del Partido Popular Democrático en el proceso de 1950 a 1952 tuvo el efecto, junto a otros factores, de convertir en dogma la falsa aseveración de que tal proceso puso fin al régimen colonial. Por muchos años los que combatían tal dogma fueron tratados como disidentes irredentos o como locos.

Ningún referendo popular podía cambiar esa realidad. Esa constitución del E.L.A. está subordinada a las leyes y Constitución de un ente que sí es soberano: el gobierno de Estados Unidos –el cual, en otro de tantos actos de dominación, autorizó el nacimiento de ese vástago ilegítimo, abocado a encogerse con el tiempo; nunca a crecer.

Ante lo anterior, un miembro del Partido Popular Democrático y ex senador estuvo equivocado al afirmar que «la estructura de gobierno interno [(del E.L.A.)] fue producto de una asamblea constituyente, y no de una ley orgánica del Congreso». [19] La primera realidad que contradice tal afirmación es precisamente que, sin la Ley 600, no se habría dado la redacción de documento alguno. La incorrecta afirmación citada también pasa por alto que ningún pueblo necesita la autorización del gobierno de otro pueblo para redactar su Constitución, a menos que lo que vaya a redactar no sea una Constitución.

El régimen colonial ha negado a los puertorriqueños el ejercicio de su soberanía, y con ella, del poder para darse su Constitución y establecer así su nación-estado. Los puertorriqueños seguimos excluidos del constitucionalismo, el cual no es la base del gobierno bajo el cual vivimos. Eso no es democracia, sino tiranía. La mayoría de los males de Puerto Rico se derivan de esa exclusión.

Estadidad y el mito de la representación

La aceptación de los gobernados a la autoridad de los gobernantes –es decir, la legitimidad de quienes gobiernan– siempre se ha entroncado en ficciones: la divinidad de los faraones; el derecho divino de los reyes a gobernar a sus súbditos; la representación democrática. Es decir, el gobierno de unos pocos sobre los muchos siempre se ha basado en ideas –a las cuales David Hume llamó «opiniones».[20] Usando esa terminología, Morgan expresó que «los gobiernos descansan en el consentimiento, como sea obtenido, de los gobernados. A largo plazo, la mera fuerza no es una base suficiente para inducir al consentimiento. Los humanos, si tan solo para mantener alguna semblanza de respeto propio, tienen que ser persuadidos. Su consentimiento tiene que basarse en opiniones». [21]

Es por eso que los pocos que gobiernan se esfuerzan en alimentar esas ideas u «opiniones» –que la democracia es el mejor sistema concebible; que vivimos en una democracia; que el pueblo es representado en la legislatura y en el ejecutivo– lo que no debería ser tan fácil, pues las ideas «necesarias para hacer que los muchos se sometan a los pocos son con frecuencia contrarias a los hechos observables».[22]

El régimen en Puerto Rico ni siquiera se acerca a ser «democrático». Según Rivera Ramos, tal régimen es a lo sumo un régimen de democracia parcial, pues se llevan a cabo elecciones periódicas para los puestos del estado colonial, hoy llamado «Estado Libre Asociado». Mas dicho autor reconoce la realidad de que tal «democracia parcial» padece de la deficiencia central de las «democracias liberales»: la poca influencia real de los ciudadanos en la manera en que se les gobierna, siempre a merced de un grupo o «clase dirigente» que monopoliza lo político. [23] Por supuesto, las decisiones más importantes sobre nuestras vidas las toman el gobierno de Estados Unidos y los capitalistas estadounidenses. Estos últimos no gobiernan formalmente, pero, como hemos visto, han tenido enorme poder sobre Puerto Rico y los puertorriqueños desde los albores del siglo 20.

La ciudadanía estadounidense le ha dado alguna plausibilidad a la aspiración, manifestada por vez primera en 1899, de convertir a Puerto Rico en un «estado de la Unión», sin que tal aspiración haya resultado en un «problema» para la metrópoli. Si algo ha caracterizado a los estadistas, y a los autonomistas, ha sido su docilidad y conformismo con las promesas vacuas o las migajas que han recibido en, y desde, Washington, D.C.

Hoy, la élite que dice favorecer que Puerto Rico se convierta en el «estado 51» gusta de referirse a ellos mismos y al resto de nosotros como «los ciudadanos americanos residentes en Puerto Rico». Políticos estadounidenses, notablemente del Partido Demócrata, también usan con frecuencia ese apelativo, el cual ignora la existencia de una nación que, aunque sin estado nacional, está compuesta por un pueblo con su historia, cultura, arte, lengua e idiosincrasia. [24] Esos ciudadanos, elabora el discurso de los políticos pro estadidad, tienen un «derecho civil» a la igualdad que sólo se consigue si se adviene estado de la Unión.

Reclamar como un derecho civil el derecho político a participar de los procesos eleccionarios de la polis que nos gobierna ignora que se tienen los derechos que se ejercen; no los que nunca se han ejercido ni se ejercerán –al menos, no se ejercerán hasta que los puertorriqueños seamos desplazados y decimados, un proceso que ya comenzó. La estadidad solo será posible en un Puerto Rico [virtualmente] sin puertorriqueños. Ese reclamo de estadidad siempre ha provenido de la debilidad y hasta del servilismo, lo que ha contribuido a que lleve más de 12 décadas cayendo en oídos sordos.

Además, esa noción de que la ausencia de participación en los procesos electorales de Estados Unidos es un asunto de «derechos civiles» esconde la naturaleza estructural de la dominación –que es precisamente lo que ocurre con la subordinación sociocultural y económica de los afroamericanos, quienes no logran superar el discrimen y la desventaja en cuanto fenómenos que son parte de la fábrica sociopolítica y sicológica, de la cultura y prácticas, que han prevalecido por siglos en Estados Unidos. También esconde la ignominia intergeneracional de millones de “blancos” pobres y poco educados, cuyo único consuelo es creerse superiores a otros pobres, sean afroamericanos, hispanos, o inmigrantes desposeídos.

Una pregunta pertinente es si «la igualdad» de la estadidad es un eslogan superficial y vacuo; y si quienes lo articulan ignoran o evaden la realidad de que millones de seres humanos, vivos y muertos, han luchado con poco o ningún éxito para obtener en esa nación estadounidense una vida digna que se entronque en una igualdad sustancial. El «derecho al voto» nunca ha sido suficiente para las mujeres, los afroamericanos, los asiáticos, los latinos, los gays y lesbianas, los desposeídos, los maltratados y vulnerables. [25] De hecho, históricamente los puertorriqueños que han emigrado a Estados Unidos han vivido y padecido esa perenne desigualdad estructural.

El argumento de muchos es que los puertorriqueños debemos insertarnos totalmente en Estados Unidos y contribuir desde el estado 51 a mejorar esa sociedad. Esa noción se añade a la supuesta bondad de tener derecho a votar por el presidente y por personas que nos representen como miembros del Congreso de Estados Unidos.

Sobre el primer argumento, lo primero que salta a la vista es que hay más de cuatro millones de boricuas viviendo en Estados Unidos, mientras ese país sigue de mal en peor. ¿Qué influencia pueden ejercer cuatro, u ocho millones, en ese océano? Ese argumento ignora realidades, tales como la desmovilización de los puertorriqueños (aquí y allá), dedicados sólo a trabajar. Similar a la desmovilización de gran parte de la sociedad estadounidense, la misma ha dejado el campo abierto a todo tipo de elemento que ha hecho de la política su carrera.

El voto es inadecuado como herramienta de cambio, pues allá –similar a Puerto Rico– hay un solo partido con dos facciones: En Estados Unidos es el partido de la oligarquía y su preciado dinero. Agrava el cuadro que una de esas dos facciones se radicalizó –algo que tiene antecedentes históricos en los Dixiecrats, cuyos descendientes migraron al GOP cuando el Partido Demócrata se tornó en anatema como el supuesto partido de los derechos civiles y de más justicia para los afroamericanos, las minorías y las mujeres.

¿Haría alguna diferencia importante tener dos senadores y seis representantes? ¿Cuán «representados» están los estadounidenses en el Congreso y en la Casa Blanca? ¿Acaso no es el dinero de las arcas corporativas el que determina cuáles leyes y políticas se aprueban e implantan? El impacto del derecho al voto es muy limitado, en gran parte porque las instituciones gubernamentales establecidas constitucionalmente han sido cooptadas por los intereses de los billonarios y multimillonarios, quienes rara vez muestran alguna consciencia del impacto de su avaricia sobre la mayoría de los seres humanos que viven en Estados Unidos y en el resto del mundo.

No se trata de estar en contra del voto, por supuesto. Se trata de que el impacto del voto en nuestro destino colectivo está demasiado sobreestimado, dados los defectos estructurales de las «democracias liberales», y particularmente de la polis estadounidense. La esperanza de que bajo «el estado 51» los puertorriqueños nos aliaríamos con los progresistas de Estados Unidos para detener la debacle actual es otra fantasía temeraria.

[1] Véase Hannah Arendt, On Revolution (1963); Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (1967; 2017); Jonathan Israel, The Expanding Blaze: How the American Revolution Ignited the World (2017); Jonathan Israel, A Revolution of the Mind: Radical Enlightenment and the Intellectual Origins of Modern Democracy (2010); Edmund S. Morgan, American Slavery, American Freedom (1975); Edmund S. Morgan, The Birth of the Republic, 1763–1789 (4th ed. 2013); Edmund S. Morgan, Inventing the People: The Rise of Popular Sovereignty in England and America (1988); David Waldstreicher, Slavery’s Constitution: From Revolution to Ratification (2009); Gordon S. Wood, Power and Liberty: Constitutionalism in the American Revolution (2021).

[2] Según Arendt, los revolucionarios de las 13 colonias y de Francia «se enorgullecían de haber inaugurado una nueva era para toda la humanidad». Arendt, supra nota 1, pág. 53 (traducción mía).

[3] Véase Arendt, supra nota 1, pág. 26; Israel, A Revolution of the Mind, supra nota 1, prólogo.

[4] Dicha disposición de la Constitución de Estados Unidos establece en lo pertinente: Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof. La misma se divide en dos claúsulas: la que prohíbe el establecimiento de una religión oficial; y la que protege la libertad de culto o religión. Véase Ira C. Lupu & Robert W. Tuttle, Secular Government, Religious People (2014).

[5] Arendt, supra nota 1, págs. 32–34; 41; 46; 56; 119; 125–126. Para Arendt, la libertad significa vivir de manera política, que no es otra cosa que ser partícipe de las decisiones de gobierno. Arendt, pág. 32. Esa manera de vivir no se puede obtener en una monarquía, sino que requería la constitución de una república. Arendt, pág. 33.

[6] Arendt, págs. 39; 118.

[7] Véase, e.g., Rogers M. Smith, Civic Ideals: Conflicting Visions of Citizenship in U.S. History 13–14 (1997); Judith Shklar, American Citizenship: The Quest for Inclusion 13–14 (1997).

[8] Smith, supra nota 7, pág. 9 (traducción mía).

[9] Id.

[10] Id.

[11] Jonathan Israel usa el término «aristocracia informal». Israel, A Revolution of the Mind, supra nota 1.

[12] Sobre el concepto de public happiness, y su significado, véase Arendt, supra nota 1, págs. 72; 119; 123; 126–128; 130.

[13] 5 U.S. 137 (1803).

[14] Marbury, 5 U.S. págs. 177–178.

[15] Para una exposición rigurosa de la doctrina del poder constituyente, véase Pedro de Vega García, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente (1985). Véase también Carl Schmitt, Constitutional Theory 75–76 (1928; 2008); Roberto Ariel Fernández Quiles, El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico 7–23 (2004). Cf. Morgan, Inventing the People, supra nota 1, at 153: The sovereignty of the people is a much more complicated, one might say more fictional, fiction than the divine right of kings. A king, however dubious his divinity might seem, did not have to be imagined. He was a visible presence, wearing his crown and carrying his scepter. The people, on the other hand, are never visible as such. Before we ascribe sovereignty to the people we have to imagine that there is such a thing, something that we personify as though it were a single body, capable of thinking, of acting, of government, superior to government, and able to alter or remove a government at will, a collective entity more powerful and less fallible than a king or than any individual within it or than any group of individuals it singles out to govern it.

[16] Para una elaboración del argumento que dice que el Pueblo mantiene su potestad de revisar y emendar su Constitución, y hasta para sustituirla por otra dadas ciertas circunstancias, véase Joel I. Colón Ríos, La constitución de la democracia (2013).

[17] Para el trámite legislativo de la Ley 600, véase Roberto Ariel Fernández Quiles, El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico 33–40; 42–43 (2004); Ronald Fernandez, The Disenchanted Island: Puerto Rico and the United States in the Twentieth Century 179–184 (1992); 3 José Trías Monge, Historia constitucional de Puerto Rico 40–62 (1982).

[18] Public Law 600, 81st Congress (July 3, 1950). La sección 2 de dicha ley estableció que el Congreso estaba autorizando a la Legislatura de Puerto Rico «a convocar una asamblea constitucional para redactar una constitución para la isla de Puerto Rico. Tal constitución establecerá una forma republicana de gobierno e incluirá una carta de derechos». La Sección 3 requirió que la constitución se le envíe primero al Presidente de Estados Unidos, quien la enviará al Congreso si determina que la misma está en conformidad con la Ley 600 y con la Constitución de Estados Unidos. También requirió la aprobación del Congreso para que entrara en vigor.

[19] Ramón Luis Nieves, Estado Libre Asociado del Siglo xxi 245 (2da ed. 2004). Para mi respuesta a muchos de los planteamientos que hace Nieves, véase Roberto Ariel Fernández, Algunos apuntes críticos a un libro reciente: Estado Libre Asociado del Siglo xxi, de Ramón Luis Nieves, 66–1 Revista del Colegio de Abogados de Puerto Rico 49 (2005).

[20] Véase Morgan, Inventing the People, supra nota 1, pág. 13.

[21] mId. (Traducción mía).

[22] Id. Elaboró Morgan: The few who govern take care to nourish those opinions. No easy task, for the opinions needed to make the many submit to the few are often at variance with observable fact. The success of government thus requires the acceptance of fictions, requires the willing suspension of disbelief. Morgan, pág. 13; y: Government requires make-believe. Make believe that the king is divine, make believe that he can do no wrong or make believe that the voice of the people is the voice of God. Make believe that the people have a voice or make believe that the representatives of the people are the people. Id.

[23] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico 229–230 (2001).

[24] Lalo afirma que la «política de Washington se inscribe en la creencia de la isla vacía. Para Estados Unidos no hay puertorriqueños y concibe una isla sin nacionales, una población sin condición política. … No hay puertorriqueños sino ciudadanos americanos residentes en Puerto Rico. … [Ello] le concede tanto un marco legal como un conjunto de obstáculos para el reconocimiento de los puertorriqueños.» Eduardo Lalo, Intervenciones 251 (2018).

[25] Véase, e.g., Smith, supra nota 7, pág. 14; Shklar, supra nota 7, págs. 13–14.

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Roberto A. Fernández
Roberto A. Fernández

Written by Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.

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