Develando el misterio de la parálisis colonial

Roberto A. Fernández
9 min readAug 19, 2020

La característica más notable del régimen colonial estadounidense en Puerto Rico es su longevidad. ¿Qué factores han contribuido a nuestra aceptación de ese régimen? ¿Cómo y por qué se ha reproducido ese consentimiento, generación tras generación?

Aquí examino la capacidad del concepto de hegemonía para explicar el consentimiento a, y la longevidad de, la presencia estadounidense en Puerto Rico. A la vez, intento fundamentar mi afirmación de que la explicación no radica en las estrategias de dominación del imperio, sino en las circunstancias históricas, culturales y sicológicas de la nación subordinada.

Sobre lo cultural, propongo que habría que explorar si hay unas continuidades culturales –de ideas, actitudes, cosmovisiones y prácticas– que conectan los 122 años de subordinación bajo Estados Unidos con el periodo colonial bajo España, y cuya identificación arrojaría luz sobre las razones para la longevidad de la dominación estadounidense.

El concepto de hegemonía y la satisfacción de demandas

Efrén Rivera Ramos y Steven Lukes examinaron el fenómeno de «hegemonía», al cual Lukes llama «poder como dominación». Sostiene el jurista puertorriqueño que el fundamento material de la hegemonía está vinculado a la satisfacción de necesidades. [1] Lukes hace afirmaciones similares, a la vez que define este tipo de poder como «la facultad para evitar que las personas, en cualquier grado, tengan quejas» sobre su subordinación, «al moldear sus percepciones, cogniciones y preferencias de tal manera que acepten su rol en el orden existente».[2]

Ello requiere, elabora Lukes, contestar: «¿Cómo obtienen los poderosos el cumplimiento de aquellos a quienes dominan?» Más específicamente: «¿Cómo se aseguran de su cumplimiento voluntario?»[3]

Según el profesor Rivera Ramos, tres factores han contribuido a la aceptación de los puertorriqueños a su condición de sujetos coloniales de los Estados Unidos: el «discurso de derechos», la «ideología del estado de derecho», y vivir bajo un régimen de «democracia parcial». Los dos primeros factores «han sido características claves del proyecto hegemónico estadounidense y elementos constitutivos del proceso de legitimación».[4]

Para Lukes, el «poder como dominación» crea en el grupo subordinado la percepción de que sus intereses son atendidos y satisfechos. Rivera Ramos enfatiza la percepción de los subordinados de que el grupo dominante «tiene el conocimiento, los recursos, y la experiencia que se requieren para administrar los asuntos generales de la sociedad. La posición hegemónica de ese grupo es posible en la medida en que el ‘sentido común’ que prevalece en la población general puede ser moldeado por la cosmovisión del grupo [dominante]». [5]

A su vez, elabora Rivera Ramos paralelamente a Lukes, esa hegemonía depende de la disposición del grupo dominante «para incorporar las demandas de otros grupos y satisfacerlas, al menos parcialmente».[6] A continuación examino la validez de dichas afirmaciones en el caso nuestro.

Primero, la imagen de Estados Unidos como un defensor liberal de los derechos humanos deslumbró a la élite política puertorriqueña de finales del siglo 19 y comienzos del 20, y sectores populares, oprimidos por hacendados y comerciantes, vieron con esperanza la presencia del nuevo imperio. También es cierto que la España monárquica y autocrática no tenía en Puerto Rico los problemas de gobernanza que enfrentaba en Cuba. Al buscar explicaciones para la estabilidad de la dominación estadounidense sobre Puerto Rico, no veo cómo tal historia se deba subestimar; mucho menos ignorar.

Segundo, Estados Unidos nunca ha demostrado interés significativo alguno en «incorporar las demandas» de los puertorriqueños o de sus élites. En lo político, Puerto Rico está hoy en el mismo limbo colonial en el que se hallaba al aprobarse la primera ley orgánica, la Ley Foraker de 1900.

Desde los debates en el Congreso estadounidense que antecedieron la aprobación de esa ley, las tres ramas del gobierno estadounidense han concurrido en la consecución del objetivo que expresamente se articuló desde 1900: Mantener indefinidamente a Puerto Rico como un «territorio no incorporado»; y nunca encaminar un proceso para admitirlo como estado de la Unión o para que obtenga su independencia.

Así que las demandas políticas nunca han sido satisfechas. Propongo a su vez que la percepción contraria, en la cual Estados Unidos brilla como un faro de democracia y de justicia, es indicio de deficiencias culturales y cognoscitivas que son independientes de las «estrategias de dominación» de la nación dominante.

La disonancia no es producto de esas estrategias; pero no es menos cierto que las mismas –el discurso de derechos, la idea del estado de derecho, la dogmática imagen de liberalismo y democracia– forman parte del marco ideológico en que se basan las racionalizaciones y justificaciones para la subordinación. Es significativo que son los actores políticos puertorriqueños quienes constantemente articulan tales razones y justificaciones.

Tercero, en lo social y económico la situación no ha sido más auspiciosa. Además de la ignominia en lo político, las primeras cuatro décadas del siglo 20 se caracterizaron por la miseria económica, mientras los capitalistas estadounidenses ganaban millones. La primera reacción importante de resistencia no ocurrió hasta la cuarta década, con Albizu Campos y el Partido Nacionalista –quienes fueron reprimidos, incluso de forma violenta.

Pero el balance fue uno de paciencia y resignación ante un cuadro tétrico de miseria. No hubo ahí satisfacción de otros intereses, tales como una vida más digna, con menos explotación, menos hambre. Sin embargo, con la excepción del pequeño Partido Nacionalista, el país entonces no presentó reto importante alguno a la hegemonía metropolitana.

Hoy el país está sumido en una nueva etapa de pobreza atroz. La larga crisis socioeconómica del modelo estadounidense-muñocista -modelo que comenzó a dar visos de agotamiento hace más de cinco décadas- ha sido objeto de todo tipo de paliativos materiales, sicológicos, e ideológicos. La sociedad en la cual se ha dado todo eso es una donde, como expresó José Luis González, «la miseria se ha disfrazado de opulencia consumista y la zozobra de desaprensión y frivolidad». De nuevo, cabe la pregunta de si se atisban ahí indicios de deficiencias culturales y cognoscitivas que son independientes de las «estrategias de dominación» de la nación dominante que tanto enfatiza Rivera Ramos.

En resumen, el imperio no ha dado paso a un desarrollo económico ni político. La percepción de que se han satisfecho nuestras demandas y necesidades es una ilusión, atada a una sociedad estática, miedosa, y miope.

Otras claves sicológicas, históricas y culturales

Otro factor a considerar es la necesidad sicológica de autoestima. En nuestro caso, sentirnos bien con nosotros mismos, crear un sentido gratificante de identidad individual y colectiva, se ha moldeado de tal manera que ha prescindido de obtener una nacionalidad política separada. Lo contrario parece ser cierto, que tal necesidad está ligada, en importante grado, a la dominación del poderoso imperio estadounidense.

No creo que deba subestimarse nuestra percepción de que hemos participado, aunque modestamente, del poder global estadounidense. Esa percepción ha sido reforzada por la participación de cientos de miles de puertorriqueños en las fuerzas armadas y guerras estadounidenses. Desarrollos recientes, y otros por ocurrir, podrían socavar esos y otros factores de la ecuación del consentimiento al colonialismo; o podrían no tener efectos importantes, dada la debilidad en que se encuentra Puerto Rico, acentuada por las divisiones tribales, una visión simplista e incompleta de la realidad, y antiguos miedos.

El escepticismo hacia la independencia conlleva no aspirar a ostentar poderes políticos y económicos. A la vez, nuestra adulación a los políticos «locales» nunca se ha traducido en un anhelo de que ostenten amplios poderes. Ello puede ser una señal de auto desprecio, propio de sociedades coloniales o con historial colonial, las cuales tienen comportamientos y actitudes análogos a los de personas con inseguridades profundas.

Algunos autores han llamado la atención a la relación causal entre antiguos resentimientos de clase, los cuales se remontan cuando menos al siglo 19, y ese escepticismo. Pero el poder explicativo de antiguos resentimientos de las clases oprimidas de Puerto Rico hacia las élites no esconde que, más que dar cuenta de que no queramos la soberanía nacional, tal razón forma parte de nuestra característica estasis cultural.

Los cambios de circunstancias y la realidad de la explotación imperial, mayor que cualquier explotación que hayamos experimentado de las élites puertorriqueñas –y más relevante, además de ser algo presente y constante, no algo del pasado– develan que esas justificaciones al miedo a la independencia son post hoc. Es decir, son racionalizaciones atemporales, basadas en sentimientos o percepciones que se desarrollaron hace más de 150 años, desconectadas de las nuevas circunstancias que comenzaron a desarrollarse con el llamado cambio de soberanía.

Realpolitik y estancamiento

Como todo el mundo, los políticos son parte de la cultura en la que nacen y crecen, por lo que hacen suyas las ideas y cosmovisiones de esa cultura. Por lo tanto, adquieren un conocimiento cabal de la sociedad en la cual se ubican, el cual internalizan de manera orgánica, y utilizan para su beneficio y viabilidad. Entre otras cosas, ese conocimiento les indica cuáles son posibilidades, al igual que los límites a su margen de acción. En Puerto Rico, esos límites internos se han sumado al perenne obstáculo del desprecio y la indiferencia imperiales.

Los políticos puertorriqueños llevan generaciones siendo conscientes de que su viabilidad política requiere atemperar aspiraciones y acciones, de manera que no ofendan a un electorado eminentemente conservador, con aversión a cambios y rompimientos radicales o significativos. Entre otras cosas, ese conservadurismo les ha negado a nuestros políticos la posibilidad de extorsionar a las autoridades estadounidenses.

Los intentos de extorsión –decirles que si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se han dado, y nunca han rendido fruto importante alguno. La timidez y parálisis de políticos y electorado se refuerzan en un vicioso círculo de retroalimentación.

Puerto Rico tiene visos de ser una sociedad estática

La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce culturalmente de múltiples maneras, sobre todo a través de las ideas y suposiciones que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad de que se trate. Los humanos tendemos a conformarnos con la cosmovisión que adquirimos e internalizamos en el proceso de socialización y aculturación, la cual a su vez reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias ocupacionales. Esa tendencia a la conformidad también se entronca en la percepción de que nuestra viabilidad social y bienestar material se adelantan obedeciendo «las reglas».

En ese marco: ¿Qué tal si el eje central de las explicaciones a 120 años de ignominia colonial es una «preferencia» visceral y pre-existente por la parálisis? Me pregunto si eso es lo que muchos notan, pero casi nadie osa mencionar. Esa estasis es producto de miedos y divisiones ancestrales. Propongo que el asentimiento al colonialismo proviene de un conjunto de modos de ser, de hacer –y de no hacer– arraigados en nuestra cultura, pues habrían sido transmitidos de cerebro a cerebro a través de lo que llaman «el ejemplo».

Los mecanismos de transmisión de lo que llamamos «cultura» son difíciles de detectar, lo que los hace más formidables. Esa transmisión es mayormente autónoma, cotidiana, omnipresente, muy difícil de detectar con el radar de instituciones públicas o privadas mal concebidas, estén o no interesadas en algún tipo de ingeniería social. Como apunté, el poder explicativo del arraigado resentimiento y la desconfianza de las clases populares como base para su anti-independentismo no esconde el fenómeno, a mi modo de ver medular, de que tales actitudes también denotan el estatismo cultural que nos caracteriza.

Conclusión

Hay que enfrentarse a la probabilidad de que, como nación dominante, Estados Unidos se benefició desde el principio de un orden sociocultural preexistente. Ese orden, el cual se había estado formando por cientos de años en la nación subordinada, ha sido –era, es aún, y será– lo suficientemente estable como para no requerir elaboradas estrategias de dominación.

Quizás una cultura estática, llena de miedos y sin superar sus divisiones, no requiere de «estrategias de dominación» para ser subyugada, pues ya está dominada. Por ello, los esquemas teóricos de Rivera Ramos y de Lukes pueden muy bien ser superfluos a la hora de explicar la longevidad de nuestro asentimiento más que centenario al régimen colonial estadounidense.

[1] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (2001).

[2] Steven Lukes, Power: A Radical View 11 (2nd ed. 2005) (traducción mía).

[3] Id., pág. 12 (traducción mía).

[4] Rivera Ramos, supra nota 1, pág. 193.

[5] Rivera Ramos, pág. 15.

[6] Id.

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.