7 — Develando el misterio del consentimiento a la dominación

Roberto A. Fernández
37 min readSep 5, 2023
Playa Los Tubos, Manatí, Puerto Rico. (Foto tomada por el autor).

Durante ya más de 125 años de presencia y dominación estadounidense, una constante ha sido su aceptación por al menos ocho generaciones de puertorriqueños. La resistencia al régimen, que sí ha existido y ha tomado distintas formas, nunca ha dado paso a, ni ha sido parte de, un proceso social y político que culmine en ponerle coto a la dominación imperial. Esa longevidad del presente régimen colonial clama por explicaciones.

En el capítulo anterior sostuve que nuestro modo de vida anti político ha contribuido a la parálisis colonial. También observé que una variedad de factores históricos explica que nuestro nacionalismo se limite a lo cultural. Ahora me enfrento a un problema relacionado: nuestra aceptación al tipo de dominación que llamamos «imperialismo» o «colonialismo». ¿Qué factores han contribuido a nuestra aceptación de ese régimen? ¿Cómo y por qué se ha reproducido la misma, generación tras generación? Ya argüí que, para comenzar a entender nuestra aversión –o indiferencia– a la soberanía, a la tarea de constituir un estado-nación, hay que considerar la historia económica, cultural y social del país, y sus efectos sicológicos y políticos. Las circunstancias e ideas que sostienen esa actitud se desarrollaron de manera orgánica, a partir de la dominación imperial española. Añado a esa discusión en este capítulo.

Al elaborar sobre ese examen, evalúo si el concepto de hegemonía explica el consentimiento a la presencia estadounidense en Puerto Rico. Mi exploración me dirige a sostener que la explicación radica, no en las «estrategias de dominación» que enfatizan los teóricos de la hegemonía –o en las estrategias particulares implantadas por Estados Unidos– sino en las circunstancias históricas, culturales y sicológicas de la nación subordinada. Fraguadas bajo España, las mismas preceden a la presencia y dominio estadounidenses.

Como se mencionó en el capítulo anterior, esas realidades dieron paso a una nacionalidad cultural, pero no generaron en la población la aspiración de constituir un estado nacional independiente. Además, otros factores que no se deben pasar por alto incluyen: 1) las asimetrías y dinámicas de poder que surgen de la presencia estadounidense; 2) las reacciones a esas dinámicas de poder por parte de los dominados; y, sobre todo, 3) el condicionamiento de tales reacciones por las realidades económicas, sociopolíticas, pero sobre todo culturales y sicológicas, de la sociedad subordinada.

Reflexionar sobre este problema requiere, entre otros enfoques, un examen de la cultura puertorriqueña en cuanto conjunto de ideas, actitudes, y modos de hacer y no hacer. Tal examen obliga a tomar en cuenta el devenir histórico del conjunto humano que llamamos «los puertorriqueños» –devenir que comencé a discutir en los capítulos 1 y 6. Se trata, en síntesis, de tomar en cuenta la historia integral del país, sin perder de vista que la misma ha transcurrido en un contexto de subordinación bajo dos imperios.

Propongo que hay unas continuidades –de ideas, actitudes, cosmovisiones y prácticas– las cuales conectan el presente periodo de subordinación a Estados Unidos con el periodo colonial bajo España, y arrojan luz sobre las razones para la longevidad de la dominación estadounidense. Por ello, regreso al siglo 19 puertorriqueño, cuando comienzan a gestarse las luchas políticas de lo que a partir de entonces los habitantes de este archipiélago hemos llamado «el país». Adelanto mi convicción de que es una barbaridad descansar en los efectos en nosotros de la subordinación colonial para sostener que es fútil que aspiremos a ponerle fin a tal subordinación. Ese es el mayor derrotismo posible en el cual se puede caer y se cae.

Una nación que no ha intentado constituir un estado

La manifestación en el siglo 19 de una cultura puertorriqueña y de nuestras primeras incursiones políticas no vino acompañada de un sentimiento separatista generalizado. Desde el punto de vista imperial, las medidas represivas que España implantó durante ese siglo se justificaban ante la rebeldía de las élites cubanas; pero se justificaban menos en Puerto Rico, dada la inexistencia aquí de un movimiento independentista tenaz o efectivo. Episodios separatistas aislados –notablemente, el Grito de Lares, de 1868– parecen confirmar la debilidad de la facción separatista. Pero también hubo represión en Puerto Rico, más allá de la que vino con Lares, y se ha argüido con plausibilidad que la misma tuvo un efecto importante en la psique colectiva de esas generaciones y de las venideras.

Así que hubo represión en tiempos de España, a pesar de la marginalidad de los llamados «separatistas», la cual se agravó durante el último cuarto del siglo 19. Es quizás significativo que a los conspiradores de la insurrección de Lares les perdonaron la vida; y no estuvieron mucho tiempo presos –aunque muchos arrestados a través de la isla sí murieron en prisión. En 1887 sí se reprimió con brutalidad a muchos «autonomistas», quienes siempre se limitaron a solicitar meras reformas que no incluían rompimiento con la metrópoli. Esa represión era innecesaria y hasta viciosa, pero estamos hablando de la España monárquica y autocrática, que había perdido ya casi todo su imperio por haber sido, de acuerdo a su visión, «demasiado tolerante». Además, el trato a los líderes de Lares versus aquel a los líderes autonomistas quizás es otra instancia del desprecio mayor que se siente por aquellos que contemporizan con quienes ostentan el poder.

La represión más aguda bajo Estados Unidos se dio en las décadas de 1930 y 1950, como reacción a las actividades del Partido Nacionalista. Además, los miembros del Partido Independentista Puertorriqueño (fundado en 1946), y los de otros partidos y grupos, fueron reprimidos hasta la década de 1980, incluso por el aparato policial del E.L.A. Desde su creación a principios de la década de 1950, el gobierno del E.L.A. tuvo un rol significativo en esa represión.

Las llamadas «carpetas» (expedientes de miles de puertorriqueños, con todo tipo de información sobre cada uno) fueron parte de la guerra sucia de las autoridades federales, y de la policía de Puerto Rico y su infame División de Inteligencia. Esa guerra sucia, librada desde la década de 1930, creó las condiciones que culminaron con los asesinatos políticos, viles y cobardes de Santiago Mari Pesquera (en 1976), de 23 años, Carlos E. Soto Arriví, de 18 años, Arnaldo D. Rosado Torres, de 24 años (en 1978), y Carlos Muñiz Varela, de 25 años (en 1979). El F.B.I. y el Departamento de Justicia de Estados Unidos no investigaron esos asesinatos, que constituían violaciones de las leyes penales estadounidenses que codifican violaciones de los derechos civiles. No es difícil saber por qué.

Aunque parezca paradójico, la violencia del gobierno estadounidense y del estado colonial con sede en San Juan ha sido un factor legitimador del régimen, en la medida en que el grueso de la población puertorriqueña lo ha codificado de la siguiente manera: tal violencia «debe ser por algo»; los recipientes de tal violencia «no son angelitos». El colonialismo es un crimen, en gran parte porque todo lo distorsiona.

Nunca ha cristalizado aquí una masa crítica que pueda desembocar en la independencia. Nuestro caso es bastante sui generis en ese sentido, junto a otras colonias estadounidenses –también con poca extensión territorial (y menos población que nosotros), y débil «separatismo», tales como Samoa, Guam, e Islas Vírgenes (lo cual invita a explorar el efecto sicológico del «tamaño» como agravante en situaciones de asimetría de poder). De ahí que, incluso al tocar fondo el régimen colonial en la en extremo miserable década de 1930, Albizu no logró un cambio de rumbo, mientras que su arresto y convicción no se tradujo en más rebelión.

Casi cien años después, el país está atravesando por su mayor crisis socioeconómica desde la era de la depresión que comenzó con el crash de la bolsa de valores de New York en 1929. Aún están por verse los efectos sobre el estatus colonial, si alguno, de la presente debacle. Dos de las respuestas individuales a la debacle son: no tener hijos, y/o emigrar. Ambas no sólo dejan intacta la crisis, sino que la empeoran, pues ahondan el abismo demográfico –facilitando así el camino de quienes ambicionan un Puerto Rico sin puertorriqueños. Esa infame «ambición» fue articulada por Edwin Miranda, uno de los publicistas de los gobernadores PNP Luis Fortuño y Ricardo Rosselló, en el chat de Telegram que causó la caída en desgracia y renuncia de este último en 2019.

Los movimientos independentistas latinoamericanos fueron creación de las élites coloniales. Ese fue también el caso de Estados Unidos de América, pues a la población de «las trece colonias» no le interesaban los «agravios» del parlamento británico, los cuales motivaron a los colonos ricos a separarse. Esa población tenía presente la preeminencia de esas élites coloniales, que para ella era más relevante que cualquier abuso de la distante corona británica.

Para combatir la apatía del «populacho», y tener soldados y apoyo de las masas, las élites de Estados Unidos, y de América Latina, se valieron de la retórica de derechos proveniente de las ideas de la Ilustración europea, a la vez que apelaban a nacientes sentimientos nacionalistas. Por lo tanto, tildaron a las monarquías imperiales de ser enemigas del pueblo todo, a la vez que articularon promesas de libertad. Pero lo que esas élites deseaban era ejercer el poder que sobre ellos ejercían esas monarquías, y potenciar así su desarrollo y dominio económico y político.

Por los primeros tres siglos bajo España, Puerto Rico no fue explotado económicamente. Hubo reformas a finales del siglo 18 que causaron, entre otros efectos modestos, un aumento de la población. Pero, no fue hasta el siglo 19, producto de las medidas adicionales tomadas por la corona, que surgieron por fin atisbos de una élite «criolla», la cual fue incipiente y débil, pues la actividad económica apenas despegaba. Por eso, esa élite era «liberal-autonomista» o «conservadora-anexionista». La mayoría de esa última facción la componían peninsulares. El sector «separatista» era minoritario. González observó que el fracaso de Lares hizo consciente a Betances de que la «clase dirigente nativa» de entonces «no quería la independencia»; y, añade, «no podía quererla, porque su debilidad como clase, determinada fundamentalmente –lo cual no quiere decir exclusivamente– por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad puertorriqueña, no le permitía ir más allá de la aspiración reformista que siempre la caracterizó».[1]

La actividad económica que se dio en el siglo 19 produjo ganadores y perdedores. El proletariado explotado de la costa y de la montaña y los pequeños agricultores terminaron resintiendo a los hacendados azucareros y cafetaleros; y a los comerciantes y prestamistas. Desde entonces, se atisba un pueblo que no ha querido que esa élite mande de verdad. Bajo Estados Unidos se mantuvo ese alineamiento. Pero todo tiene un precio, y preferir que mande un poder externo no será una excepción a tal truismo.

La discusión del Capítulo 6 y la que sigue es un intento por ir más allá de observar o de argüir que las élites criollas y la población en general «nunca han querido la independencia»; o que no se dieron en su momento las condiciones materiales para que esas élites ambicionaran dirigir a un país independiente. En adelante, me concentro en explorar la solidez de la noción de que el poder imperial estadounidense ha conseguido nuestro consentimiento a su dominación a través de tácticas dirigidas a establecer y reforzar su hegemonía, donde «hegemonía» se define como el tipo de dominación en el cual los dominados terminan consintiendo a, o aceptando, su condición de tales.

En búsqueda de explicaciones

Existe en la sociedad puertorriqueña una aceptación generalizada a la presencia, gobierno, y dominación estadounidense. Tal aceptación ha conllevado mantenernos más o menos impávidos ante su monolítica estructura, la cual ha permanecido incólume década tras década, ya siglo tras siglo.

La aceptación de esa subordinación debe producir perplejidad, no sólo por su repetición intergeneracional, sino porque la esencia de la dominación estadounidense ha permanecido inalterada durante más de un siglo. Tal realidad denota un grado importante de estancamiento, de inacción social y política –y también demuestra que las acciones que sí se han acometido no han producido cambios, pues encarnan tácticas recicladas e ineficaces.

Como enfaticé en el capítulo anterior, reciclar las mismas tácticas que no han dado resultado equivale a que hemos optado por la inacción. Estar divididos desde el siglo 19 en tribus partidistas no ha dado resultado importante alguno para el colectivo puertorriqueño.

El concepto de hegemonía o poder como dominación

Efrén Rivera Ramos y Steven Lukes examinaron el fenómeno que el primero denomina «hegemonía», y que Lukes llama «poder como dominación». Sostiene el jurista puertorriqueño que el fundamento material de la hegemonía está vinculado a la satisfacción de necesidades. [2] Lukes hace afirmaciones similares, a la vez que define este poder como el que posee la facultad para evitar «que las personas, en cualquier grado, tengan quejas» sobre su subordinación, «al moldear sus percepciones, cogniciones y preferencias de tal manera que acepten su rol en el orden existente». [3]

Según Lukes, ello requiere contestar: «¿Cómo obtienen los poderosos el cumplimiento de aquellos a quienes dominan?» y, más específicamente, «¿cómo se aseguran de su cumplimiento voluntario?»[4] Esas pueden ser preguntas relevantes. Sostengo, sin embargo, que en el caso de Puerto Rico lo primero que habría que examinar es si la sociedad con la que Estados Unidos se encontró en 1898 podía ser dominada, y fue dominada, sin necesidad de grandes esfuerzos.

Rivera Ramos examina el marco material, ideológico, cultural y jurídico de la dominación estadounidense, para decirnos que el efecto de las estructuras y estrategias de poder ha sido producir, consolidar y reproducir el consentimiento de los puertorriqueños a la presencia avasallante de Estados Unidos. A su vez, identifica los eventos jurídicos más importantes: los casos insulares, y la unilateral «naturalización» colectiva de los puertorriqueños como ciudadanos de Estados Unidos. Podría ser que, si no lo produjeron, tales eventos y políticas consolidaron o al menos reforzaron tal consentimiento.

No hay duda de que Estados Unidos implantó políticas que produjeron enormes cambios en todos los órdenes de la vida de los puertorriqueños. [5] Pero, sostengo, el hecho de la implantación de esas políticas, con poca o ninguna resistencia, sugiere que la naturaleza de esas políticas es menos importante que la facilidad con la que se implantaron. [6] De hecho, como lo ejemplifican Barbosa y el mismo Muñoz Rivera, las llamadas élites –y también gran parte de la población– mostraron entusiasmo y esperanza ante la presencia del nuevo imperio, antes de que éste tuviera la oportunidad de implantar sus políticas.

Según el profesor Rivera Ramos, tres estrategias de dominación han contribuido a la aceptación de los puertorriqueños a su condición de sujetos coloniales de Estados Unidos: el «discurso de derechos», la «ideología del estado de derecho», y vivir bajo un régimen de «democracia parcial». Enfatiza él que los dos primeros factores «han sido características claves del proyecto hegemónico estadounidense y elementos constitutivos del proceso de legitimación».[7]

Para Lukes, el «poder como dominación» crea en el grupo subordinado la percepción de que sus intereses son atendidos y satisfechos. Cónsono con Lukes, Rivera Ramos enfatiza la importancia de la percepción de los subordinados de que el grupo dominante «tiene el conocimiento, los recursos, y la experiencia que se requieren para administrar los asuntos generales de la sociedad. La posición hegemónica de ese grupo es posible en la medida en que el ‘sentido común’ que prevalece en la población general puede ser moldeado por la cosmovisión del grupo [dominante]». [8]

Elabora Rivera Ramos, paralelamente a Lukes, que tal hegemonía también depende de la disposición del grupo dominante «para incorporar las demandas de otros grupos y satisfacerlas, al menos parcialmente».[9] Procedo a examinar la aplicación, validez y utilidad al caso puertorriqueño de ese esquema teórico.

Las limitaciones del concepto de hegemonía al caso que nos ocupa

Primero, como apunté, la España monárquica y autocrática no tenía en Puerto Rico los problemas de gobernabilidad que enfrentaba en Cuba. Al buscar explicaciones para la estabilidad de la dominación estadounidense sobre Puerto Rico, las realidades en tiempos del dominio español no se deben subestimar; mucho menos ignorar. Heredar una población colonial con inconformidades que no se tradujeron en acción separatista no es lo mismo que gobernar una población militante a favor de su libertad política.

Segundo, la imagen de Estados Unidos como defensor «liberal» de los derechos ciudadanos pareció deslumbrar a la élite política puertorriqueña de finales del siglo 19 y comienzos del 20. Sin embargo, encuentro plausible que la élite boricua utilizó esa imagen de Estados Unidos para explicar, y justificarse a sí misma, su aceptación de la presencia del nuevo poder imperial. Claro, esa imagen también atrajo a sectores populares, oprimidos por hacendados, comerciantes y usureros, quienes vieron con esperanza la presencia del supuesto paladín de la democracia. [10] La esperanza puede ser un sentimiento peligroso.

¿Por qué se recibió a «los americanos» con esperanza? ¿Por qué se les hizo fácil establecer su dominación? ¿Por qué la violencia de las «partidas sediciosas» tuvo como objeto a los hacendados y comerciantes, mayormente peninsulares y extranjeros? ¿Por qué, luego de la desaparición de las partidas sediciosas, la violencia y la intimidación pasó a ser una táctica de las «turbas republicanas»? Sobre la violencia contra hacendados y comerciantes, la clave principal parece radicar en los resentimientos que José Luis González enfatizó en sus ensayos, que habrían sido la causa de la violencia perpetrada por esos grupos, mayormente en el interior montañoso. De hecho, Picó encontró en su investigación que la «revancha» fue la motivación principal de las partidas. [11]

En cuanto a las razones para la pobre imagen de España, la cual podría contestar en gran medida las primeras dos preguntas anteriores, es pertinente apuntar a la irrelevancia histórica del gobierno de Madrid en las vidas de gran parte de los pobladores (hasta que en el siglo 19 se aprueban decretos reales que trastocan su modo de vida); y la debilidad de España (pues perdió casi todo su imperio en América durante el primer cuarto del siglo 19). Casi nada inspira menos respeto que un gobierno objetiva y subjetivamente decadente, el cual cuando actúa lo hace de manera arbitraria y despótica. Para cuando se hace sentir ese gobierno de Madrid, ya había perdido su imperio en América (excepto Cuba y Puerto Rico); y las medidas que tomó se reciben con desagrado por la población de la montaña, que perdió sus estancias y modo de vida, y pasó a ser un ejército de jornaleros que trabajaba para y era explotado por los nuevos hacendados.

Si asumimos que es en realidad un factor relevante, cualquier grado de desafección con respecto a España del puertorriqueño de finales del siglo 19 y comienzos del 20 podría explicarse así: Los primeros 3 siglos de la presencia española se caracterizaron por el abandono casi total de la población. La metrópoli sólo prestó atención a las necesidades de la ciudadela fortificada, y nunca se ocupó de desarrollar la isla. Cuando esto comienza a cambiar, a finales del 18 y, sobre todo, en el siglo 19, las medidas económicas y de estímulo de cierto tipo de inmigración tuvieron efectos que los pobladores percibieron como nefastos: De estancieros pasaron a ser peones de hacendados extranjeros. Esas circunstancias no podían conducir a un apego al gobierno español ni a los extranjeros que se convirtieron en explotadores. A eso se suman los gobernadores militares –los capitanes generales– quienes, acuartelados en la ciudadela fortificada, trataban con desprecio y ocasional represión a los isleños.

El hecho es que pasamos de la tutela de un virtual ex imperio, un país en decadencia política y económica, a un imperio en ascenso, con su apabullante capitalismo e imagen de «paladín de la democracia» y proveedor de la «modernidad». Sin embargo, como elaboro adelante, habría que indagar si la facilidad con la cual Estados Unidos estableció su dominación en Puerto Rico fue más producto de su «suerte» que una consecuencia de su poder.

En 1900, el grueso de la élite dirigente del país pasó de la esperanza a la confusión. Ahí se quedó hasta hoy, en un estado que parece incluir una especie de catatónico embelesamiento. Al principio, se ilusionó con que seríamos un estado de la unión estadounidense; a la vez que los miembros de esas facciones lideradas por Barbosa y Muñoz Rivera concebían a Estados Unidos como una «república de repúblicas». Mas esa concepción ya era problemática al ratificarse la Constitución que se redactó en 1787, la cual creó una sola soberanía y una sola fuente de normas supremas.

Barbosa y Muñoz Rivera ignoraron, o pretendieron ignorar, que esa idea de soberanos participando de una confederación se había alterado tan pronto como en 1788, al derogarse los Artículos de Confederación con la ratificación de la Constitución que se redactó el año anterior; y, en todo caso, terminó de esfumarse con la consecuencia fundamental de la Guerra Civil de 1861–1865: la consolidación de la supremacía del gobierno federal. Así que, desde la perspectiva de más de 12 décadas de dominación imperial y capitalista estadounidense, es notable que ya para 1900 se comenzaron a manifestar las febriles fantasías de los políticos de nuestro país, las cuales parecen haber transmitido a la población puertorriqueña.

Tercero, Estados Unidos nunca ha «incorporado las demandas» o «satisfecho las necesidades» de las clases populares y de las élites puertorriqueñas. A pesar de ello, su negativa a potenciar mayor justicia social o a descolonizar a Puerto Rico no se tradujo nunca en una oposición importante al régimen, ya fuera masiva o de la élite. En lo político, Puerto Rico está hoy en el mismo limbo colonial en el que se hallaba al aprobarse la primera ley orgánica, la Ley Foraker de 1900.

Es por ello que no concuerda con la realidad la percepción de que Estados Unidos ha sido democrático, justo y benevolente en el aspecto político de su relación con Puerto Rico. Esa divergencia entre percepción y realidad requiere explicaciones, más allá de calificarla de «disonancia cognitiva» o algún constructo análogo. La explicación, propongo, está mayormente en la cultura del país, según había cuajado desde antes de que Estados Unidos invadiera por Guánica en 1898: una cultura que ha desplegado una ausencia de respuesta emocional a la visión o necesidad de la soberanía nacional.

En el siglo 19 surgió una élite que incluía a un sector «autonomista», al cual el Partido Popular Democrático ha presentado –con plausibilidad– como su ascendencia política e histórica. Al igual que el PPD, el decimonónico Partido Autonomista luchó por algún grado de gobierno propio, mientras abogaba por mantener los lazos políticos con la metrópoli española. El antecesor del Partido Autonomista, el Partido Liberal Reformista, fue el primer partido que se fundó en Puerto Rico, el 24 de noviembre de 1870. [12] Los liberales reformistas aspiraban a cierto grado de descentralización administrativa, comenzando por «la ampliación de las facultades de la Diputación Provincial y de los ayuntamientos».[13]

Nos dice Trías Monge que los liberales reformistas escogieron y definieron sus propósitos «con extremo cuidado para evitar en lo posible la imputación de separatismo».[14] A su vez, afirman Ayala y Bernabe que, «durante más de un siglo, la corriente autonomista ha buscado instalarse en ese espacio político-cultural subordinado y a la vez distinto». [15]

Ante la decepción que representó la Ley Foraker, esa corriente política pareció adquirir nuevos bríos, y abandonó con prontitud la esperanza de que Estados Unidos convertirá a Puerto Rico en un «estado de la unión». Sin embargo, Muñoz Rivera encabezó una oposición retórica e inefectiva al nuevo paternalismo tacaño y tiránico, esta vez vestido con la bandera de franjas y estrellas. En la llamada facción autonomista, la timidez y pusilanimidad han sido una constante desde entonces hasta nuestros días. El posicionamiento político ambivalente e inefectivo de quienes por largas décadas hemos llamado «estadolibristas» es otra constante más que centenaria, que se remonta a finales del siglo 19 y principios del 20.

En su análisis materialista, González enfatiza que el desencanto del sector liderado por Muñoz Rivera no se debió a la Ley Foraker y a las decisiones en los primeros casos insulares, sino que la decepción «sólo sobrevino cuando la nueva metrópoli hizo claro que la invasión no implicaba la anexión, no implicaba la participación de la clase propietaria puertorriqueña en el opíparo banquete de la expansiva economía capitalista norteamericana, sino su subordinación colonial a esa economía».[16] Sobre todo porque «se hizo evidente que el nuevo régimen económico –o sea la suplantación de la economía de haciendas por una economía de plantaciones– significaba la ruina de la clase hacendada insular y el comienzo de la participación independiente de la clase trabajadora en la vida política del país».[17]

Ante la Ley Foraker, los republicanos de Barbosa tuvieron una reacción distinta, a la vez que ganaron acceso a posiciones dentro del régimen. Desde entonces, el sector estadista ha desplegado una hostilidad visceral a cualquier crítica a Estados Unidos. También es cierto que ese sector era hostil al de los antiguos hacendados, el cual se alineaba con la facción de Muñoz Rivera.

Barbosa y su partido aceptaron y adoptaron la racionalización imperial de que los puertorriqueños necesitaban un periodo de tutela antes de ser admitidos como estado, de manera que aprendieran el arte de la gobernanza y de la vida en democracia. Al así hacerlo, los republicanos puertorriqueños se hicieron eco del discurso de senadores, congresistas y burócratas racistas de Estados Unidos, quienes a su vez repetían las nociones de inferioridad racial que los jueces del Tribunal Supremo articularon en los primeros casos insulares. Es decir, los republicanos de principios del siglo 20 adoptan una racionalización para la Ley Foraker que equivale a repetir y validar las expresiones racistas que el Tribunal Supremo articuló a partir de 1901, en su decisión en Downes v. Bidwell. Las contradicciones y surrealismo de la colonia no parecen conocer límites.

Por cierto, esa justificación para la subordinación a Estados Unidos siempre debió ser motivo de aprehensión. No era buen augurio que el nuevo imperio –que ya había echado mano de racionalizaciones basadas en jerarquía racial para explicar su derecho a, y su éxito en, subyugar a los nativos y a los esclavos– usara las mismas para tratarnos como colonizados (por más de doce décadas ya). [18] Hoy, los estadounidenses –en el Congreso, en el ejecutivo de Estados Unidos, en la Junta de Control Fiscal, en las expresiones de los John Paulson de la vida– apuntan a la deuda y al deterioro de Puerto Rico para reforzar esas nociones; para estrujarnos en la cara que tenemos que poner nuestra casa en orden, en total abstracción del rol predominante del avaro capitalismo americano –hoy en su encarnación financiera– y mientras «olvidan» el rol de las políticas del gobierno estadounidense en la presente ruina. Además de su avaricia y sus políticas, son también detestables la retórica, la ignorancia y la memoria selectiva estadounidenses.

Ilustra lo tortuoso y fútil del camino de reformar el régimen colonial que, desde la década de 1910, unionistas y republicanos buscaban hacer electivo el cargo de gobernador. Por supuesto, con la Ley Jones de 1917 el Congreso mantuvo el nombramiento presidencial del puesto de gobernador, como era desde 1900. No fue hasta 1947 que el Congreso aprobó la «ley del gobernador electivo». Luego de la aprobación de la Ley 600 de 1950 –mediante la cual el Congreso «autorizó» la redacción de una supuesta constitución, que sustituiría parte de la Ley Jones– se implantó la estructura gubernamental actual, cuya longevidad ya superó las siete décadas.

La Ley Foraker estuvo vigente por diecisiete años; la Ley Jones por treinta y cinco años, el doble del tiempo que estuvo vigente la Foraker. A su vez, en 2024 el E.L.A. cumplió 72 años, y ya superó en longevidad, por más del doble del tiempo, a las secciones de la Ley Jones que dictaban la estructura del gobierno o estado colonial. Recuérdese que muchas de las disposiciones de la Ley Jones, que venían de la Ley Foraker de 1900, pasaron a ser la todavía vigente Ley de Relaciones Federales. Así que secciones neurálgicas de la Ley Jones, que provienen a su vez de su predecesora la Ley Foraker, han estado vigentes desde 1900, incluso la aplicación general de las leyes federales.

Durante más de siete décadas, fracasaron los múltiples intentos por ampliar los «poderes de gobierno propio» de Puerto Rico bajo el E.L.A. La realidad es que los reclamos de mayor «gobierno propio», de «más autonomía», llevan más de un siglo estrellándose contra la negativa de los gobernantes estadounidenses a tan siquiera concebir que Puerto Rico pueda o deba obtener más poderes –mucho menos a que obtenga poderes que los estados no poseen. Lo mismo ha ocurrido con los reclamos de estadidad, pues esos gobernantes tampoco concibieron y aún no conciben un «estado de Puerto Rico». Que esa negativa e indiferencia hayan sido acompañadas de condescendencia, aparentes buenos modales, y cabildeo –gran parte del mismo pagado con dinero del tesoro de Puerto Rico– no la hacen menos patentes, pero sí más cínicas.

Así que Estados Unidos se topó en Puerto Rico con una situación auspiciosa, distinta a la de Filipinas, nación que fue sometida mediante una violencia espantosa, célebre por el sadismo racista y asesino de las tropas estadounidenses. La resistencia filipina llevó a que en 1916 el gobierno estadounidense ya le estuviera prometiendo la independencia, la cual concedió en 1946.[19] En contraste, dice la explicación, Puerto Rico era una sociedad dividida, desmovilizada, con un desarrollo económico que apenas despegaba, lo que no había dado paso a la emergencia de una clase propietaria sólida, para la cual la independencia apareciera como ventajosa.

Se ha enfatizado también que la élite del país (criolla y peninsular) se debilitó con el «cambio de soberanía». De hecho, las políticas del gobierno de Estados Unidos aniquilaron a los hacendados cafetaleros; y los dueños de las plantaciones costeras tuvieron que ceder el grueso del control de la industria del azúcar a capitalistas estadounidenses. [20] Sin élite independentista, articula este línea argumentativa, no podía haber independencia de España ni de Estados Unidos; y ya entrado el siglo 20, un importante sector de la aún más débil e impotente élite del país –dividida como estaba– alineó sus intereses con la dominación política y económica de Estados Unidos. Por lo tanto, independizarse de Estados Unidos tendría que lograrse prescindiendo del sector más adinerado del país y sus aliados en los partidos locales. Tamaña tarea.

El fin de la colonia tendría que quererse y conseguirse «desde abajo». Si eso es imposible o no, atípico o no, nos queda indagar por qué el conjunto que llamamos el pueblo de Puerto Rico no se convenció de la deseabilidad de darle fin al régimen dominante, el régimen capitalista-colonial de Estados Unidos, de manera que no hubo oportunidad de que un convencimiento de tal deseabilidad percolara hacia los dirigentes partidistas locales; o que surgieran suficientes dirigentes «desde abajo» dedicados a la tarea de la soberanía nacional.

Las bajas expectativas de los puertorriqueños de 1898, y su desinterés en la soberanía, habían sido moldeados por condiciones históricas y materiales, entre ellas: la relativa debilidad del sector propietario; el subdesarrollo y la miseria; el analfabetismo de la gran mayoría del pueblo; y la fatalidad de los frecuentes huracanes y las epidemias; y. Esas y otras condiciones generaron a su vez: divisiones de clase y resentimientos; indiferencia y desapego a ideas e ideales libertarios; el pragmatismo inmediatista; y las particulares racionalizaciones y reacciones sicológicas al estatus sociopolítico de subordinación.

Por lo tanto, durante la primera mitad del siglo 20 el poder dominante no tuvo que implantar, como «estrategia» para obtener o mantener el consentimiento de los subordinados, medidas que incluyeran transformar las condiciones de vida de aquel pueblo empobrecido y analfabeta, cuyo potencial no se había destapado para mejorar su vida. Tampoco ha requerido, hasta hoy, reconocerle poderes de «gobierno propio».

¿Es una cuestión de emociones? Es decir, ¿es una cuestión de falta de ellas? Cónsono con Benedict Anderson, diríamos que las circunstancias que se filtraron en lo que llamamos la «cultura puertorriqueña» no lograron producir seres humanos cuyas emociones sean agitadas por la idea de autodeterminación e independencia políticas. Sin emoción, sin pasión, no hay acción. Lo que equivale a decir que la acción va precedida de la emoción.

Cuarto, Rivera Ramos no toma en cuenta que, bajo España, el discurso legitimador giraba alrededor de la Madre Patria y sus elementos identitarios: la monarquía, la hispanidad, y el catolicismo. Tales «justificaciones» al régimen colonial anterior son en extremo distintas a las que Rivera Ramos identifica bajo el régimen estadounidense; pero fueron más que suficientes, en el contexto de una población que ni siquiera requería de tales racionalizaciones, mientras vivía día a día, de manera precaria.

Dado que no ha habido concesiones políticas ni reformas importantes del régimen colonial, cualquier percepción de que el gobierno de Estados Unidos nos ha tratado «democráticamente» o con justicia está divorciada de la verdad; y devela un conformismo entroncado en bajísimas expectativas sobre lo que merecemos o necesitamos. De nuevo, dudo que esa disonancia entre realidad y percepción sea el producto de estrategias de dominación implantadas por la nación hegemónica.

Propongo, en su lugar, que ese disloque es indicio de varios factores, entre ellos los ya mencionados, que se traducen en razones culturales, incluso deficiencias de expectativas, las cuales a su vez son independientes de las «estrategias de dominación» de la nación hegemónica.[21] No perdamos de vista el mencionado desapego a ideales e idealismo y el inmediatismo pragmático y estrecho de miras, que no toma en cuenta el conjunto social, sino lo inmediato de cada cual. De nuevo, quizás todo eso se reduce al hecho de que la idea de la soberanía no produce emociones del tipo que nos llevarían a la acción y al sacrificio colectivos.

De todas formas, la realidad social y cultural del país a la altura de 1898 no se alteró por arte de magia con el «cambio de soberanía». Durante las primeras cinco décadas de dominación estadounidense, la mayoría de los puertorriqueños siguieron viviendo día a día, demasiados de ellos en una miseria espantosa –incluso peor que bajo España. Cabe, por lo tanto, explorar si su subordinación, su escasa rebeldía, no fue producto de nuevos discursos diseñados para legitimar el régimen político o la miseria; y sí de otros factores que se arrastran desde tiempos de España. Hoy, la relativa pobreza del país todavía es un factor que refuerza la dominación imperial, en lugar de debilitarla. Preferimos lo conocido, por malo que sea, que aquello por conocer –por prometedor que sea.

Durante las primeras cinco décadas del siglo 20, el régimen estadounidense no se tradujo en mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Las racionalizaciones que identifica Rivera Ramos, otras que se repiten hoy a diario, y las que se articulaban en el siglo 19, han sido creadas o reproducidas por élites afectas al imperio, las cuales han apoyado el régimen, con o sin alguna reforma aquí o allá. Los fines de esas racionalizaciones han sido, y aún son, retóricos, sicológicos y políticos. Quizás es difícil determinar si surgen –antes y hoy– de manera orgánica, aunque sí son objeto de un grado importante de consumo y asentimiento popular. Por ello, son parte del entramado de dominación –aunque provienen principalmente de los propios puertorriqueños, mediante la formulación básica de que nos fastidiaríamos sin la presencia de «los americanos».

Quinto, concurro con Rivera Ramos en que ciertas «estrategias» que él identifica –el discurso de derechos, la idea del estado de derecho, y el dogma de que vivimos bajo un gobierno liberal y democrático– forman parte del marco ideológico del régimen imperial de Estados Unidos. Es decir, se echa mano de ellas como parte del discurso de legitimación del régimen de subordinación colonial; o están presentes de manera implícita en las apologías a la presencia estadounidense. Pero cualifico como sigue esa concordancia con mi profesor: Que los actores políticos puertorriqueños –derrotados desde 1898 en sus supuestas aspiraciones de cambios al estatus colonial– todavía articulen la idea de que todo lo bueno es gracias a la presencia estadounidense, responsable de la «democracia» que disfrutamos, provee una ventana a su importante rol en la duración de la larga noche colonial.

Los políticos del país siempre han tenido un rol primordial en establecer el marco del discurso público, y por lo tanto del debate. Los habitantes de Puerto Rico tienen un contacto nulo, para todos los efectos inexistente, con los actores políticos estadounidenses. En todo caso, ese contacto siempre ha sido mediatizado por nuestros políticos en el archipiélago. Son las pamplinas que se articulan por los políticos de Puerto Rico las que siempre hemos atendido con mayor o menor constancia, y las que han exacerbado nuestros ánimos y servido de base para nuestros propios debates –también de bajísima categoría– con otros puertorriqueños.

Cabe también ponderar si la falta de liderato hace muy difícil, o imposible, la movilización de las masas. La élite partidista del país ha sido pusilánime en extremo, pero siempre pendiente de su bienestar. Durante los momentos de mayor miseria, tanto en la década de 1930 como hoy, el grueso de esa clase dirigente se ha limitado a procurar el mantenimiento de las prebendas que obtienen con su acceso al menguado, pero no despreciable ni despreciado poder sobre el estado colonial. No debe causar perplejidad que durante la presente era de la Junta de Control Fiscal bajo la ley PROMESA, aprobada por el Congreso en 2016, se ha disparado la corrupción y el cinismo de quienes hoy tienen menos poder sobre ese estado colonial. Como argüí en el capítulo anterior, la falta de poder también corrompe.

Sexto, en lo social y económico la situación no ha sido más auspiciosa. Además de la ignominia en lo político, las primeras cinco décadas del siglo 20 se caracterizaron por la miseria económica, mientras capitalistas estadounidenses –y algunas «buenas familias» de Puerto Rico como los Serrallés y los Roig– explotaban a la población y ganaban millones. Aparte de las ocasionales demandas y huelgas de los trabajadores, la primera reacción de resistencia no ocurrió hasta la cuarta década, con Albizu Campos y el Partido Nacionalista –quienes, hay que reconocer, fueron reprimidos mediante el uso de considerable violencia (recuérdese, entre otros episodios, la Masacre de Ponce de 1937).

El hecho es que, entre 1898 y el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, el balance fue uno de paciencia y resignación ante un cuadro tétrico de miseria. No hubo ahí satisfacción de intereses, tales como una vida más digna, con menos explotación y menos miseria. Con la excepción del pequeño Partido Nacionalista, el país no presentó entonces reto importante alguno a la explotación ni al gobierno metropolitano.

Como quiera, claro está, hubo una represión importante contra Albizu y el nacionalismo, tanto en la década de 1930 como en la de 1950. La guerra sucia contra el independentismo continuó, y tomó distintas formas y estrategias, desde la persecución, el hostigamiento y carpeteo, hasta el asesinato. [22] Tan significativo como la represión han sido las reacciones de los puertorriqueños, las que no han sido monolíticas, pero que han incluido mayormente la complicidad, el fatalismo, la pasividad, y el conformismo. Los efectos de la represión incluyen haber provisto una racionalización adicional para hacer nada. Aunque suene paradójico, en Puerto Rico la violencia de estado parece reforzar la legitimación del régimen, en lugar de deslegitimarlo.[23]

Es plausible plantear que, al usar el aparato policiaco del E.L.A. para reprimir al independentismo, los partidos dominantes contribuyeron al estancamiento colonial. Con ello, habrían ayudado a debilitar las fuerzas políticas y sociales que se veían como amenazadoras de la estabilidad del statu quo. Habrían también contribuido a la futilidad de sus gestiones a favor de reformas que liberalicen al régimen colonial, o que otorguen algún grado de participación en los procesos político-electorales de la metrópoli que nos gobierna. A su vez, más que la represión, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy el factor relevante se encuentra en los mecanismos subrepticios pero efectivos de embelesamiento colectivo, los cuales inhabilitaron cualquier capacidad o resistencia que se pudo desarrollar –que pudiera ser la base para presionar o incentivar al gobierno estadounidense a reformar o abolir el régimen colonial.

Hoy, el país está sumido en una nueva etapa de pobreza, pues incluso se ha ido aniquilando la precaria clase media que surgió en la posguerra. La respuesta de muchos ha sido emigrar a Florida y otros estados, disminuyendo así la población del archipiélago. El modelo estadounidense-muñocista comenzó a dar visos de agotamiento en la década de 1960, y tuvo su primera gran crisis en la década de 1970. Mas, la sociedad en la cual ello se ha dado es una donde, como expresó José Luis González, «la miseria se ha disfrazado de opulencia consumista y la zozobra de desaprensión y frivolidad».[24] Nuestra inserción al capitalismo industrial y financiero estadounidense de la posguerra también se ha dado a un altísimo costo. El alto precio que estamos pagando no es más evidente, ni más ominoso, que la actual catástrofe demográfica: más muertes que nacimientos. En 2023 nacieron 17 mil niños, mientras murieron 30 mil personas.

De nuevo, ahí se atisban factores que son independientes de las «estrategias de dominación» que Rivera Ramos enfatiza. No hemos desarrollado inmunidad al entramado capitalista-publicitario, al cual se ha sumado un urbanismo antihumano que entorpece o neutraliza la capacidad para la socialización sana y estimulante y la posibilidad de la acción concertada y efectiva. Ese modo de vida que se nos impuso luego de la Segunda Guerra Mundial ha contribuido a perpetuar nuestra parálisis y encerrona.

Esa «modernidad» nos esclaviza con mucho trabajo mal remunerado y poco tiempo libre, con materialismo, consumismo, aislamiento, banalidad, pragmatismo mal concebido y mal implantado, y conformismo; todo ello reforzado por los medios de comunicación, el entramado todo de socialización y aculturación, y las ciudades fragmentadas donde impera la tiranía del automóvil, la atomización y el desarraigo. No se habla de los devastadores efectos emocionales de este modo de vida insalubre, pues incluso dañan la salud física de los seres humanos que vivimos como sombras en este archipiélago o emigrados en Estados Unidos –una sociedad también enferma y en decadencia. En fin, hemos sufrido las consecuencias del imperialismo, y las del capitalismo –el cual también ha devastado a sociedades no coloniales. [25]

Una cultura caracterizada por muy poca búsqueda y apreciación de la belleza; que muestra escasez de pensamiento crítico, de ética y de dinamismo, carece de la agudeza de miras que se opone a la ceguera típica del estancamiento. Y ello no ha sido por ausencia de talento, sino por el déficit de condiciones que potencien ese talento y den paso a la acción colectiva y transformadora.

En fin, el imperio no ha dado paso a un desarrollo económico ni político. Las colonias existen para explotarlas, no para desarrollarlas. Cualquier percepción de que nuestras demandas y necesidades han sido satisfechas sería una ilusión, emanante de una sociedad que cristalizó después de un proceso histórico particular. Ese proceso se caracterizó por las circunstancias ya discutidas, incluso las divisiones producidas por las diversas experiencias que se vivieron a partir de que se intentó desarrollar su potencial económico. Ello sugiere que la percepción de la supuesta bondad del régimen es suficiente y poderosa, percepción que está atada a la necesidad de aferrarse a lo que hay, por temor a lo que pueda venir. Nuestros temores y nuestras bajas expectativas le han facilitado el trabajo al imperio estadounidense.

Ante lo anterior, planteo que la percepción de que el imperio es benevolente ha sido producto, sobre todo, de la cultura con la que Estados Unidos se encontró en Puerto Rico, cuya reproducción no se detuvo en 1898. Cabe ponderar, por lo tanto, si la facilidad con que Estados Unidos estableció su dominación sobre los puertorriqueños es un caso de suerte, más que de poder o de «poder como dominación».

Es un error, arguye Dowding, presumir que quienes se benefician de determinados resultados o condiciones se valieron de su poder para producirlos; pues a veces se trata más de suerte que de poder.[26] Aquí se trataría de lo que dicho autor llama la «suerte sistemática» de aquellos grupos que se benefician de las características estructurales de las sociedades o los grupos que buscan dominar y explotar. Ese tipo de «suerte» denota «el hecho de que [grupos] pueden obtener lo que quieren sin actuar, y esta propiedad es parte de ciertas ubicaciones dentro de la estructura social e institucional. Suerte en este sentido se acerca más a fortuna que a simple casualidad».[27]

Estados Unidos encontró en Puerto Rico un orden social, unas divisiones y actitudes, que le facilitaron, en lugar de entorpecer, su expansión capitalista y militar. Por supuesto, su poder militar le permitió arrebatarle el archipiélago a España. Pero no tuvo que establecer las condiciones que facilitarían su total control, pues éstas ya existían. La imagen del doctor Veve Calzada, casi nadando hasta el buque de guerra –rogando que invadieran Fajardo, imaginando en la potencia del norte todas las bondades y ningún defecto, para luego conformar toda su sicología y prácticas a esa fantasiosa ilusión — podría muy bien ser emblemática de esa «suerte» de que habla Dowding. Tal conducta parece extrema, pero contiene gran parte de la esencia de la ignominiosa historia del colonizado portorricensis.

Otras claves sicológicas, históricas y culturales

Entre otros factores a considerar está la necesidad sicológica de autoestima. En nuestro caso, sentirnos bien en nuestra piel, crear un sentido gratificante de identidad individual y colectiva, se ha moldeado de tal manera que ha prescindido de una nacionalidad política separada. Lo contrario parece ser cierto, que tal necesidad ha estado ligada en importante grado, y se ha adaptado, a la percepción de que hemos estado participando del poder del imperio estadounidense. Creo que no debe subestimarse el rol de nuestra idea de que hemos sido parte, aunque modestamente, del poder global estadounidense. Tal percepción ha sido reforzada por la presencia de cientos de miles de puertorriqueños en las fuerzas armadas y guerras estadounidenses.

El cuadro debería causar perplejidad: los miembros de un pueblo oprimido por el imperialismo capitalista estadounidense han sido soldados del departamento violento y asesino de ese imperialismo. Entonces está la idea de que todo lo americano es sinónimo de modernidad, progreso y bondad.

Desarrollos recientes, y otros por ocurrir, podrían socavar esos y otros factores de la ecuación del consentimiento al colonialismo; o podrían no tener efectos importantes, dada la debilidad en que se encuentra hoy Puerto Rico, acentuada por las divisiones tribales, una visión simplista e incompleta de la realidad, antiguos miedos, y un desbalance demográfico que pone en peligro la viabilidad y existencia misma de la nación puertorriqueña. La reciente invasión de cripto-mafiosos y financiers –y la gentrificación que han estado implantando con la alianza desfachatada de los gobernantes del país y de lo que queda de la burguesía criolla– se añaden a la ignominia del desmantelamiento de los servicios educativos, de salud, y de bienestar general que se ha estado dando desde la década de 1990. El neoliberalismo les sirve a los acaparadores y a los despiadados, por supuesto.

Como ya discutí, se ha argüido que existe una relación causal entre resentimientos de clase que se remontan al siglo 19, y el escepticismo sobre la deseabilidad de la soberanía nacional. El trabajo del historiador Fernando Picó proporciona los datos que explican la naturaleza y los orígenes de esos resentimientos. [28] José Luis González observó que las clases oprimidas de la montaña y la costa no tenían interés en una independencia que mantendría su opresión a manos de los hacendados de café y del azúcar, y de comerciantes avaros y prestamistas usureros. [29]

Pero, propongo, cualquier poder explicativo de estos antiguos y ocultos resentimientos, además de racionalizar el hecho de que no hemos optado por la soberanía nacional, sugiere que no optar por ella sobre esa base es otro ejemplo del peso de la historia, según se refleja en nuestra cultura. Es decir, si hay un grado importante de verdad en esa explicación, entonces los viejos resentimientos y desconfianzas –entidades subcutáneas presentes en nuestro ethos cultural– deberían ser, pero no son, superados ante los cambios en las circunstancias y ante la realidad de la explotación capitalista-imperialista estadounidense. Al fin y al cabo, esa explotación ha sido tan, o más abusiva, que cualquiera proveniente de las élites puertorriqueña o española del siglo 19 –y más relevante, más duradera, omnipresente desde 1898 hasta hoy; presente y constante, no algo del pasado. También ha sido más insidiosa, es decir, poco o nada obvia para muchos, lo que ha también contribuido a su permanencia.

De nuevo, la explicación del resentimiento se basa en percepciones que surgieron a mediados del siglo 19; pero, esas percepciones están desvinculadas de las nuevas circunstancias que comenzaron a gestarse con el llamado cambio de soberanía. La constante desde 1898 ha sido que el principal explotador es el capitalismo y el aparato de gobierno estadounidense, no en poca medida porque tiene mayor poder que la menguante y servil élite puertorriqueña.

Mi argumento no necesariamente niega que quizás reconocemos la realidad de los abusos del «americano» –la explotación en las centrales azucareras, en las fábricas, a manos de los financiers– pero que la preferimos a una explotación criolla, a ser abusados por otros boricuas con ínfulas de superioridad. Es decir, podríamos –hasta determinado punto– ser conscientes de la explotación capitalista-imperialista estadounidense; pero, visceral e instintivamente –como un reflejo profundo, culturalmente transmitido– la preferimos a la que podamos recibir de los «riquitos» y las élites puertorriqueñas en un hipotético Puerto Rico soberano.

A su vez, esa mentalidad contendría una incapacidad para actuar, basada en gran medida en el temor a un futuro post-estadounidense, en el que seríamos gobernados por una oligarquía o élite puertorriqueña. Es difícil concebir mayor pesimismo que ese, inmerso en la racionalización de la inacción que nos mantiene atrapados en el pantano colonial. Todo lo que invita a preguntarse, una vez más, si en el centro del dilema puertorriqueño lo que se encuentra es nuestro entumecimiento emocional ante la idea de soberanía nacional y política. No se trataría de una cuestión de «docilidad», como escribió René Marqués, sino de falta de pasión. Hemos llenado el vacío resultante con todo tipo de miedos y racionalizaciones, que están hechos a la medida para resistir la idea de la independencia. Todo lo demás se derivaría de eso.

Coda

A partir de 1898, Estados Unidos se benefició de un orden sociocultural preexistente. Ese orden, que se había estado forjando por cientos de años en la nación subordinada, ha sido lo suficientemente estable y auspicioso a la dominación estadounidense como para no haber requerido elaboradas estrategias de dominación. El régimen de un poder imperial anterior no fue seriamente cuestionado o retado, patrón que se ha mantenido por más de doce décadas bajo otro imperio.

Una comunidad que se caracteriza por la falta de nacionalismo político, o que está dividida entre los pocos apasionados por la soberanía y los que no lo están (la mayoría hasta ahora), no ha necesitado de «estrategias de dominación» para ser subyugada. La inmunidad de esa comunidad al atractivo emocional del nacionalismo político ha estado unida a las racionalizaciones de ese entumecimiento. Esas racionalizaciones han incluido una pléyade de argumentos en contra de la independencia, lo que ha facilitado la longevidad del dominio estadounidense. Por lo tanto, por las razones ya discutidas, sostengo que los esquemas teóricos de Rivera Ramos y Lukes no dan cuenta de la longevidad, de más de un siglo, de nuestra aceptación del régimen colonial estadounidense.

Todo lo anterior me lleva a una reflexión adicional. Decir que el futuro no se puede conocer es una afirmación imprecisa, en la medida en que nuestras cortas vidas nos permiten conocer el futuro del infante, adolescente y joven adulto que fuimos. Lo mismo ocurre con los pueblos, aunque de manera intergeneracional. Cabe además la noción de la inevitabilidad de nuestro devenir, que es producto de las condiciones que existieron en los siglos formativos de nuestro pueblo, las cuales desataron una particular causalidad.

Desde la perspectiva actual, esa causalidad surge como inevitable: no podía ser de otra manera. De serlo, sería otra la historia; otra sería la situación actual. Por otro lado, para no caer en el fatalismo, habría que internalizar que la acción provee la única posibilidad de romper esa cadena de causalidad, la cual le ha producido un grado significativo de devastación a lo que llamamos el pueblo de Puerto Rico; devastación que se agrava minuto a minuto.

[1] José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos 15 (1980; 13ra ed. rev. 2018) (itálicas en el texto original).

[2] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico 15 (2001).

[3] Steven Lukes, Power: A Radical View 11 (2nd ed. 2005) (traducción mía).

[4] Lukes, supra nota 3, pág. 12.

[5] Para una discusión detallada de esas políticas, véase Pedro A. Cabán, Constructing a Colonial People: Puerto Rico and the United States (1999).

[6] El hecho es que «Estados Unidos diseñó una estructura para la administración colonial sin la participación de la población gobernada. Este estado colonial no fue representativo de, ni respondía al, pueblo colonizado. Fue puesto en funcionamiento para administrar la colonia, promover el crecimiento económico, preservar la estabilidad política, y legitimar el gobierno colonial». Cabán, supra nota 5, pág. 8 (traducción mía).

[7] Rivera Ramos, supra nota 2, pág. 193 (traducción mía).

[8] Rivera Ramos, pág. 15.

[9] Id.

[10] Rivera Ramos, pág. 211: Los «sectores subordinados de la sociedad puertorriqueña se sintieron atraídos hacia el nuevo régimen. Muchos puertorriqueños trabajadores, mujeres, y negros y mestizos vieron en las formas y símbolos del discurso jurídico y político americano una oportunidad de expulsar el estado de opresión social que ellos identificaron con el colonialismo español y con la élite criolla que los había explotado y marginado». Véase también González, supra nota 1, págs. 34–36.

[11] Fernando Picó, 1898: La guerra después de la guerra 81–124 (1987). Véase también César J. Ayala & Rafael Bernabe, Puerto Rico in the American Century: A History Since 1898 15–16; 19 (2007).

[12] 1 José Trías Monge, Historia constitucional de Puerto Rico 57 (1980).

[13] Trías Monge, supra nota 12 pág. 58. La Diputación Provincial «no era un organismo legislativo propiamente dicho». Entre sus «modestas atribuciones», proponía «obras y medidas a su ver necesarias para el fomento de la agricultura, el comercio, la industria y la educación; examinaba las cuentas de los ayuntamientos, formaba los repartos contributivos; y supervisaba la inversión de los fondos públicos». Trías Monge, pág. 27.

[14] Trías Monge, pág. 58.

[15] Ayala & Bernabe, supra nota 11, pág. 10 (traducción mía).

[16] González, supra nota 1, pág. 29.

[17] González, pág. 30.

[18] Véase, e.g., Mark S. Weiner, Americans Without Law: The Racial Boundaries of Citizenship (2006); Roberto Ariel Fernández, Racism, Culture, Law, and the Judicial Rhetoric Sanctioning Inequality and Colonial Rule, 53 Rev. Jur. U.I.P.R. 609, 671–677 (2019).

[19] Véase, e.g., José A. Cabranes, Citizenship and the American Empire: Notes on the Legislative History of the United States Citizenship of Puerto Ricans, 127 Pa. L. Rev. 391, 393–394 n.5 (1978).

[20] González, supra nota 1, págs. 29–30.

[21] Marqués escribió sobre «esta notoria incapacidad para la asociación intelectual de situaciones, hechos e ideas», la cual «es rasgo que debe ya considerarse típico de la personalidad del puertorriqueño». René Marqués, El puertorriqueño dócil y otros ensayos 168 (4ta ed. 1993).

[22] Véase, e.g., Rivera Ramos, supra nota 2, págs. 200–203; Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota 76 (1993).

[23] Rivera Ramos, pág. 203: «Sectores importantes de la población puertorriqueña han llegado a percibir muchas de las acciones y prácticas descritas como ilegítimas. Pero otros han ‘validado’ esas acciones y prácticas, en diversos momentos, haciendo referencia a la noción de que son maneras apropiadas de lidiar con los ‘subversivos’. En ese sentido, la continuación de esas prácticas ha dependido de la existencia de un entendido social, con varios grados de extensión y de profundidad, que sancione su legitimidad». (Traducción mía).

[24] González, supra nota 1, pág. 140.

[25] Sobre los efectos adversos del capitalismo en la salud mental de gran parte de la población de los países del «primer mundo», véase Mark Fisher, Capitalist Realism: Is There No Alternative? 35–38 (2009).

[26] Keith Dowding, Power 71 (1996).

[27] Id. (Traducción mía).

[28] Véase Fernando Picó, Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo xix (1979); ____, Amargo Café: Los pequeños y medianos caficultores de Utuado en la segunda mitad del siglo xix (1981); ____, 1898: La guerra después de la guerra (1987). Véase también Ayala & Bernabe, supra nota 11, págs. 15–16; 19.

[29] Véase, e.g., González, supra nota 1, págs. 22–24. González afirmó: «La clase trabajadora puertorriqueña…también acogió favorablemente la invasión norteamericana, pero por razones muy distintas de las que animaron en su momento a los hacendados. En la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico los trabajadores vieron la oportunidad de un ajuste de cuentas con la clase propietaria en todos los terrenos». González, págs. 31–32.

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.