Diez constantes
La historia de Puerto Rico es una de transformaciones y repeticiones. En nuestra manera de enfrentar la realidad de la hegemonía estadounidense, ha prevalecido la invariabilidad, el estancamiento, la repetición de estratagemas que han probado ser inútiles. Ello muy bien podría llevar a concluir que nunca hemos querido cambiar la ecuación colonial.
Los políticos puertorriqueños llevan generaciones partiendo de la premisa de que su viabilidad política requiere atemperar sus aspiraciones y acciones, de manera que no ofendan a un electorado conservador, con aversión a cambios y rompimientos significativos. Políticos vivos y muertos muy bien dirían que ese conservadurismo les ha negado la posibilidad de extorsionar a las autoridades estadounidenses. Los intentos de extorsión –decirles que, si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se han dado, y nunca han rendido fruto importante alguno.
Como el resto de la población, los políticos son parte de la cultura en la que nacen y crecen. Por lo tanto, es de esperarse que hagan suyas las ideas y cosmovisiones de su cultura. En ese proceso, adquieren un conocimiento cabal de la sociedad en la cual se ubican, el cual internalizan de manera orgánica, y utilizan para su viabilidad y beneficio. Ese conocimiento también les indica cuáles son sus posibilidades, al igual que los límites a su margen de acción. En Puerto Rico, los políticos han tratado esos límites como insuperables, lo que se ha sumado al perenne obstáculo del desprecio y la indiferencia imperiales.
Nuestra adulación a los políticos «locales» nunca se ha traducido en un anhelo de que ostenten amplios poderes. ¿Hay un reverso a que el pueblo puertorriqueño haya contribuido, por generaciones, a impedir que compatriotas qua políticos tengan poderes significativos? ¿Hay otra cara de la moneda al hecho de que tampoco se ha materializado la, para muchos, deseada integración como estado de Estados Unidos?
Quizás el reverso de la moneda consiste en que nuestras clases dirigentes se han limitado a ser meros carreristas políticos, con todo lo que ello acarrea en depravación moral, corrupción, y estancamiento. Su limitado campo de acción en cuanto al llamado estatus político, su más que centenaria incapacidad –o desinterés– para alterar la ecuación colonial, los ha llevado al cinismo de usar la política para su beneficio, a la vez que el país se ha seguido deteriorando.
Esto no es algo reciente. La presente encarnación de dirigentes políticos egoístas, insensibles y charlatanes no es algo insólito ni novel. Por ejemplo, en la década del 1930, los políticos del país no tenían interés alguno en lidiar con el deterioro social y económico que había sumido a la gran mayoría de la población en una miseria atroz, mientras sólo se ocupaban de su sobrevivencia como clase dirigente; mientras sólo sabían hablar del problema que nunca son capaces de resolver, el del llamado estatus político. [1] La élite política del país ha seguido operando desde la debilidad y la consecuente futilidad, pero siempre velando por sus panzas.
La incumbencia de Luis Muñoz Rivera en el puesto de Comisionado Residente en Washington ilustra la futilidad que todavía caracteriza a la clase política de Puerto Rico. Un artículo del profesor Gatell, publicado en 1960, identifica muchas de las formas que adquiere esa futilidad, aparentemente sin el autor saber que dio con varias constantes en la historia de la parálisis política del archipiélago. [2]
Primero, desde que llegó a Washington, D.C., en 1911, Muñoz Rivera se encontró con la realidad de la ignorancia cabal de los congresistas sobre los asuntos de Puerto Rico, acompañada de un sentido de superioridad. Segundo, Muñoz no tenía ilusiones sobre cuánta influencia podría ejercer él, o cualquier otro puertorriqueño, en los legisladores estadounidenses. Esa constante ha contribuido más recientemente a que el puesto de Comisionado Residente sea una buena inversión para los incumbentes; un trampolín desde el cual avanzar sus agendas personales de riqueza e influencia.
La tercera constante es el racismo estadounidense, que Gatell personifica en el juez Peter J. Hamilton, nombrado por su amigo y también racista, el presidente Woodrow Wilson. Ese racismo lleva a un desprecio a los puertorriqueños y todo lo que les concierne. La cuarta es la tacañería imperial, racionalizada por la máxima de que los puertorriqueños no están preparados para ejercer amplios poderes de gobierno propio, y aceptada con resignación por los actores políticos «proamericanos».
La quinta es otra de las tretas del débil: rogar a las autoridades estadounidenses que desistan de intentos de modificar legislación o prácticas que tienen impacto en la economía de Puerto Rico. Eventos de la década de 1910 descritos por Gatell nos recuerdan los esfuerzos fútiles en la década de 1990 de mantener intacto el esquema contributivo de la llamada Sección 936 del Código de Rentas Internas de Estados Unidos.
Sexto, Gatell describe otra constante: las luchas intestinas en el sector o partido «del autonomismo» entre el grupo conservador y el que flirtea con la independencia. Séptimo, de esas luchas siempre emerge victorioso el sector conservador, en detrimento del grupo que se inclina hacia la independencia o la «libre asociación».
Una octava constante se compone de los intentos de extorsión, siempre fallidos, en gran parte por las dos constantes anteriores. Muñoz Rivera hizo, sin éxito, sus intentos de extorsión, usando para ello el supuesto latente sentimiento independentista. Ahí se destaca la perenne contradicción, y sinsentido, de querer usar el sentimiento independentista como fuente de extorsión, a la vez que se suprimen las «alas liberales», y hasta se persigue al independentismo.
La paradoja es que los intentos de extorsión vinieron acompañados de los esfuerzos del propio Muñoz Rivera de marginalizar al sector independentista del Partido Unión, sector que era liderado por José de Diego. Muñoz Rivera neutralizó al grupo del abogado aguadillano, pero cabe preguntar el precio político entonces, y luego con Muñoz Marín, el PPD y el Congreso Pro Independencia –precursor del PIP–y tantas instancias en las cuales el partido de la «autonomía» suprimió las voces independentistas o «soberanistas». Pretender usar la extorsión o amenazar con la independencia sin ser independentista, y suprimiendo al sector del autonomismo que coquetea con el separatismo, ha sido como pretender ir a la guerra sin municiones.
La indiferencia del Congreso hacia Puerto Rico es una novena constante. El cuerpo legislativo al cual el Tratado de París le asignó el ejercicio de autoridad sobre Puerto Rico ha sido ignorante sobre, e indiferente a, Puerto Rico.
Como décima constante, están aquellos, como Martín Travieso en el artículo de Gatell, aspirantes a que Puerto Rico sea un estado de Estados Unidos de América. Travieso incluso se hizo ciudadano de Estados Unidos antes de la aprobación en 1917 de la Ley Jones, cuando trabajaba como abogado para un bufete corporativo en la ciudad de New York. Travieso, quien nació en 1882 y murió en 1971, nunca vio a Puerto Rico convertirse en estado.
Ahí están. Diez constantes, entre muchas, de la futilidad y el estancamiento. Más de 120 años de lo mismo. Nada nuevo bajo el sol boricua. La noción de que la política no es otra cosa que acción; y que el estancamiento vestido de partidismo y de reclamos huecos es una imitación, un facsímil grotesco de la política, nunca ha calado en nosotros ni en nuestras élites partidistas.
[1] Véase Pedro A. Cabán, Constructing a Colonial People: Puerto Rico and the United States 218–219 (1999).
[2] Frank Otto Gatell, The Art of the Possible: Luis Muñoz Rivera and the Puerto Rican Jones Bill, 17 The Americas 1 (1960).