1 — La saga colonial: Historia, cultura y poder
Never be a spectator of unfairness or stupidity. The grave will supply plenty of time for silence.
Christopher Hitchens
A partir de 1898, los puertorriqueños hemos sido avasallados por las fuerzas del capitalismo y el imperialismo. Por supuesto, no somos únicos en ese respecto, pues los tentáculos del capitalismo se han esparcido por todo el planeta; y el imperialismo ha causado estragos también a nivel global, incluso en países nominalmente soberanos. No es menos cierto que Puerto Rico es un espacio donde coinciden de manera particular esos dos fenómenos de la modernidad.
Muchos han enfatizado el rol estratégico-militar que Estados Unidos le asignó desde el principio a Puerto Rico. Sin embargo, pocas personas parecen tener claro que la convergencia de Estados Unidos de América y Puerto Rico ha estado al servicio de la insaciable sed de expansión del capitalismo, con su afán de controlar nuevas fuentes de ganancias y la consecuente acumulación de capital; para luego explotar más fuentes de ganancias, y así ad infinitum. Ese contexto es necesario para entender el régimen imperial estadounidense y la historia de su dominación sobre Puerto Rico y los puertorriqueños.
En la era moderna, el imperialismo ha estado al servicio del capitalismo: El imperialismo es el tipo de dominación de unos pueblos sobre otros, con el fin de conseguir la expansión económica del capitalismo, para aumentar la riqueza de los empresarios y banqueros que ya protagonizan el escenario económico de los países imperiales. Para lograr ese propósito, Estados Unidos y los poderes imperiales europeos recurrieron a la violencia, pues el imperialismo se ha topado –se tenía que topar– con la resistencia de aquellos a quienes buscaba dominar, explotar, o echar a un lado. En Puerto Rico, la violencia ha tomado distintas formas, incluido el terrorismo de estado, con la participación del estado colonial, cuya versión más reciente se conoce como «Estado Libre Asociado» (E.L.A.). En el Capítulo 5 discuto el caso del Cerro Maravilla, en cuanto es una muestra de ese tipo de terrorismo.
Para comenzar a entender, se requiere también una exposición breve de aspectos claves de la historia y cultura de Puerto Rico, «la colonia más antigua del mundo». [1] Este capítulo comienza esa exposición, algunos de cuyos aspectos se elaboran o enfatizan en los capítulos 3 al 7, en la medida en que es necesario para sustentar los argumentos correspondientes. [2]
Para 1898, aparte de las diferencias en tamaño, y en poder económico y militar, a Estados Unidos y Puerto Rico los diferenciaba que el primero dejó de ser colonia en 1783, al ganar una guerra de independencia; mientras que Puerto Rico todavía era colonia de España. Además de una economía capitalista, la consabida clase oligárquica, y una clase política a su servicio, a la nación estadounidense también la caracterizaban –y caracterizan– antiguas tensiones entre ideas racistas y excluyentes sobre membresía cívica, y su credo liberal-democrático. Puerto Rico –la nación subordinada– mostraba, y aún despliega, complejidades y contradicciones, caracterizadas por ambivalencia sobre su valía, y poco o ningún interés en gobernarse a sí misma.
Para entender los procesos sociales y políticos, hay que contar también con la influencia de la «cultura». En cuanto es transmitida y reproducida a través de las generaciones, la cultura determina los comportamientos humanos que trascienden los espacios más íntimos, para contribuir a darle forma a lo colectivo (a la sociedad) en las dimensiones social, económica, y política.
En el presente capítulo proveo una síntesis de la larga noche colonial bajo dos imperios, con mayor énfasis en la etapa actual bajo la dominación de Estados Unidos. Divido la mirada del régimen colonial bajo Estados Unidos en dos áreas: lo político, y lo económico.
Puerto Rico bajo España
Puerto Rico es un país caribeño y latinoamericano subordinado política, económica, ideológica y jurídicamente a Estados Unidos. Por casi 400 años, fue una colonia del imperio español. Es necesaria, por lo tanto, una síntesis de ese periodo, el cual arguyo que tiene la importancia de producir una cultura, una manera colectiva de ser, que allanó el camino para que el imperio estadounidense avasallara a los puertorriqueños con muy poco esfuerzo; y para que su régimen ya tenga más de 125 años de duración.
En el siglo 15, se dieron en Europa eventos y desarrollos que desembocaron en la primera expedición capitaneada por Cristóbal Colón, en 1492. El objetivo original de los viajes de Colón fue establecer una ruta nueva para comerciar con Asia. Una vez los europeos se enfrentaron a la realidad de que habían llegado a un continente antes desconocido para ellos, el plan cambió. A partir del siglo 16, la región del Caribe fue el primer escenario de la competencia entre las emergentes naciones europeas por expansión, riqueza, y poder.
Las riquezas a extraerse de América serían acaparadas por las monarquías nacionales y por hombres «emprendedores». Para ello, los europeos se valieron de la explotación de otros seres humanos, tanto los nativos de las tierras conquistadas como los africanos que adquirieron, como si fueran propiedad mueble, para esclavizarlos. Al principio, la minería y la agricultura serían los medios principales de explotación de seres humanos y de las nuevas tierras, y de obtención de riqueza para unos pocos. El devenir humano no ha cambiado tanto. Los acaparadores han explotado a otros seres humanos desde que la invención de la agricultura hizo posible los sobrantes. Es un asunto a debatir si ello es o no inevitable.
Se nos ha dicho que los taínos llamaban a Puerto Rico Borikén. Esos habitantes mayoritariamente sucumbieron a los virus, las armas, los caballos, y los perros de guerra de los soldados y colonos españoles. La crueldad que desplegaron los conquistadores en el Caribe y en el resto de lo que hoy conocemos como América Latina ha sido documentada desde los tiempos de Fray Bartolomé de las Casas, en la primera mitad del siglo 16. Nuevos pueblos surgen con frecuencia de episodios deplorables.
En Puerto Rico, los siglos 16, 17 y 18 se caracterizaron por la escasa población, la cual reflejaba la poca importancia económica que la corona española le dio a la Isla. En esos tres siglos, la población de Puerto Rico tenía que depender de ella misma, pues la constante que recibieron de las autoridades durante ese periodo fue el desvalimiento. [3] En los capítulos 6 y 7 exploro los efectos de ese abandono en la mentalidad –en la cultura– de los puertorriqueños.
Hasta finales del siglo 18, Puerto Rico estaba escasamente poblado. Una serie de decretos monárquicos ofrecieron incentivos que indujeron a europeos a emigrar a la colonia. Otros que luego arribaron incluyeron a quienes huían de América del Sur a principios del siglo 19, cuando el dominio español se derrumbó como consecuencia de las guerras de independencia continentales. A mediados del siglo 19, otras reformas e incentivos impulsaron nuevas migraciones y la actividad económica, a la vez que desataron procesos que resultaron en la explotación de trabajadores y pequeños propietarios, lo que creó resentimientos profundos.
En el crucial siglo 19 emergió en la sociedad colonial puertorriqueña una élite profesional y propietaria que se haría sentir durante el resto del siglo. Ese sector organizó y dirigió los primeros partidos políticos, en un entorno que incluía un aparato represivo comandado por los gobernadores militares de la época, nombrados por el monarca español de turno. Algunos miembros de esa élite lideraron la primera insurrección contra España en 1868, declarando la República de Puerto Rico.
Luego del fallido Grito de Lares, la represión se volcó no solamente contra los «separatistas», sino también contra aquellos que abogaban por reformas, en forma de autogobierno o «autonomía», sin separación de España. Es «durante las últimas tres décadas del siglo xix» que surge y se comienza a desarrollar «la tradición reformista-autonomista». [4]
Una tercera facción, los conservadores, preferían la permanencia del statu quo colonial, con la monarquía española como su elemento unificador. El programa original de ese partido, de 23 de marzo de 1871, incluyó entre sus objetivos «una bien organizada Universidad, de la cual no salgan, como salieron de La Habana, ingratos enemigos de España.» [5] Consignaba el mismo documento que los «enemigos de nuestra nacionalidad y prosperidad» eran los que «arrancarían el pabellón protector de España de los últimos pedazos que en la América española aún quedan; de estas dos Islas que todavía reflejan, a pesar del crimen de Yara, que por ellas circula la savia que hizo opulentos, tranquilos y felices a Méjico, Venezuela y al Perú».[6]
En ese programa de los conservadores se manifiesta una forma de ver y actuar que llega a nuestros días, según la cual la lealtad al régimen metropolitano se ensalza como virtud; y todo pueblo latinoamericano es atrasado e infeliz por no ser, como nosotros, parte de Estados Unidos –antes, por haberse separado de España. [7] Esas actitudes son solo un ejemplo de las continuidades de ideas y cosmovisión de nosotros los puertorriqueños, sobre las que elaboro en los dos capítulos finales.
Puerto Rico, USA
Cuando estalló la Guerra Hispanoamericana, Puerto Rico tenía casi un millón de habitantes. El subdesarrollo era evidente, a pesar de los avances económicos y sociales acaecidos en el siglo 19. Todavía no existía una universidad, y la educación pública primaria y secundaria era muy limitada, lo que explica los altos niveles de analfabetismo. Si ese cuadro no contribuyó a las actitudes paternalistas y de desprecio del nuevo imperio, sí facilitó la racionalización de esas actitudes.
Afirma Mercedes López-Baralt que la ruptura, o «trauma», de 1898 «provocó una escisión de lealtades que aún sufrimos en Puerto Rico».[8] Esa división habría dado paso a lo que ella llama «la nación conflictiva».[9] En su crónica sobre la invasión estadounidense a Fajardo, el bisabuelo de López-Baralt lamentó una escisión más inmediata, la que advino en el seno de su familia, también producto de las dispares reacciones a la presencia del nuevo hegemón.
«También presencié», escribió el Dr. Esteban López Giménez, «el entusiasmo de algunos (que lo mismo hubieran vitoreado a los Zulús) hijos de Fajardo, que daban vivas a los yankees, a los americanos del continente, sin conocerlos y sin saber si nos tratarían mejor o peor que los que nos dejaban.» [10] Todavía sentimos esa aprensión, preguntándonos si quienes nos gobiernan nos tratarán bien. Esa es la definición de ausencia de libertad: Limitarnos a la esperanza de que quienes mandan serán benignos. Pero, ese es el destino de los esclavos, no de seres humanos con algún grado sustancial de libertad.
Otro médico de Fajardo, Santiago Veve Calzada, encarnó esa actitud que López Giménez lamentó: Veve llegó al extremo de abordar un bote para dirigirse al buque de guerra estadounidense que estaba cerca de la costa. El propósito de su travesía fue instar a la tripulación a que invadiera Fajardo y tomara control del pueblo, lo que intentaron antes de ser expulsados por fuerzas leales a España. [11] Veve pasó a militar en el Partido Republicano de José Celso Barbosa (1857–1921), y fue electo en 1900 a la Cámara de Delegados, creación de la Ley Foraker de ese año.
Es significativo –como le pareció al doctor López Giménez– que muchos ubicaran sus esperanzas de progreso y de una mejor vida en una nación que no conocían, y cuyas verdaderas intenciones de dominación y explotación capitalista ignoraban –y han seguido ignorando o minimizando por más de un siglo ya. Las razones para ello son muchas y difíciles de descifrar. Habría que comenzar por identificar los factores producidos por el devenir del entonces por concluir siglo 19: una porción considerable de los puertorriqueños de entonces veía a España como sinónimo de opresión; y veían como explotadores a otros habitantes del archipiélago, especialmente a la clase hacendada, y a comerciantes y prestamistas. [12]
Los médicos López Giménez y Veve Calzada representan dos reacciones distintas a la presencia estadounidense en Puerto Rico. La actitud del doctor López Giménez, minoritaria hasta hoy, es de cautela y de aprehensión ante la presencia e intenciones del poder imperial. La misma ha sido validada por más de un siglo de colonialismo y explotación a manos de los estadounidenses. La actitud de Veve Calzada está todavía presente, no solo en los «estadistas», sino en los «estadolibristas» que insisten en la «unión permanente» y en las «dos ciudadanías». ¿Qué significa esa divergencia de actitudes que se da al momento mismo de la invasión? ¿Cuál es su origen? ¿Qué significa la predisposición de Veve y tantos otros a subordinarse de manera incondicional a un nuevo imperio? En el Capítulo 7 exploro esas y otras interrogantes.
El armisticio de 4 de agosto de 1898 dictó que Puerto Rico sería «cedido» al incipiente imperio estadounidense, como se transmite la posesión de un pedazo de tierra. El Tratado de París, firmado el 10 de diciembre de 1898, estableció en el Artículo 9 que «el Congreso determinará los derechos civiles y el estatus político de los habitantes nativos de los territorios cedidos por el presente a Estados Unidos». Quienes redactaron esa oración tenían una concepción amplia del poder del Congreso para gobernar los «territorios» y, sobre todo, a sus habitantes. Por supuesto, prevaleció esa interpretación amplia, dada la vocación imperialista de Estados Unidos. No prevalecieron los jueces y otros actores, quienes arguyeron que el poder del Congreso y del gobierno estadounidense en general no llegaba tan lejos, por no estar autorizado por la Constitución a poseer colonias, mucho menos indefinidamente.
Al darle la bienvenida y la bendición al imperialismo, el poder judicial estadounidense ha sostenido que el Tratado de París le otorgó al Congreso «poderes plenarios» (poder exclusivo) sobre Puerto Rico, los cuales según el Tribunal Supremo estadounidense también surgen de la autoridad que le confiere la llamada Cláusula Territorial de la Constitución de Estados Unidos. La misma establece en lo pertinente: «El Congreso tendrá poder para disponer de y aprobar todas las normas y reglas necesarias concernientes al territorio u otra propiedad perteneciente a Estados Unidos».[13]
En Downes v. Bidwell, [14] el Tribunal Supremo de Estados Unidos sostuvo que «poseer» colonias y negarles derechos políticos a sus habitantes, gobernándolos sin su consentimiento formal o electoral, no ofende la Constitución de dicha nación. Puerto Rico, sostuvo dicho Tribunal, «pertenece a, pero no es parte de, Estados Unidos». La nueva posesión es «un territorio no incorporado» a ser gobernado según lo disponga el Congreso, el cual ejerce poder exclusivo sobre la Isla y sus habitantes. Así fue que, sin vergüenza alguna, Estados Unidos abrazó su identidad de república imperial, al servicio de la búsqueda de más riqueza para sus élites. Por supuesto, eso requeriría poderío militar, innumerables guerras e invasiones, la instalación de, o el apoyo a, dictadores sanguinarios; y la hiperextendida presencia global que vemos hasta el día de hoy.
Además, agregó el Tribunal en lenguaje explícitamente racista, los puertorriqueños son miembros de una «raza alienígena», lo que los incapacita, tanto para gobernarse a sí mismos, como para participar en el proceso político estadounidense. [15] Al día de hoy, esos «principios» aún forman parte del derecho constitucional estadounidense; son nociones que se han mantenido firmes, incluso después de 1917, cuando el Congreso declaró a los puertorriqueños «ciudadanos de Estados Unidos». En 2016, cuando la jueza «liberal» Kagan resolvió, en nombre de la mayoría de la Corte, que Puerto Rico nunca ha dejado de estar bajo la soberanía del Congreso, validó implícitamente la lógica racista que está detrás de la subordinación –de la ausencia de libertad– de los puertorriqueños. [16] La totalidad de la jurisprudencia de los tribunales federales sobre Puerto Rico, los puertorriqueños, y su lugar en el imperio estadounidense está viciada por la transgresión original: el imperialismo y los racistas casos insulares.
Fue así como se justificó la política de perpetua dominación. Gobernarse a sí mismo requiere características y atributos que no están presentes en las «razas inferiores», «mestizas» o «alienígenas». Según esa visión, conveniente como es para el poder dominante, los puertorriqueños no son aptos para el autogobierno, ni para más poderes de los que el Congreso considere oportuno conceder o negar, ni para la mera «igualdad formal» (nunca de fondo o sustancial) de la estadidad.
Estasis colonial
Luego de más de 125 años, la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos ha cambiado muy poco. Su esencia colonial permanece. En 1900, el Congreso estableció una estructura gubernamental con un poder ejecutivo autocrático, encabezado por un gobernador designado por el presidente de Estados Unidos. Conocida como la Ley Foraker, esa legislación fue mucho menos democrática que la Carta Autonómica de 1897, mediante la cual el gobierno español le concedió a Puerto Rico poderes de gobierno más amplios de los que tiene incluso al día de hoy.
La Ley Foraker estableció que todas las «leyes federales» que no sean «localmente inaplicables» se harán cumplir en Puerto Rico. Esa disposición sobrevive hoy en la Ley de Relaciones Federales de 1950, cuyas disposiciones provienen a su vez de la Ley Jones de 1917.
Mediante otra decisión unilateral del imperio, la Ley Jones, que reemplazó a la Ley Foraker, declaró a los puertorriqueños ciudadanos de Estados Unidos. Los políticos y burócratas estadounidenses de la época hicieron claro que el propósito de tal acción era reforzar el control colonial sobre Puerto Rico, y así asegurarse de mantener indefinidamente a Puerto Rico como una posesión de Estados Unidos. El gambito de la «ciudadanía americana» ha funcionado, al facilitar que la mayoría de los puertorriqueños se sientan parte de una nación que ha desplegado poder global por más de un siglo.
De hecho, hacia 1910, algunos burócratas y legisladores estadounidenses expresaron la convicción de que convertir a los puertorriqueños en ciudadanos estadounidenses sería un desarrollo bienvenido en la isla; y que tendría el efecto de consolidar el dominio estadounidense sobre Puerto Rico. [17] Se expresaba la noción de que el descontento en la isla disminuiría con la ciudadanía, y que la agitación del pequeño sector independentista perdería considerable fuerza.[18] Woodrow Wilson estuvo a favor de hacer ciudadanos a los puertorriqueños, a la vez que expresó que no haberlo hecho antes era la única fuente de la insatisfacción de los puertorriqueños. También expresó que tal desarrollo tenía que disociarse de cualquier idea de admitir a Puerto Rico como estado. [19] El Tribunal Supremo de Estados Unidos le dio su imprimatur a esa política en Balzac v. Porto Rico, [20] un caso en el que la opinión del tribunal la escribió el expresidente Taft, actuando como Juez Presidente.
Cabranes tilda la «naturalización colectiva de los puertorriqueños» de 1917 como «un momento decisivo en la historia colonial estadounidense y muy probablemente el punto de inflexión en el desarrollo político de Puerto Rico».[21] Gatell se expresó en términos similares: No event in Puerto Rican history has been more important in shaping the course of the island’s development than the grant of collective United States citizenship in the Jones Act of 1917. [22] Rivera Ramos afirma que la ciudadanía estadounidense ha sido «un elemento crucial en la reproducción de la hegemonía estadounidense entre la población puertorriqueña».[23] Mientras tanto, en 1922, el Tribunal Supremo estadounidense decidió el mencionado caso de Balzac, último de los casos insulares, culminándolos con la noción de que la ciudadanía estadounidense de los puertorriqueños no cambiaba su condición de súbditos coloniales. [24]
Aún privada de derechos políticos, esa ciudadanía «estatutaria» es «de segunda clase». Por otro lado, aunque migrar a Estados Unidos permite ejercer el derecho al voto, ello nunca se ha traducido en igualdad sustancial. En Estados Unidos de América, los puertorriqueños siempre hemos sido parte de «los otros», con nuestro valor oculto a los ojos de los estadounidenses ordinarios y de sus políticos por una nube de ignorancia, prejuicios, desconcierto, condescendencia, y desprecio. No es insólito que al explotado y ninguneado también se le desprecie. [25]
Los puertorriqueños no eligieron a su gobernador hasta 1948, y no tuvieron voz en los detalles de la estructura de su gobierno «local» hasta 1952. En 1950, el Congreso aprobó la Ley 600, la cual «autorizó» a los puertorriqueños a convocar una asamblea, con el fin de redactar una «constitución». Esa Ley 600 mantuvo en vigor las disposiciones de la Ley Jones de 1917 que contienen gran parte de los detalles de la dominación estadounidense, con el nombre de Ley de Relaciones Federales.
Como elaboro en el Capítulo 3, la «constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico» no es una «Constitución», con mayúscula, pues no fue el acto soberano de un pueblo. Ningún pueblo soberano necesitaría permiso de otra entidad para darse a sí mismo un régimen constitucional. Al mantenerse incólume la supremacía de la Constitución y leyes de Estados Unidos permaneció sobre nosotros la soberanía del gobierno de ese país; y un «régimen constitucional» se caracteriza por la supremacía de su constitución, que es lo contrario a su supeditación a las normas fundamentales o estatutarias de otro ente político.
A partir de 1953, los tribunales federales y de Puerto Rico inventaron o repitieron una noción (doctrina sería un término demasiado generoso), según la cual los puertorriqueños «consintieron» a la dominación estadounidense. Es decir, que aceptaron ser gobernados sin atisbo alguno de democracia formal, a través de una supuesta aquiescencia genérica a cualesquiera leyes federales y acciones ejecutivas, presentes y futuras, que se aprobaran o implantaran. Ese fue supuestamente el precio que pagamos por el «privilegio» de disfrutar finalmente de un grado supuestamente significativo de «autogobierno local». Exploro el engendro del «consentimiento genérico» en el Capítulo 4.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos dijo estar comprometido con los procesos de descolonización. A su vez, implantó el astuto truco de permitir que los puertorriqueños de 1950 votaran en referendos a favor o en contra de la Ley 600, y por la constitución que entró en vigor en 1952. El gambito electoral, la «voluntad del pueblo puertorriqueño», se utilizó a partir de entonces para ocultar la dominación colonial, o al menos para legitimarla.
El hasta ahora sin salida callejón colonial se ha perpetuado en parte gracias a la existencia en Puerto Rico de dos facciones partidistas que, a pesar de la futilidad de sus respectivas quimeras de estadidad y autonomía, han monopolizado el discurso desde 1900. Por más de un siglo, los gobernantes estadounidenses han hecho claro su desinterés en hacer de Puerto Rico un estado o en permitirle el ejercicio de poderes gubernamentales más amplios que los de los estados. A pesar de ello, esas dos facciones aún no reaccionan a más de 125 años de consecuente política estadounidense de perpetua subordinación colonial; aún no despiertan a la realidad.
La devastación de Puerto Rico
El 8 de agosto de 1899, un huracán categoría 4 tocó tierra en Puerto Rico. Era el día de la fiesta de San Ciriaco en el calendario católico. La cifra estimada de muertos fue de 3,369 seres humanos. Las pérdidas materiales ascendieron a 20 millones de dólares, pues San Ciriaco destruyó la cosecha de café y el resto de la agricultura. De una población de un millón, aproximadamente 250 mil personas se encontraron sin comida o refugio, mientras que los servicios eléctricos, telefónicos y telegráficos se interrumpieron por tiempo considerable.
Siete meses después, el 8 de marzo de 1900, se discutía en el Senado estadounidense si los puertorriqueños deberían reembolsar la ayuda que había enviado el gobierno de Estados Unidos. La noción le pareció deplorable al Senador Edmund Pettus, demócrata de Alabama, quien la caracterizó de «ilegal y difícilmente decente». [26] Los puertorriqueños pagarían por todo, y mucho más. Doce décadas después, nuestra cuenta se tornó más alta –sobre 100 mil millones de dólares– una deuda que no nos benefició, pero que se pretende que paguemos con lo que queda de nuestros medios de vida y con la desaparición de la esperanza de un futuro que merezca la pena. Poco cambia bajo el sol imperial-capitalista.
Aristócratas bostonianos, azúcar y explotación
Antes de 25 de julio de 1898, fecha de la invasión de Estados Unidos a Puerto Rico, capitalistas y políticos estadounidenses ya contaban con su anexión como colonia, y con utilizarla para la expansión y especulación empresarial. Entre ellos se encontraban banqueros de Boston, quienes comenzaron a llegar a la Isla poco después de la firma del armisticio de 4 de agosto de 1898. Uno de ellos, John Dandridge Henry Luce, era amigo íntimo y cuñado del senador de Massachusetts, el brahmin de Boston Henry Cabot Lodge.
El 15 de julio, diez días antes de la invasión, J.D.H. Luce le escribió a Lodge: «Como imperialista, ¡no te sorprenderá que desee estar en la primera fila de la expansión colonial! En resumen, estoy muy ansioso por ir a Puerto Rico». [27] De hecho, en correspondencia de mayo de 1898, Lodge y Theodore Roosevelt (entonces secretario de la marina) se muestran de acuerdo en que uno de los objetivos de la guerra era arrebatarle Puerto Rico a España. Porto Rico [sic] is not forgotten and we mean to have it, le escribió Lodge a Roosevelt el 24 de mayo de 1898.[28]
Luce y sus socios buscaban que el Secretario del Tesoro los hiciera exclusivos depositarios del dinero del gobierno militar de los Estados Unidos en Puerto Rico. Lodge accedió a darle ayuda para que su recién creado banco fuese designado como el agente fiscal de tal gobierno militar. Luego de que el mismo Presidente McKinley intercediera, esos depósitos se hicieron en el banco de Luce y sus socios. En 1899, compraron la vasta Central Azucarera de Aguirre, en Salinas.
Frank Dillingham, un abogado de New York, también adquirió terrenos en Puerto Rico, lo que permitió que hiciera una fortuna en la industria azucarera. [29] Dillingham y otros inversores incorporaron en New Jersey la Porto Rico Sugar Company, a través de la cual adquirieron y operaron la central azucarera más grande de Puerto Rico, la Central Guánica. Otro grupo de New York era dueño de la Fajardo Sugar Company. [30]
En el contexto de la disputa sobre el presupuesto de 1909 entre la Cámara de Delegados y el gobernador estadounidense, el congresista Atterson Rucker, de Colorado, era consciente del rol del archipiélago en la expansión capitalista: the question in its acute form is whether this Congress will allow the government we have established there, and by which so many Americans with their capital have found permanent footing, to be subverted. [31]
Es revelador que estos capitalistas quisieran ganar dinero en la industria azucarera. Para los trabajadores del campo, la cosecha de azúcar es una de las actividades más degradantes y brutales, que durante siglos usó mano de obra esclava. La miseria de los trabajadores puertorriqueños del azúcar fue incluso objeto de una investigación del Departamento del Trabajo del gobierno estadounidense, a cargo de un Joseph Marcus. [32] Las huelgas durante la década de 1910, ni las denuncias de Santiago Iglesias, ni la investigación Marcus tuvieron el efecto de mejorar las condiciones de vida y de trabajo de decenas de miles de padres y madres de familia puertorriqueños. [33]
Esa aventura capitalista y explotadora inició una práctica, que sobrevive hasta hoy, de usar la Isla y sus habitantes para ganar dinero y eventualmente huir con la mayor parte del botín. Puerto Rico ha sido una fuente de tierra y mano de obra baratas, un paraíso fiscal que cuenta con ingenieros, técnicos y trabajadores administrativos capaces y disciplinados, al servicio de las corporaciones estadounidenses y sus ganancias.
Después de 1898, la economía y las instituciones puertorriqueñas se reorganizaron para satisfacer los intereses capitalistas y estratégicos de Estados Unidos. [34] El cuñado de Lodge fue uno de los primeros businessmen quienes, hasta el día de hoy, van a la Isla para ganar dinero, pagar poco o nada de impuestos, pagar salarios más bajos que los que tendrían que pagar en otros lugares, y no reinvertir sus ganancias en Puerto Rico.
A principios del siglo 20, la destrucción de cualquier posibilidad de desarrollo económico autóctono produjo un ejército empobrecido de trabajadores agrícolas, del cual las compañías azucareras obtendrían las manos macilentas y los estómagos mal alimentados que trabajarían la tierra, a cambio de salarios miserables. Era un sistema de explotación, ya implantado en las plantaciones del sur de los Estados Unidos luego de 1865, el cual por décadas mantuvo a una porción significativa de los afroamericanos en un estado de cuasi esclavitud, sin educación ni derechos políticos.
Durante los primeros cuarenta años de dominio estadounidense, los puertorriqueños estaban tan o más pobres, y tan o más explotados, que bajo el colonialismo español. Lo fascinante es que ello no fue suficiente para desarrollar algún resentimiento significativo ante la explotación estadounidense; mucho menos un sólido deseo de independencia. Todo eso ocurría a la vez que el liderato partidista puertorriqueño mostraba ser pusilánime, miope, mentiroso y egoísta. Hay otros factores –políticos, históricos, materiales, y culturales– los cuales analizo en los últimos dos capítulos para explicar la duración hasta hoy del régimen imperial estadounidense.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, se estableció un proyecto de industrialización por invitación que se entroncaba en mano de obra barata y tratamiento contributivo preferencial. Ese modelo, que comenzó a declinar a partir de la década de 1960 para eventualmente colapsar en o alrededor de 2006, siempre estuvo destinado a fracasar, por no generar desarrollo económico. De hecho, la estructura misma de los incentivos y el tipo de capitalista que atrajo –sin compromiso alguno con la isla y su gente– tuvo la consecuencia de que las industrias se iban de Puerto Rico cuando expiraba la exención contributiva. [35]
A la vez, el PPD de Muñoz Marín (que estuvo en el poder desde 1941 hasta 1968) consolidó el régimen colonial mediante gestos que superficialmente parecían democráticos (referendos populares que produjeron la convocatoria a una “asamblea constituyente” y la “aprobación” de una “constitución”); e implantó la mencionada agenda de industrialización que descansó en atraer capital e industrias estadounidenses. A su vez, persiguió y estigmatizó a la oposición; institucionalizó una emigración masiva para acelerar la reducción del inconveniente alto desempleo; abandonó la agricultura; mató la posibilidad de desarrollar un sistema masivo de transportación, para el deleite de los fabricantes de automóviles estadounidenses, convirtiendo los espacios urbanos en infiernos tiranizados por los automóviles; a pesar de la legislación sobre planificación, entregó el diseño y la construcción de los espacios urbanos a desarrolladores capitalistas; vanaglorió las guerras estadounidenses y destacó la heroicidad que supuestamente significa derramar sangre boricua en Corea, Vietnam y en todos los conflictos de la post guerra en que los Estados Unidos participan. Esos conflictos siempre se han concebido y ejecutado mayormente para beneficio de los intereses capitalistas de los mismos que no invierten en Puerto Rico o que, de invertir aquí, no tienen compromiso alguno con la isla, lo que explica su continua movilidad.
Como en todo lugar y época, aquí los órganos del poder político actúan como es de esperarse, al procurar que sus acciones y pronunciamientos contribuyan a mantener las relaciones de subordinación y explotación existentes; a dejar lo más intacto posible el llamado statu quo. Tanto las ramas del gobierno de Estados Unidos como las del gobierno «local» de Puerto Rico contribuyen con sus acciones y omisiones a mantener el orden existente. Cabe la noción de que a ello también contribuimos los habitantes de Puerto Rico, con nuestras actitudes eminentemente conservadoras, de complacencia y de desidia; y que esas son las mismas actitudes que explican nuestra incapacidad para atender otros tantos asuntos que minan nuestra esperanza de que habremos de mejorar la calidad de vida del archipiélago borincano.
La etapa actual de la perenne explotación
A partir de 1969, las dos facciones de «estadistas» y «estadolibristas» se alternaron en el control del gobierno de Puerto Rico, a la vez que le daban rienda suelta a su avaricia y perfidia, a su desdén por sus conciudadanos puertorriqueños y a la mala administración. Su objetivo no articulado ha sido enriquecerse y enriquecer a sus aliados. La última encarnación de los saqueadores incluye a los buitres financieros, cortesía de Wall Street. Para aquellos puertorriqueños que anhelan cambios profundos, los desafíos por delante son formidables.
La inversión industrial fue gradualmente sustituida por productos financieros tóxicos, encabezados por las hipotecas subprime y los bonos municipales de Puerto Rico. Estos últimos presentaban una atractiva triple exención de contribuciones. Privado Puerto Rico de los medios para la posibilidad de desarrollo económico, su gobierno se convirtió en el principal empleador de la Isla, el cual cayó en la trampa del endeudamiento para sostener ese rol, y el de motor y apoyo de la actividad económica. No hay duda de que su colapso financiero y operacional se aceleró o empeoró por malas prácticas, muchas de corte neoliberal; así como por la corrupción de una élite gobernante que ha desplegado por décadas un monstruoso desprecio por Puerto Rico y por los puertorriqueños.
Los miembros de la Junta de Control Fiscal forman parte de esa camarilla despiadada. No es de extrañar, ni es casualidad, que esa Junta ha estado plagada de conflictos de intereses. Dos de sus miembros originales habían participado, como banqueros en la banca privada y al mando del Banco Gubernamental de Fomento, en la jauja de la compraventa de los dichosos bonos.
Wall Street y los banqueros de Puerto Rico compraron para sus clientes más bonos de los que el gobierno de Puerto Rico podría pagar –recuerden la atractiva triple exención contributiva. Ed Morales describe una de las consecuencias comunes de tales problemas financieros: «Cuando la burbuja especulativa del sector financiero estalló en forma de impago de los bonos de Puerto Rico, se instauró una austeridad para proveerle un remedio a los inversionistas». [36]
Austeridad, la medicina prescrita por la Junta Fiscal que el Congreso creó e instaló, ya ha tenido el efecto previsible de deprimir aún más una economía que ya estaba en una situación precaria. Al unirse ello a la inexistencia de planes de desarrollo económico, el desastre es de enormes proporciones. Esa respuesta de la Junta es otra instancia de valerse, en palabras de George Monbiot, «de las crisis como excusa y oportunidad para reducir los impuestos, privatizar los restantes servicios públicos, abrir agujeros en la red de seguridad social, desregular a las corporaciones y re-regular a los ciudadanos». [37]
La tormenta que causó la presente debacle comenzó a formarse hace muchas décadas. La Junta Fiscal ha estado atosigando la peor de las píldoras, en lo que podría ser el golpe final a la esperanza de un Puerto Rico viable. El huracán María, de 20 de septiembre de 2017, fue una entre muchas causas de la devastación de Puerto Rico. Como en 1899, la respuesta de Estados Unidos a los estragos causados por María fue retener la ayuda que le tocaba por ley al archipiélago. [38] Los puertorriqueños estamos pagando, de nuevo, la factura.
En 1900, el gobierno de Estados Unidos impuso aranceles a los productos puertorriqueños, lo que resultó en que la población de entonces pagara con creces la escasa ayuda que recibió luego de San Ciriaco. A la misma vez, los banqueros de Boston llegaron para enriquecerse. La austeridad impuesta hoy, y la bienvenida a los John Paulson de este mundo para que aumenten sus enormes riquezas, es otra instancia de repetición de la historia.
Los discursos articulados desde el poder
La cultura puertorriqueña se formó en un contexto colonial, cuando el poder dominante era la monarquía española. Ese fue el caso también de las culturas cubana y dominicana, para circunscribirnos al Caribe. Circunstancias históricas determinaron las particularidades de esta cultura nuestra, la cual tiene rasgos que reforzaron la capacidad del poder imperial para mantener su dominación. A partir de 1898, esos rasgos culturales nuestros sirvieron para facilitar el mismo proceso, ahora con Estados Unidos como el poder dominante. Es decir, un régimen colonial no produce culturas idénticas, ni reacciones idénticas en los pueblos dominados. Cuba y República Dominicana se independizaron. Ello sugiere que los procesos históricos que se dieron en esos países forjaron culturas distinguibles de la nuestra, particularmente en lo que concierne al nacionalismo político.
Nuestra cultura puertorriqueña está también presente en las narrativas públicas sobre dónde residen nuestros intereses. En Puerto Rico se han repetido constantemente unos discursos, articulados más visiblemente por los dirigentes políticos boricuas y por los foros judiciales estadounidense y puertorriqueño. Esos discursos, cuyo propósito ha sido perpetuar el régimen imperante en Puerto Rico desde hace más de 125 años, han tenido asegurada por muchas décadas su difusión y reproducción en los medios de comunicación; en las instituciones educativas y religiosas; y a través de las interacciones menos formales pero efectivas en otros contextos sociales, incluso la familia, el barrio, y los lugares de trabajo.[39]
Los dirigentes que han dominado el partidismo en Puerto Rico llevan más de un siglo definiéndose a base de su preferencia de status (estadidad o continuación del régimen colonial). Durante todo este tiempo, se han mantenido articulando una retórica reciclada que busca perpetuar la noción de que el tema de la relación política con los Estados Unidos es lo fundamental, el asunto esencial a discutir y a resolver. Lo fascinante y grotesco es que esa élite partidista ha logrado mantener la ilusión de que el llamado «problema del estatus» es su prioridad, mientras no implanta estrategias para resolverlo ni se plantea cuáles son las condiciones sociales y económicas que deben existir para adelantar la solución al problema de la «condición colonial» o de «déficit democrático» de Puerto Rico.
Es preciso, me parece, plantearse la existencia de tal praxis de la inercia, y cuánto contribuye a mantener intacto el régimen. Ya que la política es acción y que las transformaciones se consiguen a través de la acción, en Puerto Rico hemos practicado una especie de anti política. En el Capítulo 6 exploro esa anti política y sus consecuencias.
Por otro lado, al estudiar el fenómeno del poder en las naciones que pretenden ser democráticas, se requiere utilizar la teoría constitucional. Sin embargo, ésta es una de las materias de las que prácticamente no se habla en Puerto Rico, ni siquiera en las escuelas de derecho o en las decisiones judiciales. Ello no debe sorprendernos, pues en cualquier régimen social y político, hay asuntos sobre los que se fomenta su silencio y, por lo tanto, su total distorsión. Es necesario estudiar los discursos, pero es igualmente esencial detectar, denunciar y contrarrestar los silencios. En el Capítulo 3 reseño algunas las ideas fundacionales de la teoría constitucional, a la vez que observo que Puerto Rico nunca ha visto la implantación del constitucionalismo. De ahí que en el régimen bajo el cual vivimos estén ausentes la democracia y la libertad.
En este particular régimen colonial, incluso ha sido considerado «subversivo» cuestionar si el mismo coincide con los principios democráticos; sobre todo porque se ha logrado que se repita constantemente, desde todos los ámbitos, la noción –presumiblemente no sujeta a dudas– de que en Puerto Rico vivimos en «una democracia». Esa es una de las «verdades» que se ha construido mayormente desde las estructuras del poder político. En la consolidación de tal dogma ha participado en forma protagónica –aunque no exclusivamente– el «gobierno local» o «estado colonial» de Puerto Rico. La teoría constitucional queda inarticulada y soslayada, precisamente porque los principios del constitucionalismo dan al traste con la noción de que vivimos bajo un régimen democrático.
Por supuesto, el ejercicio democrático del poder presupone un grado de legitimidad, entroncada en conceptos tales como soberanía popular; elecciones periódicas y libres; respeto a los derechos civiles; entre otros. Mas la fuente última de legitimidad, la aquiescencia de la población, se da en Puerto Rico, donde se acepta sin mayor reflexión la noción de que somos un «país democrático» y que somos afortunados en formar parte de los Estados Unidos de América, la nación más poderosa y «más democrática» del planeta.
En el colonialismo, el dominio de una nación sobre otra, la historia demuestra que ese control lo ejerce el país hegemónico para su beneficio y el de los intereses que su gobierno cobija; y, sólo en forma incidental, para beneficio de los dominados. Se ha dicho que, en la medida en que el colonialismo es inherentemente favorecedor de los intereses de los dominadores, no de los de la nación dominada, se busca obtener el «consentimiento» de los dominados. Es por ello que, en ese contexto, se ha argüido que un ejercicio efectivo del poder presupone la creación y consolidación en los habitantes de la colonia de la noción de que la dominación imperial les beneficia. En el Capítulo 7 examino la validez en el caso de Puerto Rico de esas nociones, las cuales están entroncadas en el concepto de «hegemonía» o «poder como dominación».
Aunque a Puerto Rico no se le gobierna con legitimidad democrática, todo indica que se nos gobierna con nuestro asentimiento tácito, en la medida en que los puertorriqueños aceptamos sin mayores objeciones el régimen existente; y hacemos nada o muy poco para cambiarlo o transformarlo. Parecemos circunscribirnos a meramente acomodarnos a las circunstancias, a «bregar» como se pueda, a encontrar e implantar respuestas individuales a las dificultades que sufrimos y que compartimos con la mayoría de los puertorriqueños. Algunos autores han apuntado a los factores que a su juicio hacen posible tal consentimiento social al régimen colonial. Añado a esa discusión en los capítulos 6 y 7.
Lo plausible es que tal consentimiento social a que se nos gobierne sin consentimiento político o «democrático» –sin el consentimiento formal que ofrece la participación político-electoral– es producto en gran medida del convencimiento de que así se sirven mejor nuestros intereses. Se trata del consentimiento a ser gobernados sin consentimiento, si es que tal paradoja es comprensible (véase el Capítulo 4). De ser ello correcto, es de esperarse que, una vez dejemos de percibir que el régimen colonial adelanta o preserva nuestros intereses, ese consentimiento social se esfumará.
Cabe preguntarse cómo se consiguió crear y consolidar esa percepción, y analizar los obstáculos que han enfrentado y enfrentan quienes articulan argumentos que la refutan.[40] Surgen otras preguntas: ¿Por qué quienes han planteado y plantean que el colonialismo no es conveniente para Puerto Rico no han tenido poder de convencimiento? ¿Se contesta esa pregunta al contestar por qué se ha tenido éxito en perpetuar el régimen?
Todo indica que las versiones que imponen quienes ostentan el poder político adquieren preeminencia sobre las versiones alternativas de esa oposición mayormente expulsada del poder. La mayoría de la población le da más credibilidad a las versiones que se articulan desde las sedes del poder político, lo cual en Puerto Rico se hace patente ante la dependencia enorme que tenemos del gobierno como principal empleador del país y fuente de decenas de programas de asistencia social y financiera.
Ideas, cultura y optimismo
En Puerto Rico, el régimen colonial estadounidense ha perdurado, a la misma vez que nuestra cultura no ha cambiado en lo esencial. Hay que enfrentarse a que la colonia es efecto además de causa. Ser colonia también es un efecto de nuestra cultura (forjada, es cierto, en un contexto colonial), en la cual prevalecen los miedos, las divisiones, la parálisis, la fantasía, la desidia y las racionalizaciones a nuestra aversión a la soberanía.
Los humanos somos condicionados por una pléyade de factores, fuerzas, eventos, contingencias y realidades. Además de las circunstancias bajo las cuales se nos ha dado y se sostiene la vida, somos condicionados por todo lo que nosotros mismos creamos. [41] Ello incluye, por supuesto, las realidades sociales, culturales y políticas que surgen de nuestra actividad, de nuestro pensar, de nuestras ideas, y de las interacciones entre unos y otros. Esa realidad invita a reflexionar sobre la necesidad de la compasión hacia todo lo humano, sobre todo ante nuestras carencias y vicios.
Arendt lo articuló así:
Además de las condiciones bajo las cuales se da la vida al ser humano en la tierra, y en parte a partir de ellas, los humanos crean constantemente sus propias condiciones, hechas por ellos mismos, las cuales, a pesar de su origen humano y su variabilidad, poseen el mismo poder condicionante que las cosas naturales. Todo lo que toca o entra en una relación sostenida con la vida humana asume inmediatamente el carácter de una condición de la existencia humana. Por eso los humanos, hagan lo que hagan, son siempre seres condicionados. [42]
La cultura, según surge del régimen socioeconómico bajo el cual vivimos, es uno de los condicionantes más poderosos. Una cultura humana se compone primordialmente de ideas, las cuales causan en quienes las adoptan determinados comportamientos que comparten con otros miembros de su grupo social. A su vez, ello produce un sentido de comunidad, de que se comparten rasgos o características incluso con aquellos a quienes nunca se conocerá personalmente. Ello equivale a decir que la noción de que se pertenece o se forma parte de una comunidad, con una cultura definida y diferenciada de otras, se basa en la percepción de que tal comunidad existe. Ese es el tipo de comunidad que conocemos como una «nación» o un «pueblo». [43]
Las ideas no son otra cosa que información, la cual se almacena en nuestros cerebros. Por ello, afectan y hasta determinan el comportamiento humano. Somos influidos y formados por ideas. La mayoría de las ideas que definen las culturas del mundo, incluso las que no son explícitas, se transmiten de persona a persona, de manera análoga a la transmisión de genes. [44]
¿Cómo se transmiten las ideas y prácticas que conforman lo que llamamos una cultura? Su propagación no tiene que darse verbalmente. Con frecuencia no lo es. Imaginemos un infante de cinco años de edad en algún pueblo o ciudad de Estados Unidos, caminando de la mano de su madre. Ella camina con la tranquilidad que le produce la familiaridad de lugares y personas. El niño ha hecho la travesía decenas de veces, lo que le predispone al lenguaje corporal de la mujer, incluso la mano relajada que toma de la suya.
Añadamos que, de súbito, la mano de la madre se tensa a la vez que aprieta fuerte la del niño, mientras exhala su sobresalto y se detiene en seco. La causa de la incomodidad es la presencia de un hombre de piel oscura que camina hacia ellos. Una vez el hombre sigue su camino en dirección contraria a ellos, la mujer suspira con alivio. El infante nunca antes había percibido la tensión y el sudor frío de la pálida mano de su madre, la cual vuelve a relajarse al perderse de vista el hombre «extraño».
Con ese relato pretendo enfatizar que el prejuicio «racial», producto de ideas centenarias que clasifican a los seres humanos a base de categorías tales como «raza», se transmite incluso sin hablar; y que lo mismo es cierto para otras ideas, prácticas y cosmovisiones, incluso nuestra postura pesimista, pasiva y resignada ante las circunstancias políticas y sociales bajo las cuales hemos vivido. Los mecanismos de transmisión de lo que llamamos «cultura» son difíciles de detectar, factor que los hace más formidables.
Como ilustra el ejemplo de la madre y el niño, esa transmisión es autónoma, automática, cotidiana, omnipresente, y difícil de detectar con el radar de instituciones públicas o privadas –frecuentemente mal concebidas, estén o no interesadas en algún tipo de ingeniería social. El uso de las instituciones gubernamentales para llevar a cabo ingeniería social se ha topado con la formidable resistencia de la cultura en la cual pretenden operar. [45]
Los eventos son importantes determinantes del devenir histórico y cultural, mientras que las ideas son el medio a través del cual los humanos le asignan significado a los eventos, al igual que a los valores, aspiraciones y al sentido de pertenencia comunitaria. Así que, en principio, es posible identificar en el pasado el núcleo de nociones, prejuicios y prácticas culturales en cada comunidad, incluso cientos de años atrás y en distintos orígenes geográficos.
En culturas plagadas de tabúes, o de fatalismo, y en las cuales no aflora el pensamiento crítico ni la innovación, no hay prácticas ni criterios para deslindar las ideas buenas de las malas, las verdaderas de las falsas. Ello hace que la evolución de esas culturas sea lenta y que no sean capaces de innovar ni resolver problemas. Para innovar y resolver problemas, es necesaria una actitud optimista, libre de tabúes, que descanse en la consciencia de la utilidad y necesidad de la creación constante de conocimiento.
Así que las culturas humanas son el producto de lo que ha ocurrido antes de que cada uno de nosotros naciera. Tal realidad significa que somo recipientes, y propagadores, de la cultura en la cual crecimos y nos formamos, mientras que la historia y la cultura se determinan una a la otra de maneras complejas. Es por ello que el conocimiento de la historia es de primordial importancia, pues la historia vive en todos nosotros; es parte de nosotros; determina mucho de quiénes somos y cómo actuamos. Para conocernos a nosotros mismos, en cuanto seres sociales, culturales y como individuos, tenemos que familiarizarnos con los eventos históricos y las fuerzas culturales que formaron las generaciones que nos precedieron, y la nuestra. Cada generación transmite valores e ideas, y los orígenes y desarrollo de las ideas y valores son contingentes a eventos planificados y no planeados; a consecuencias queridas, y no buscadas ni deseadas, de la acción humana y de la fortuna.
La cultura puertorriqueña, es decir, «nuestro modo colectivo de ser» o «personalidad de pueblo», se forjó en tiempos de España, por lo que para 1898 ya había cristalizado –con sus luces y sombras. Como expresó Luis Rafael Sánchez, «cuando llegaron los americanos, ya el café estaba cola’o». En lugar de optimista, nuestra cultura se caracteriza por un peculiar fatalismo y por la ausencia de acción, particularmente cuando se trata de esa abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» o «la nación puertorriqueña». Esas características nuestras, y otras, han contribuido a la longevidad de la dominación estadounidense. En los Capítulos 6 y 7 exploro cómo los rasgos de esa cultura, forjada antes de que Estados Unidos le arrebatara a España sus últimas colonias, facilitaron la dominación estadounidense y han hecho posible su considerable longevidad. Allí surge una explicación intrigante: La razón fundamental para nuestra aversión a la soberanía es que las circunstancias en las que se forjó nuestra cultura no lograron producir en nosotros el tipo de respuesta emocional que condujo a otros pueblos hacia el nacionalismo político.
[1] José Trías Monge, Puerto Rico: Las penas de la colonia más antigua del mundo (1999).
[2] El Capítulo 2 contiene una síntesis de los lineamientos principales de la historia y cultura estadounidense. En los capítulos 3 y 4 exploro, entre otros temas, el papel que ha tenido el derecho en la dominación estadounidense sobre los puertorriqueños. El Capítulo 5 elabora sobre los asesinatos, y encubrimiento, en Cerro Maravilla como un ejemplo del terrorismo de estado que se ha desplegado contra quienes luchan por la soberanía de Puerto Rico. En los capítulos 6 y 7 busco dar con explicaciones para la longevidad de la dominación de Estados Unidos.
[3] Véase Luis Mattei Filardi, En las tinieblas del colonialismo: “Cien metros” de historia puertorriqueña 139–44 (3ra ed. rev. 2017).
[4] José Juan Rodríguez Vázquez, El sueño que no cesa: La nación deseada en el debate intelectual y político puertorriqueño 157 (2004).
[5] Reece B. Bothwell González, 1 Puerto Rico: Cien Años de Lucha Política 89 (1979).
[6] Bothwell González, pág. 90.
[7] Expresó Trías Monge: «Se pensó que la libertad había perdido a América y se sujetó a Cuba y Puerto Rico, con intervalos fugaces, a un régimen de represión continua. La represión … dejó … su huella en las actitudes del puertorriqueño hacia la autoridad. Se van creando así distintos tipos de puertorriqueño: el puertorriqueño resignado y dócil, el obsequioso, el pedigüeño, el acomodaticio, el fiel ejecutor del capricho del gobernante de turno, el tímido solicitante de cambios menudos, y, de otra parte, el puertorriqueño que reclama sus derechos con firmeza, el puertorriqueño rebelde y el puertorriqueño violento». 1 José Trías Monge, Historia constitucional de Puerto Rico 6 (1980).
[8] Mercedes López-Baralt, El Insularismo Dialogado, en Sobre ínsulas extrañas: El clásico de Pedreira anotado por Tomás Blanco 24 (Mercedes López-Baralt, ed. 2001).
[9] Id. También usa la frase «la conflictividad de nuestra identidad nacional». López-Baralt, pág. 33. López-Baralt, at 33. Cf. Ayala & Bernabe, infra note 12, pág. 15, quienes son conscientes de que hay autores, como López-Baralt, que han tildado el 1898 de evento traumático, pero arguyen que ello ha tenido «más que ver con su evaluación retrospectiva de las consecuencias del dominio de Estados Unidos que con los eventos que se dieron en el momento de la ocupación estadounidense. Toda la evidencia indica que, en 1898, la invasión se vio como un rompimiento positivo con el pasado». (Traducción mía).
[10] López-Baralt, pág. 28.
[11] López-Baralt, supra nota 8, págs. 28–31. Desde el punto de vista de España, Veve cometió traición. Desde mi punto de vista, su gesto carece de honor y de mérito, pues aspiraba a seguir dominado, esta vez por otro imperio hasta entonces desconocido –y desconocido aún hoy para la mayor parte de los asimilistas y entusiastas de la «unión permanente».
[12] Véase, e.g., César J. Ayala & Rafael Bernabe, Puerto Rico in the American Century: A History Since 1898 19 (2007).
[13] Const. de EU, Art. IV, Sec. 3, Cl. 2.
[14] 182 U.S. 244, 282 (1901).
[15] Downes, 182 U.S., págs. 286–287. El término en inglés es alien race, el cual también se puede traducir como «raza extraña». Thornburgh destaca que la idea de que los puertorriqueños son una “raza alienígena” (alien race) fue decisiva en el razonamiento del Tribunal Supremo que produjo la doctrina imperialista formulada en Downes, y en subsiguientes decisiones. Dick Thornburgh, Puerto Rico’s Future: A Time to Decide 47 (2007).
[16] Véase Commonwealth of Puerto Rico v. Sánchez Valle, №15–108, 579 U.S. ___ (2016). En Sánchez Valle el asunto a decidir era si Puerto Rico posee la prerrogativa que le permite a los estados procesar penalmente a un individuo que ya ha sido procesado por las mismas acciones en el foro federal. Según el tribunal, los estados y el gobierno federal pueden procesar a una persona por los mismos hechos, como excepción a la prohibición constitucional de double jeopardy («doble exposición»). Ello se debe a una doctrina del mismo tribunal, según la cual la «soberanía» de los gobiernos estaduales es independiente de, o tiene un origen distinto a, la soberanía del gobierno federal. (Esa «soberanía» de los estados es otra entre tantas ficciones). Tal excepción no aplica en el caso de Puerto Rico, sostuvo la juez Kagan, pues la soberanía sobre Puerto Rico la ostenta el gobierno de Estados Unidos, y el mismo «soberano» no tiene la potestad de acusar consecutivamente a una persona por los mismos hechos.
[17] Véase Pedro A. Cabán, Constructing a colonial people: Puerto Rico and the United States 198–199 (1999).
[18] Cabán, pág. 199.
[19] Id. Véase también Ronald Fernandez, The Disenchanted Island: Puerto Rico and the United States in the Twentieth Century 62 (1992).
[20] 258 U.S. 298 (1922). En Balzac, el tribunal determinó que la «naturalización» masiva de 1917 –que convirtió a los puertorriqueños en «ciudadanos de Estados Unidos»– no cambió la condición de «territorio no incorporado» que el tribunal le asignó a Puerto Rico en la primera década del Siglo 20.
[21] José A. Cabranes, Citizenship and the American Empire: Notes on the Legislative History of the United States Citizenship of Puerto Ricans, 127 Pa. L. Rev. 391, 396 (1978) (traducción mía).
[22] Frank Otto Gatell, The Art of the Possible: Luis Muñoz Rivera and the Puerto Rican Jones Bill, 17 The Americas 1 (1960).
[23] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico 145 (2001) (traducción mía).
[24] Véase nota 20, supra.
[25] Un intelectual, académico y autor puertorriqueño, profesor en Princeton University por más de tres décadas, expresó: «En el saber institucionalizado en las universidades de Estados Unidos, el lugar de Puerto Rico es muy incierto. Como no es ni ‘latinoamericano’ ni ‘norteamericano’, termina por borrarse. Muchos no ven ahí ni sujeto histórico, ni fines. La historia puertorriqueña es un relato que no cuenta, y que, por consiguiente, no se cuenta. No está ni antes ni después, está fuera, sin complejidad, sin heterogeneidades internas, sin tensiones políticas y afectivas. Es el puro no ser». Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota 79 (1993).
[26] Fernandez, supra nota 19, pág. 1 (traducción mía).
[27] Muriel McAvoy-Weissman, Brotherly Letters: The Correspondence of Henry Cabot Lodge and J.D.H. Luce 1898–1913, pág. 99, en https://revistas.upr.edu/index.php/hs/article/download/4054/3515 (traducción mía).
[28] Ayala & Bernabe, supra nota 12, pág. 14.
[29] Fernandez, supra nota 19, pág. 74.
[30] Id.
[31] Congressional Record, House, 61st Congress, 1st session June 7, 1909 2923; citado en Fernandez, supra nota 19, pág. 57.
[32] Id.
[33] Fernandez, págs. 73–77.
[34] Cabán, supra nota 16, págs. 2–3; James Dietz, Historia Económica de Puerto Rico 127–131 (1989; 2da ed. 2018); Ed Morales, Fantasy Island: Colonialism, Exploitation, and the Betrayal of Puerto Rico 36–37 (2019). Para un estudio detallado del desarrollo y consolidación del Sugar Trust estadounidense y su impacto en Puerto Rico, Cuba y República Dominicana, incluidas las transformaciones en las sociedades de esos países caribeños que se llevaron a cabo para servirle a la industria azucarera de Estados Unidos, véase César J. Ayala, American Sugar Kingdom (2009).
[35] Para una evaluación penetrante y documentada de Operation Bootstrap (Operación Manos a la Obra), véase Fernandez, supra nota 19, págs. 165–172.
[36] Morales, supra nota 34, pág. 72.
[37] George Monbiot, Neoliberalism –The Ideology at the Root of all our Problems, The Guardian, April 15, 2016 (traducción mía).
[38] Michael Deibert, When the Sky Fell: Hurricane Maria and the United States in Puerto Rico (2019).
[39] Véase Alvin Toffler, Powershift 18 (1991): «[Tratándose del poder], los sistemas de conocimiento y de comunicación no son antisépticos o neutrales. Prácticamente todos los ‘hechos’ que se utilizan en los negocios, en la vida política, y en las relaciones humanas cotidianas se derivan de otros ‘hechos’ o suposiciones que han sido moldeados, deliberadamente o no, por la estructura de poder preexistente. Por tanto, cada ‘hecho’ tiene una historia de poder y lo que podría llamarse un futuro de poder –un impacto, grande o pequeño, en la distribución futura del poder». (Traducción mía).
[40] Véase Steven Lukes, Power: A Radical View 10 (2nd ed. 2005): Si la dominación ordinaria afecta negativamente los intereses de los grupos subordinados, ¿por qué los subordinados obedecen? ¿Por qué no se rebelan continuamente, o al menos resisten todo el tiempo? Lukes explora la dimensión del poder que logra aceptación a lo establecido (the power to prevent people, to whatever degree, from having grievances by shaping their perceptions, cognitions and preferences in such a way that they accept their role in the existing order of things). Lukes, pág. 11. Todo indica que, incluso en contextos no coloniales, los procesos de socialización logran en gran medida la aceptación y reproducción de ideologías políticas, dogmas religiosos y todo un conjunto de nociones y prácticas culturales y sociales, las cuales pocos cuestionamos por ser absurdas, perniciosas, opcionales o mejorables.
[41] Hannah Arendt, The Human Condition 9 (1958; 1998).
[42] Arendt, supra nota 41, pág. 9 (traducción mía).
[43] Véase Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (Rev. Ed. 2006).
[44] Véase David Deutsch, The Beginning of Infinity: Explanations that Transform the World 369–97 (2011); Simon Deakin, Evolution for Our Time: A Theory of Legal Memetics, 55 Current Legal Problems 2 (2002); Susan Blackmore, The Meme Machine (1999); Richard Dawkins, The Selfish Gene 192 (1976).
[45] A modo de ilustración, recurrir a los tribunales para intentar la desegregación racial de las escuelas públicas de Estados Unidos se ha topado con la estabilidad de las culturas de las comunidades que llevaban más de cien años de segregación, lo que ha contribuido al fracaso casi total de esos intentos. Véase, e.g., Board of Education of Oklahoma City v. Dowell, 498 U.S. 237 (1991).