Introducción

Roberto A. Fernández
7 min readFeb 16, 2024

Casi desde que tengo memoria, soy consciente del «debate sobre el estatus» de Puerto Rico –que trata sobre cuál debe ser nuestra relación política con Estados Unidos, país del que somos colonia desde 1898. Rara vez son visibles otros debates que se dan en la esfera pública –sea en los medios de comunicación, en la academia, o en la legislatura. En el seno de la academia se dan otras discusiones, pero por lo general no se conocen más allá de tal ámbito ni se les da suficiente cobertura mediática.

En el debate sobre el estatus ha imperado, y todavía prevalece, la futilidad. Es un asunto sobre el cual se han repetido fórmulas, y frases huecas, año tras año, década tras década; ya, siglo tras siglo. A pesar de la importancia del tema, políticos y otros debatientes no discuten tal asunto con seriedad y ponderación.

Este libro es mi respuesta a la pobreza del debate en, y sobre, Puerto Rico, y a la relativa ausencia de la actividad de «pensar el país», que se ha circunscrito a un puñado de académicos e intelectuales, muertos y vivos. En general, el tenor de la discusión no ha evolucionado, ni hay interés en que aprendamos unos de otros y pensemos juntos al país. ¿Por qué?

Sin ser exhaustivo, los factores que explican la liviandad con la que se trata un asunto tan serio incluyen un partidismo en extremo tribal; poco o ningún desprendimiento de los «líderes» de las tribus hacia el país; los medios de comunicación masiva como proveedores de espectáculo, no de entendimiento; y, algo más reciente, la entrada al quehacer público y partidista de personas amorales, sin intelecto ni ética, carentes de interés alguno en el bienestar colectivo –pero sí con mucha motivación para mejorar sus finanzas personales y las de sus secuaces.

Detrás de la polarización y la incapacidad para un generar diálogos constructivos y acción concertada, está un desinterés en identificar un entorno que sirva de punto de partida. Ello es notable en lo referente a la historia. La mayoría de los debatientes –políticos, «analistas políticos», periodistas, otros– no ancla sus superficialidades, dogmas y retóricas recicladas en alguna concepción de la historia de Puerto Rico ni en la de Estados Unidos. Eso puede explicar mucho de su banalidad y predictibilidad. Cualquier concepción de la historia que se pueda destilar de su retórica es rudimentaria, viciada por su «ideología» o ignorancia. Pero una concepción de la historia es mayormente inexistente.

Con el término «historia de Puerto Rico» me refiero al conjunto de factores y eventos –los conocidos, los menos conocidos, y los aún desconocidos– que han determinado el desarrollo político, social y cultural de lo que llamamos «el pueblo de Puerto Rico». A su vez, el conjunto humano que conforma al pueblo de Puerto Rico incluye, por supuesto, a los vivos; pero también a quienes nos precedieron. Los ya muertos tuvieron un vínculo con el entorno humano y geográfico que conocemos como Puerto Rico, y dejaron huellas en lo biológico, social y cultural. Fueron, como somos los vivos, eslabones en una larga cadena. Pero, debido a factores complejos que exploro en este libro, nunca hemos desarrollado una visión intergeneracional del país y de nosotros mismos.

Para la generalidad de quienes dirigen, o militan en, el Partido Popular Democrático (PPD) y participan en alguna medida en el debate público, la historia de Puerto Rico no comenzó de lleno hasta 1940, con el primer triunfo electoral de ese partido, fundado en 1938. Para sus homólogos estadistas en el Partido Nuevo Progresista (PNP), tal historia aún está por comenzar. Para otros, existe tal cosa como la historia del país, y se remonta a más de cinco siglos, para incluir la llamada era precolombina. Según ellos, se trata de una historia que cuenta y pesa, que determina, que sirve para intentar dar con explicaciones a cómo llegamos donde nos encontramos hoy. Me ubico en ese último grupo.

Para esos últimos, la historia y la cultura de Estados Unidos también cuentan y pesan, desde antes de 1898 hasta hoy. Esa fundamental divergencia entre los conscientes de la importancia de la historia, y los que ni la conocen ni les importa, explica mucho de nuestra incapacidad para dialogar, para buscar y hallar convergencias, y para aunar voluntades.

Para los «populares», la historia comenzó en 1940 y ya culminó; hay nada que añadir. Todo se hizo en dos décadas. Muñoz cargó la historia en sus hombros, y la llevó a puerto seguro. Ya que la historia –o la única historia relevante– comenzó en 1940, lo anterior a esa fecha no es importante. Eso es lo que se destila de su estancamiento y de su nebulosa visión del país.

Para «los estadistas», todo es irrelevante, pues en su «visión» sólo importa la tierra prometida que vive en el futuro. Para tal sector, Puerto Rico en cuanto objeto del perenne debate sobre el estatus, no es un árbol con raíces, firme en la tierra. Puerto Rico es, a lo sumo, un ente flotante, que no tocará tierra ni echará raíces hasta que se haga estado de Estados Unidos de América. Es incluso peor, pues quien espera que la salvación provenga de afuera no da espacio a la introspección ni a la autogestión. No es de extrañar que los puertorriqueños de esa creencia no buscan reflexionar sobre esa abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» ni sobre su devenir histórico.

Esa visión de Puerto Rico, distorsionada y diminuta, denota autodesprecio. La misma no tiene cabida para la historia, que a lo sumo es algo irrelevante o inexistente. Es peor, pues su aspiración se limita a que Puerto Rico se subsuma a la historia de «la gran nación» estadounidense. Así que, para mis compatriotas estadistas, el pasado no importa, como tampoco importa el presente. La historia y la cultura de Estados Unidos están también ausentes de sus concepciones, clichés y dogmas, que los lleva a no tener en cuenta ni analizar las razones por las cuales los gobernantes de ese país nunca han considerado «al estado de Puerto Rico» como una opción.

La pobreza intelectual y ética de los debatientes, y sus raquíticas o inexistentes concepciones históricas, explican mucho de nuestra incapacidad para dialogar e identificar lugares comunes. Todo indica que seguiremos hablando sin entendernos, debatiendo sin dialogar, y haciendo ruidos que no están precedidos de pensamiento ni de estudio e introspección.

Por otro lado, el debate del estatus tiene otro lado oscuro: relegar la discusión de asuntos sobre los cuales urge actuar. En tiempos de crisis, los políticos de Puerto Rico han ignorado la devastación que arropa al archipiélago, limitándose a culpar de todos los males al «problema del estatus». Ocurrió en la década de 1930; y el patrón se repite hoy –excepto en el PPD, cuyos dirigentes han optado por hacer mutis ante la debacle de Puerto Rico bajo el Estado Libre Asociado. Lo trágico es que tal problema no se ha atendido con seriedad, por lo que persiste.

De ahí más de 125 años de futilidad. Y es que concentrarse en los problemas socioeconómicos y de subdesarrollo del país siempre develará la raíz del problema que nadie tiene la capacidad o el interés de resolver: la condición colonial de Puerto Rico. Si se mira más allá de su retórica y nos concentramos en sus acciones y omisiones, los políticos del país llevan más de 125 años, muy cómodos y satisfechos, viviendo del régimen que dicen querer reformar o sustituir por otro.

Por otro lado, nuestro estancamiento y divisiones le han permitido al gobierno estadounidense lavarse las manos. Para «el americano», el estatus colonial no ha representado ni representa mayores problemas. Puerto Rico le ha servido muy bien a sus intereses. Le hemos facilitado la entronización del estado colonial de cosas. Por eso, [casi] todos hemos sido y somos «colonialistas».

Parece que seguiremos sufriendo el deterioro del país, ahora invadido por evasores de impuestos, y saqueado por los empresarios «locales» del robo –los politicuchos que sufrimos y sus aliados en la avaricia y la desidia. Mientras tanto, la retórica hueca continuará en boca de quienes esperan el principio de nuestra historia en la tierra prometida del estado 51; y de quienes la limitan a la época de apogeo del PPD, la cual Arcadio Díaz Quiñones ha llamado, sin carencia de ironía, la era de la «utopía industrial» –que, si no se convirtió en distopía, sí se tornó en una pesadilla.

Ante lo anterior, este libro discute algunas de las realidades históricas que nunca se mencionan; que se ignoran para mantenerlas ocultas. Mas la pregunta fundamental que exploro es: ¿Por qué ha durado tanto el régimen colonial bajo el dominio estadounidense? Propongo que la respuesta se encuentra en los cuatro siglos de dominio español, cuando se forjó la cultura puertorriqueña –donde «cultura» se refiere al conjunto de modos de pensar, hacer y no hacer, sentir y dejar de sentir, que prevalecen en una comunidad que se ve a sí misma como tal; que se ve como una «nación». El hecho es que en los puertorriqueños prevalece un nacionalismo cultural; no un nacionalismo político. Ese nacionalismo fragmentado y la persistencia del régimen colonial requieren explicaciones.

Este libro es una invitación a repensar el país, a que nos atrevamos a mirarnos en el espejo para detectar nuestras luces y, sobre todo, nuestras sombras –y a que exploremos la causalidad que produjo al pueblo de Puerto Rico. Es también una exhortación a que apostemos, por fin, a la acción; a que desatemos un proceso en el cual la acción de paso a las transformaciones urgentes, todas asequibles, que se necesitan con urgencia. No pretendo lo imposible: que mis interpretaciones históricas y mi visión de los puertorriqueños sean inexpugnables o la última palabra. Mi pretensión es más modesta y realista, aunque quizás improbable: que se genere debate y se estimule la actividad política en su sentido excelso y creador. No tomar, por fin, el camino de la acción puede significar la desaparición del pueblo de Puerto Rico, que ya se atisba.

Nos va la vida.

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.