La nación incompleta: Una crítica a la visión de Pedreira
Al inicio de la tercera década del siglo 21, Puerto Rico sigue siendo una colonia de Estados Unidos. Algunos han planteado que ser colonia nos ha negado la posibilidad de completar nuestra definición como nación. Ello me lleva a preguntar si es más realista concebir que nuestras formas de ver y hacer nos mantienen como una nación subyugada a otra.
Pedreira afirmó la existencia de la nación puertorriqueña, la cual ve surgir en el siglo 19 con su arte, su literatura, su periodismo, y sus luchas políticas. Mas Pedreira también atisbaba en esa nación carencias culturales, enfoques errados, malas ideas y peores prácticas, cuya existencia animaba su espíritu de reforma, a llevarse a cabo desde el liderato de la élite intelectual de la cual se sentía parte. [1]
En Pedreira, elabora Rodríguez Vázquez, «el nacionalismo es un discurso paradójico de aceptación y rechazo, tanto de la mirada imperial como de la nacionalidad. La aceptación de muchos de los planteamientos del discurso colonialista lo llevan a reconocer la nacionalidad como un lugar problemático, incompleto, y por lo tanto, necesitado de reorganización». [2]
Ante la nación como problema a resolver, Pedreira le asigna a la élite intelectual del país la tarea de dirigir el proceso de maduración, de regeneración cultural. [3] De paso, Pedreira prescribió la continuación del régimen colonial (al menos, hasta que la nación madurara y tuviese la opción real y realista de ejercer por fin su soberanía política. Pero dicho autor no lo especificó de esa manera).
Pedreira fue ambiguo en cuanto a lo político, «y su crítica del orden colonial no conllevaba una propuesta para la formación de un estado-nación».[4] Ello probablemente contribuyó a que Pedreira fuese adoptado por el «proyecto populista encabezado por Muñoz Marín en la década de los cuarenta». [5]
Rodríguez Vázquez elabora sobre la paradoja de afirmar la existencia de la nación, pero a su vez aceptar –dándole credibilidad y reforzando la afirmación del imperio estadounidense de que no estamos listos para gobernarnos– la existencia de deficiencias culturales que han impedido la emergencia cabal de la nación, de una sólida personalidad colectiva. En esa visión, la nación es aún una «comunidad inestable que debe ser transformada y modernizada». [6]
El discurso nacional de Pedreira «estaba dispuesto a reconocer los aciertos de los relatos colonialistas cuando señalaban que la sociedad puertorriqueña poseía problemas materiales y espirituales». [7] Es desde la ideología de la modernidad, europea y estadounidense, desde donde muchos intelectuales de la llamada Generación del Treinta pretenden evaluar los aciertos y desaciertos de la nación puertorriqueña en cuanto ente cultural. Cabe ponderar qué precio hemos pagado por ello.
Pedreira enfrentó el «optimismo» de quienes veían a la nación boricua como ya formada; y también se opuso a quienes sólo le daban loas al tutelaje imperial de la república ilustrada estadounidense, supuestamente superior al despotismo español. [8] Así que Pedreira confronta esas dos vertientes.
La primera –según la cual la nación está madura para mandarse– la encarna Albizu, y nunca la hemos hecho nuestra (y habría que explorar el precio que hemos pagado por ello). La de quienes no articulan objeciones a la hegemonía estadounidense –y sólo saben elogiar a la gran democracia estadounidense– ha contribuido a la longevidad de dicha dominación, sin acercar ni un ápice su sueño de la «estadidad». La de Pedreira fue la visión que se acerca a la que adoptó, o pretendió adoptar, el PPD como parte de su proyecto político, llena de contradicciones y tensiones como siempre ha sido.
Rodríguez Vázquez identifica a esa corriente autonomista del PPD con lo que él llama «el nacionalismo moderado», el cual comienza «a tomar forma… durante las últimas décadas del siglo 19 en lo que se conoció como la tradición reformista-autonomista».[9] Una diferencia importante entre los autonomistas bajo España por un lado, y bajo Estados Unidos al comenzar el siglo 20, radica en el énfasis de lo nacional.
En el siglo 19, la idea de nación era apenas incipiente en el discurso reformista-autonomista, «y sus reclamos políticos se limitaron más a postular la necesidad de reformas administrativas que a postular la idea de que Puerto Rico era una nación con una personalidad distinta a la de la madre patria, España».[10] Afirma López Baralt que esa ruptura, o trauma, del 98 «provocó una escisión de lealtades que aún sufrimos en Puerto Rico».[11] Ello es parte de las divisiones en lo que dicha autora llama «la nación conflictiva».[12]
En su crónica sobre la invasión estadounidense a Fajardo, el propio abuelo de López Baralt lamenta la escisión en el seno de su propia familia que advino con la guerra entre España y Estados Unidos. «También presencié», escribió el Dr. Esteban López Giménez, «el entusiamo de algunos (que lo mismo hubieran vitoreado a los Zulús) hijos de Fajardo, que daban vivas a los yankees, a los americanos del continente, sin conocerlos y sin saber si nos tratarían mejor o peor que los que nos dejaban.» [13]
Otro médico de Fajardo, Santiago Veve Calzada, representó esa actitud que López Giménez lamenta. Veve llegó al extremo de abordar un bote para dirigirse al buque de guerra estadounidense que estaba cerca de la costa este, con el fin de instar a su tripulación a que invadieran Fajardo y tomaran control del pueblo, lo cual hicieron antes de ser expulsados por fuerzas leales a España. [14] Ahí se ve una de las primeras manifestaciones del llamado pitiyanquismo, esa mezcla de auto desprecio y enamoramiento del otro imperial del norte que tanto ha distorsionado la realidad. Veve pasó a militar en el Partido Republicano de Barbosa, y fue electo en 1900 a la primera Cámara de Delegados, bajo la ley Foraker de ese año.
Los médicos López Giménez y Veve Calzada representan dos reacciones polares a la presencia estadounidense en Puerto Rico. La actitud del doctor Veve, de aceptación a priori e incondicional a la presencia estadounidense, se refleja hoy en las posturas acríticas y ahistóricas de quienes profesan ser estadistas; y de los estadolibristas que insisten en la «unión permanente» y en las «dos ciudadanías». La actitud del doctor López Giménez, de cautela y de aprehensión ante la presencia e intenciones de un nuevo poder imperial, ha sido validada por más de un siglo de colonialismo y explotación a manos de los estadounidenses.
Hay una impresión, a mi entender correcta, de que quienes profesan creer en la estadidad o en la unión permanente bajo el ELA no conocen la historia y la cultura estadounidenses. Sus pronunciamientos ni siquiera muestran conocimiento de la historia política de Puerto Rico desde 1898 hasta el presente. Lo que quizás es peor, no parecen interesados en basar sus supuestas ideologías y su praxis política en ese conocimiento ni en alguna teoría de desarrollo histórico y político que sirva de zapata para su postura sobre el estatus político de Puerto Rico.
Desde 1899, muchos han profesado su adhesión al «ideal de la estadidad», su versión de la solución curalotodo al estancamiento y a la ausencia de poderes políticos. Otros han profesado su aspiración a mayor «autonomía», a más poderes de «gobierno propio». Pero «creer en un ideal» no es, no puede ser, suficiente. Prueba de ello son más de 120 años de futilidad para ambos sectores. Una sociedad no se puede construir, ni desarrollar, desde la ignorancia y la desidia. Tampoco desde la fantasía, desde la actitud de negarse a enfrentar la realidad humana –política, cultural, histórica– de la dominación de una nación por otra. Esas actitudes ante la dominación estadounidense ya existían cuando Pedreira vivía.
Pedreira usa metáforas médicas para diagnosticar los males boricuas, y para recetar los remedios. Mas, cuando decimos que una sociedad está «enferma», o que es «incompleta» o «indefinida», lo que expresamos en realidad es insatisfacción con esa cultura. El problema al que Pedreira no se enfrenta es que ello no significa por necesidad que se trata de una cultura en proceso de formación. Pedreira y quienes coincidían en su enfoque no se preguntaron si el mero hecho de observar características en esta cultura sugiere o indica que ya está formada, nos gusten o disgusten algunos o muchos de sus rasgos.
Habría que indagar si la adopción de la mirada imperial que se atisba en esa forma de evaluarnos lleva a callejones sin salida. Usar el criterio de la existencia o no de un estado-nación para, primero preguntarse si hay una nación puertorriqueña y, si la hay, para evaluar su grado de «desarrollo» y «madurez», es problemático en más de un sentido.
Si Puerto Rico no es propiamente una nación, se desvanece cualquier denuncia del colonialismo. Si se dice que es una nación, pero inmadura, se refuerza la mirada imperial estadounidense, que siempre ha insistido en que Puerto Rico no tiene la madurez para gobernarse a sí mismo, ni está apto para co-gobernar a la nación estadounidense. También refuerza el pesimismo prevaleciente en nuestra cultura, esa mezcla de autodesprecio y de percibir que somos inadecuados, insuficientes.
La posición elitista obliga a escudriñar si el paso del tiempo ha demostrado que Pedreira erró al propugnar una especie de ingeniería sociocultural, cuyo timón deben controlar los intelectuales. Su insatisfacción llevaba a Pedreira, apuntó él, al optimismo de ponerse en acción, de pensar la nación para reformarla, de invitar a la élite de la que se sentía parte a un «manos a la obra» juicioso y tenaz. A lo que no se enfrentó es a que, quizás, las culturas humanas no se transforman –o no se transforman así.
También me parece importante escudriñar si adscribirle al estatus colonial, sin más, los males culturales del país –a muchos de los cuales Pedreira le presta atención– tiende a evadir un examen de cuánto es la colonia perenne un efecto de tales males. También cabe examinar si el proyecto de Pedreira muestra su debilidad ante lo que ocurrió durante las últimas siete décadas, en la medida en que conllevaba la continuación del régimen, al menos por un tiempo. Sobre todo porque la «transición» del régimen del llamado Estado Libre Asociado (E.L.A.), dirigida por una élite «ilustrada» criolla, no produjo el bienestar material ni la madurez cultural que Pedreira y otros esperaban, y que consideraban necesaria para aspirar luego a la soberanía, o al menos para desarrollar un proyecto de país –próspero, dinámico, culturalmente gallardo– dentro del propio régimen colonial.
Nadie parece decir hoy que nos falta «madurar». Cabe también notar que, en muchos aspectos importantes, hemos cambiado muy poco como cultura en los 90 años desde que Pedreira comenzó a escribir sobre estos asuntos. Ello implica que para 1930 la nación puertorriqueña, en cuanto cultura, estaba «definida», era «madura». Y lo que cabe es apuntar que los rasgos que nos definían entonces –muchos de los cuales Pedreira identifica en su obra y que se mantienen hoy– eran los de una nación formada, como lo sigue siendo hoy. Otra cosa es que sea una nación, una cultura, que nos decepciona o insatisface.
En contraposición a Pedreira está el argumento de que nunca hay un mejor momento en el futuro para cercenar la relación colonial. Al contrario, mientras más pronto, mejor. Eso no significa que la soberanía es un curalotodo ni una utopía. Pero en la colonia las deficiencias culturales también están presentes, junto con los males que acarrea que un poder metropolitano gobierne a su antojo y conveniencia. Sobre todo cuando esa dominación está al servicio de la avaricia y la explotación.
Pedreira también nos obliga a ponderar, desde la perspectiva de 90 años después de que comenzó a publicar ensayos sobre estos temas, si el progreso moral es posible desde el estancamiento. Es decir, habría que preguntarnos si tal progreso requiere acción, reformas profundas, cambios radicales, luchas incesantes; y si lo contrario, el conformismo, la inacción, el estancamiento, es por definición fuente de atraso y de torpeza moral. Pero, luego de casi un siglo desde que los miembros de la llamada Generación del Treinta comenzaron a expresar sus inquietudes y a prescribir sus remedios, cabe preguntarnos si el problema central de la cultura puertorriqueña es precisamente su tendencia, poderosa, avasalladora, hacia la parálisis.
[1] Antonio S. Pedreira, Insularismo (1934).
[2] José Juan Rodríguez Vázquez, El Sueño que no cesa: La nación deseada en el debate intelectual y político puertorriqueño. 1920–1940 46 (2004).
[3] Pedreira entiende una «cultura» como «el repertorio de condiciones que dan tono a los sucesos y cauce a la vida de los pueblos; esa peculiar reacción ante las cosas –maneras de entender y de crear– que diferencia en grupos nacionales a la humanidad». Pedreira, supra nota 1, pág. 14.
[4] Rodríguez Vázquez, supra nota 2, pág. 66.
[5] Mercedes López Baralt, El Insularismo Dialogado, en Sobre ínsulas extrañas: El clásico de Pedreira anotado por Tomás Blanco 20 (Mercedes López Baralt Ed. 2001).
[6] Rodríguez Vázquez, supra nota 2, pág. 49.
[7] Id.
[8] Rodríguez Vázquez, págs. 40–42.
[9] Rodríguez Vázquez, supra, pág. 157.
[10] Id., págs. 157–158. Abunda este autor que es «con la ruptura del 98 que la imagen de Puerto Rico como nación comienza a fraguarse» en ese sector; y que el «cambio de metrópoli significó una ruptura con el pasado que nos dejaba sólo ante dos posible representaciones del país: la de Puerto Rico como una muchedumbre huérfana no constituida como pueblo o de la Isla como una nación apta para los derechos y las obligaciones que conllevaban la mayoría de edad». Id., pág. 158. Manrique Cabrera acuñó otra frase, «el trauma del 98». Nos dice López Baralt que «no por frase hecha [la misma] deja de tener un referente angustioso: la impotencia que siente una nación cuando pasa como botín de guerra de un imperio a otro sin haber tenido voz ni parte en la contienda». López Baralt, supra nota 5, pág. 23
[11] López Baralt, pág. 24.
[12] Id. Luce también usa la frase «la conflictividad de nuestra identidad nacional». Id., pág. 33.
[13] Id., pág. 28.
[14] Id., págs. 28–31.