La parálisis colonial de Puerto Rico

Roberto A. Fernández
13 min readJul 17, 2020

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Existe en la sociedad puertorriqueña una aceptación generalizada de la presencia, gobierno, y hegemonía estadounidenses. La aceptación de esa subordinación puede producir perplejidad, no sólo por su repetición intergeneracional, sino porque la esencia de la dominación estadounidense ha permanecido inalterada durante más de un siglo

La aceptación de la dominación estadounidense ha incluido mantenernos más o menos impávidos ante su monolítica, incólume estructura, la cual incluye un entramado ideológico que ha permanecido década tras década, ya siglo tras siglo. Las preguntas pertinentes incluyen el asunto central de cómo se ha obtenido tal aceptación, y cómo y por qué se ha reproducido, generación tras generación.

Explorar esas y otras preguntas requiere identificar los factores que han contribuido y contribuyen a la producción y reproducción de esa aceptación, del consentimiento constante a la dominación colonial a lo largo de más de un siglo, periodo de transformaciones; pero que se caracteriza por la ausencia de cambios fundamentales a la relación –a la dominación– existente desde que se aprobó la Ley Foraker en 1900.

El concepto de hegemonía o «poder como dominación»

Efrén Rivera Ramos y Steven Lukes examinaron el fenómeno que el primero llama «hegemonía», y que Lukes denomina «poder como dominación». Sostiene el jurista puertorriqueño que el fundamento material de la hegemonía está vinculado a la satisfacción de necesidades. [1] Lukes hace afirmaciones similares, al discutir el poder cuando se manifiesta como dominación de unos grupos sobre otros.

Lukes define esa dominación como «la facultad para evitar que las personas, en cualquier grado, tengan quejas» sobre su subordinación, «al moldear sus percepciones, cogniciones y preferencias de tal manera que acepten su rol en el orden existente». [2] Ello requiere contestar la pregunta «¿Cómo obtienen los poderosos el cumplimiento de aquellos a quienes dominan?» Más específicamente, «¿Cómo se aseguran de su cumplimiento voluntario?» [3]

Según el profesor Rivera Ramos, tres factores han contribuido a la aceptación de los puertorriqueños a su condición de sujetos coloniales de los Estados Unidos: el «discurso de derechos», la «ideología del estado de derecho», y vivir bajo un régimen de «democracia parcial». Los dos primeros factores «han sido características claves del proyecto hegemónico estadounidense y elementos constitutivos del proceso de legitimación». [4]

Faltaría examinar los factores históricos y culturales presentes antes de que los marines asaltaran las playas de Puerto Rico en 1898, y cómo esos factores allanaron el camino para la dominación estadounidense. Por lo mismo, habría que preguntarse si hay unas continuidades culturales –de ideas, actitudes, cosmovisiones y prácticas– que conecten los 122 años de subordinación bajo Estados Unidos con el periodo colonial bajo España, y que arrojen luz sobre la longevidad de la dominación estadounidense.

Creo importante el intento de identificar los rasgos culturales que inciden sobre el conformismo con la subordinación a Estados Unidos. Sostengo que, si esos y factores relacionados no se toman en cuenta, los marcos teóricos de Rivera Ramos y de Lukes no son útiles –ni se puede constatar su utilidad.

Rivera Ramos sí identifica el marco ideológico, cultural, material y jurídico de la dominación estadounidense, para decirnos que el efecto de tales estructuras de poder ha sido producir, consolidar y reproducir el consentimiento de los puertorriqueños a la hegemonía de Estados Unidos. A su vez, identifica los eventos jurídicos más importantes, que son los casos insulares, y el que ocurrió en 1917: la unilateral naturalización colectiva de los puertorriqueños como ciudadanos de Estados Unidos.

La discusión que sigue pretende apuntar a los factores históricos y culturales que habrían incidido, hasta el momento presente, en la longevidad del régimen estadounidense en Puerto Rico.

Hegemonía y la satisfacción de demandas

En el marco teórico de Lukes, el «poder como dominación» crea en el grupo subordinado la percepción de que sus intereses son atendidos y satisfechos. Rivera Ramos enfatiza que los subordinados perciben a menudo que el grupo dominante «tiene el conocimiento, los recursos, y la experiencia que se requieren para administrar los asuntos generales de la sociedad. La posición hegemónica del grupo es posible en la medida en que el ‘sentido común’ que prevalece en la población general puede ser moldeado por la cosmovisión del grupo [dominante]». [5]

Entonces, la hegemonía «depende de la capacidad del grupo dominante para el liderazgo intelectual, político y moral, así como de su disposición para incorporar las demandas de otros grupos y satisfacerlas, al menos parcialmente». [6] Rivera Ramos nos deja la tarea de constatar esas afirmaciones. Hago aquí un primer intento.

Saltan a la vista las múltiples instancias en las cuales Estados Unidos ha demostrado poco o ningún interés en «incorporar las demandas» de los puertorriqueños o de sus élites. En lo político, la constante ha sido la tacañería, como escribió José Trías Monge. Puerto Rico está hoy en el mismo limbo colonial en el que se hallaba al aprobarse la primera ley orgánica, la Ley Foraker de 1900.

Desde los debates en el Congreso estadounidense que antecedieron la aprobación de esa ley, las tres ramas del gobierno estadounidense han concurrido en la consecución del objetivo que expresamente se articuló desde 1900: Mantener indefinidamente a Puerto Rico como una posesión, como un «territorio no incorporado»; y nunca encaminar un proceso para admitirlo como estado de la Unión.

Los reclamos de mayor «gobierno propio» o de «más autonomía» llevan más de un siglo estrellándose contra la negativa de los gobernantes estadounidenses a tan siquiera concebir que Puerto Rico pueda o deba obtener poderes que los estados no poseen. Los reclamos de estadidad ni siquiera se han estrellado, sino que mayormente se han ignorado, como si no existieran. Que esa negativa e indiferencia hayan sido acompañadas de condescendencia, amabilidad, y cabildeo –gran parte del mismo pagado con dinero del tesoro de Puerto Rico– no las hacen menos patentes, pero sí más cínicas.

Así que Estados Unidos ha hecho realidad lo que fue su intención inicial: hacer de Puerto Rico una perenne posesión, una colonia a perpetuidad. Las primeras cuatro décadas del siglo 20 se caracterizaron, inter alia, por la miseria económica; y también por la ignominia política. La primera reacción importante de resistencia no ocurrió hasta la cuarta década, con Albizu Campos al mando del Partido Nacionalista. Pero el balance fue uno de paciencia y resignación ante un cuadro tétrico de miseria, de invisibilidad, y de subordinación.

No hubo una satisfacción de otros intereses, tales como una vida más digna, sin tanta explotación, miseria y hambre. Sin embargo, con la excepción del pequeño Partido Nacionalista, el país entonces no presentó reto importante alguno a la hegemonía metropolitana.

Como quiera, claro está, hubo una represión importante contra Albizu y el nacionalismo, tanto en la década del ’30 como en la del ’50. La represión contra el independentismo continuó, y tomó distintas formas y estrategias, desde la persecución, hostigamiento y carpeteo hasta el asesinato. Tan significativo como la represión ha sido la reacción de los puertorriqueños, la cual no ha sido monolítica, pero que mayormente ha sido pasiva y conforme.

Una de las reformas que unionistas y republicanos buscaban en la década de 1910 era la del gobernador electivo. La Ley Jones de 1917 mantuvo al puesto de gobernador como uno nombrado por el presidente, según era desde la Ley Foraker de 1900. No fue hasta 1947 que el Congreso aprobó la «ley del gobernador electivo».

Luego de la aprobación de la Ley 600 de 1950 –mediante la cual el Congreso autorizó la redacción de una constitución que sustituiría parte de la Ley Jones– se implantó la estructura gubernamental actual, a cumplir siete décadas en 2022. En contraste, la Ley Foraker estuvo vigente por diecisiete años; la Ley Jones por treinta y cinco años. Durante esas siete décadas, desde 1952, los múltiples intentos por ampliar los «poderes de gobierno propio» de Puerto Rico han fracasado.

Todo lo anterior sugiere que el dominante Estados Unidos se topó en Puerto Rico con una situación auspiciosa, distinta a la de Filipinas –nación a la cual ya en 1916 el gobierno estadounidense le estaba prometiendo la independencia. Filipinas fue sometida mediante una violencia espantosa, célebre por el sadismo asesino de las tropas estadounidenses.

Pero en Puerto Rico, las bajas expectativas de los puertorriqueños de 1898 habían sido moldeadas por condiciones históricas y materiales, y por sus particulares racionalizaciones y reacciones sicológicas a su estatus sociopolítico de subordinación. En tal escenario, las «estrategias» necesarias para obtener o mantener el consentimiento de los subordinados no requeriría cambiar las condiciones de vida de aquel pueblo empobrecido y analfabeta, cuyo potencial no se había destapado para mejorar su vida.

Otras claves históricas y culturales

Distinto a Cuba y las Filipinas, el movimiento independentista en Puerto Rico era, a lo sumo, incipiente. «Mientras que Puerto Rico tenía una agenda nacionalista débil», apunta Ramón Grosfoguel, «Cuba tenía un fuerte movimiento anticolonial contra España que [también] presionó por la partida de los estadounidenses». [7] Tal realidad «le permitió a los Estados Unidos hacer de Puerto Rico una posesión colonial sin dificultades» [8] y, añado, indefinidamente.

La imagen de Estados Unidos como un defensor liberal de los derechos humanos deslumbró a la élite política puertorriqueña de finales del siglo 19 y comienzos del 20. Esa imagen incluso tenía muy poca correspondencia con la realidad, dado el trato a los nativos y afroamericanos, así como a las mujeres y a los inmigrantes.

Mas también es cierto que la España monárquica y autocrática no tenía en Puerto Rico los problemas de gobernanza que enfrentaba en Cuba. Al buscar explicaciones para la estabilidad de la dominación estadounidense sobre Puerto Rico, no veo cómo tal historia se deba subestimar; mucho menos ignorar.

Otro factor a considerar es la necesidad sicológica de autoestima. En el caso de los puertorriqueños, sentirnos bien con nosotros mismos, crear un sentido gratificante de identidad individual y colectiva, se ha moldeado de tal manera que ha prescindido de una nacionalidad política separada. Lo contrario parece ser cierto, que tal necesidad está ligada, al menos en cierto grado, a la dominación de la poderosa metrópoli.

No creo que deba subestimarse nuestra percepción como participantes, aunque sea modestos, del poder global de los Estados Unidos, reforzada por la participación de los puertorriqueños en las fuerzas armadas estadounidenses, con todo lo que ello ha implicado. Por supuesto, desarrollos recientes y otros por ocurrir podrían socavar esos y otros factores de la ecuación del consentimiento al colonialismo. O podrían no tener efectos importantes, dada la debilidad en que se encuentra Puerto Rico, acentuada por las divisiones tribales y de visión de mundo que saltan a la vista a diario, las cuales tienen raíces profundas.

Todo eso se reduce a la preferencia de los puertorriqueños por mantener los poderes públicos significativos en manos de un gobierno aparentemente distante. El escepticismo hacia la independencia conlleva no aspirar a ostentar poderes políticos y económicos propios de gobiernos «soberanos».

A la vez, nuestra adulación a los políticos «locales» nunca se ha traducido en un anhelo de entregarles amplios poderes. Ello puede ser una señal de auto desprecio, propio de sociedades coloniales o con historial colonial, las cuales tienen comportamientos y actitudes análogos a los de personas con inseguridades profundas.

A ponderar también está la relación del escepticismo a la soberanía política con antiguos resentimientos de clase que datan del siglo 19. El trabajo del historiador Fernando Picó proporciona pistas sobre la naturaleza y los orígenes de esos resentimientos. [9]

Varias preguntas surgen: ¿Hay un reverso a que el pueblo puertorriqueño haya contribuido, por generaciones, a impedir que compatriotas qua políticos tengan poderes significativos? ¿A que tampoco haya posibilidad de integración como estado de Estados Unidos? Propongo que lo hay.

Ese reverso es que nuestras clases dirigentes se han limitado a ser carreristas políticos, con todo lo que ello acarrea en depravación moral y estancamiento. Su limitado campo de acción en cuanto al llamado estatus, su más que centenaria incapacidad –o desinterés– para alterar la ecuación colonial, los ha llevado al cinismo de usar la política para su beneficio, a la vez que el país se deteriora.

No deja de ser irónico que al usar el aparato policiaco del ELA para reprimir al independentismo, los partidos dominantes ha contribuido al estancamiento colonial. Con ello, ayudaron a que no haya fuerza política o social alguna que amenace la estabilidad del régimen; a que no haya presión ni incentivo para que el gobierno de Estados Unidos reforme el régimen que inauguró en 1952. Mientras tanto, hoy, Puerto Rico es un país más desmovilizado y embelesado que nunca.

También me parece importante el realismo de recordar que los políticos son parte de la cultura en la que nacen y crecen, por lo cual, «como cualquier hijo de vecino», hacen suyas las ideas y cosmovisiones de esa cultura. Ello conlleva adquirir un conocimiento cabal de la sociedad en la cual se ubican. Ese conocimiento lo obtienen de manera orgánica, a través de beber de esa cultura, crecer en ella; y lo utilizan para su beneficio, mas también les indica límites adicionales a su marco de acción.

Los políticos de Puerto Rico llevan generaciones conscientes de que su viabilidad política requiere atemperar aspiraciones, ambiciones y acciones, de manera que no ofendan a un electorado eminentemente conservador, con aversión a cambios y rompimientos radicales o significativos. Entre otras cosas, ese conservadurismo les ha negado la posibilidad de extorsionar a las autoridades estadounidenses.

Los intentos de extorsión –decirles que si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se han dado, y lo más que les ha provocado a esas autoridades es risa. Por ello, desde Muñoz Rivera hasta Hernández Colón, los intentos por obtener más poderes de «gobierno propio» se han estrellado contra la pared de la negativa imperial, pues esas ambiciones de la élite «autonomista» no parten de otro lugar que no sea la debilidad.

El raquitismo político de ese sector tiene como factor central su propia ideología de «unión permanente», la cual a su vez parece ser o es producto y reflejo de la aversión de sus constituyentes a la idea de un rompimiento con el poder imperial. Políticos y electores han creado un círculo vicioso, una encerrona en gran parte auto-infligida.

Puerto Rico tiene visos de ser una sociedad estática

Estudiar a Puerto Rico requiere enfrentarse a la posibilidad –la probabilidad– de que su devenir histórico como colonia estadounidense muestra a un grupo o nación dominante que se beneficia de un orden sociocultural preexistente. Ese orden, el cual se había estado formando por cientos de años en la nación subordinada, ha sido –era, es aún, y será– lo suficientemente estable como para requerir apenas ajustes menores a las estrategias de dominación, si tal caso.

La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce culturalmente de múltiples maneras, sobre todo a través de las ideas y suposiciones que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad de que se trate. Los humanos tendemos a conformarnos con la cosmovisión que adquirimos e internalizamos en el proceso de socialización y aculturación, la cual a su vez reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias ocupacionales.

Esa tendencia a la conformidad, a resistir cualquier impulso a ser «contrarios» o «contestatarios», se entronca a menudo en la percepción de que nuestra viabilidad social y bienestar material se adelantan obedeciendo «las reglas». Las presiones sociales son poderosas, particularmente porque las recompensas que surgen del conformismo parecen ser, y a menudo son, reales. En cuanto contribuye al sostenimiento de la dominación colonial, todo esto ha sido insuficientemente abordado o entendido.

En ese mismo marco: ¿Qué tal si el eje central de las explicaciones a 120 años de ignominia colonial es una preferencia visceral por la parálisis? Me pregunto si ese es el proverbial «elefante en el cuarto», eso que muchos notan, pero cuya presencia nadie o casi nadie osa mencionar. No se sabe si es peor notarlo y pretender ignorarlo, o ni siquiera percibir su presencia.

Quizás el asentimiento al colonialismo proviene de un conjunto de modos de ser, de hacer –y de no hacer– arraigados en nuestra cultura, pues habrían sido transmitidos de cerebro a cerebro a través de lo que llaman por ahí «el ejemplo».

¿Cómo se transmiten las ideas y prácticas que conforman lo que llamamos una cultura? Imaginemos un infante de cinco años de edad en algún pueblo o ciudad de Estados Unidos, caminando de la mano de su madre. El niño ha hecho la travesía decenas de veces, lo que ya le predispone al lenguaje corporal de la mujer, particularmente la mano relajada que toma de la suya. La joven madre camina con la tranquilidad que le produce la familiaridad de lugares y personas.

Imaginemos que, de súbito, la mano de la madre se tensa a la vez que aprieta fuerte la de su hijo, mientras exhala su sobresalto y se detiene en seco. La causa de la incomodidad es la presencia de un hombre de piel oscura que camina hacia ellos. Una vez el hombre sigue su camino en dirección contraria a ellos, la mujer respira hondo con alivio. El infante nunca antes había percibido la tensión y el sudor frío de su mano.

El prejuicio, producto de ideas centenarias que clasifican a los seres humanos a base de categorías tales como la «raza», se transmite incluso sin hablar. Lo mismo es cierto para otros tipos de ideas, prácticas y cosmovisiones, como la de adoptar una postura mayormente pasiva, resignada, ante las circunstancias políticas y sociales en las que se vive.

Los mecanismos de transmisión de lo que llamamos cultura pueden ser difíciles de detectar, lo que los hace más formidables. Como ilustra el ejemplo de la madre y el niño, esa transmisión es mayormente autónoma, cotidiana, omnipresente, e imposible de detectar con el radar de instituciones públicas o privadas interesadas en algún tipo de ingeniería social.

[1] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (2001).

[2] Steven Lukes, Power: A Radical View 11 (2nd ed. 2005) (traducción mía).

[3] Id., pág. 12 (traducción mía).

[4] Rivera Ramos, supra nota 1, pág. 193.

[5] Rivera Ramos, pág. 15.

[6] Id.

[7] Ramón Grosfoguel, Colonial Subjects. Puerto Ricans in a Global Perspective 52 (2003) (traducción mía).

[8] Id., pág. 53.

[9] Véase Fernando Picó, Libertad y Servidumbre en el Puerto Rico del Siglo XIX (1979); Amargo Café: Los Pequeños y Medianos Caficultores de Utuado en la Segunda Mitad del Siglo XIX (1981); véase también César J. Ayala & Rafael Bernabe, Puerto Rico in the American Century: A History Since 1898 15–16; 19 (2007).

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Roberto A. Fernández
Roberto A. Fernández

Written by Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.

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