El E.L.A. y la tramoya del «consentimiento genérico»

Roberto A. Fernández
31 min readAug 29

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(Este es el borrador del Capítulo 5 del que será mi segundo libro, tentativamente titulado Subordinación o Libertad: En busca del tiempo puertorriqueño).

Por más de 125 años, varias generaciones de puertorriqueños hemos ido por la vida cargando con nuestra particular disociación entre conceptos y realidades. Para describir nuestra realidad y sentirnos conformes con la misma, incluso orgullosos, hemos usado –muy ufanos– términos como «democracia» y «libertad». Pero, la subordinación colonial no es democrática; y los pueblos sometidos al imperialismo no son libres. El colonialismo es una forma de subordinación, incluso de esclavitud, pues la libertad y el auto gobierno son consustanciales. Mientras menos capacidad para gobernarse posean los miembros de una comunidad, menos libres son.

En trabajos anteriores enfrenté la disociación de los «estadolibristas».[1] Por largas décadas, los panegiristas del Estado Libre Asociado (E.L.A.) insistieron en que Puerto Rico se descolonizó en 1952, y hasta han llamado al E.L.A. un «régimen constitucional». No se pueden hacer esas afirmaciones sin perpetrar gran violencia a conceptos cuyos significados carecen de ambigüedades.

Una de las realidades que el Partido Popular Democrático ha intentado obviar desde tiempos de Muñoz Marín es que el E.L.A. no es un estatus político; sino que es la tercera permutación institucional (en el ámbito «local») del mismo régimen colonial que ha regido desde que Estados Unidos le arrebató el archipiélago a España. No debió hacer falta que el Tribunal Supremo de Estados Unidos echara por tierra la pretensión de que el E.L.A. no es colonial. [2] Vicente Géigel Polanco, exento de disociación y de demagogia, lo vio claro a principios de la década de 1950. Géigel plasmó su honestidad intelectual y su denuncia política en unos artículos que se recogieron en su libro La farsa del Estado Libre Asociado. Gilberto Concepción de Gracia y el Partido Independentista Puertorriqueño también hicieron las denuncias correspondientes mientras se gestaba lo que se conoce como el E.L.A.

Como destaqué en el Capítulo 4, el devenir del trámite legislativo, lo que llaman el «historial legislativo», de la ley del Congreso conocida como la «Ley 600» de 1950, fue transparente: Sólo se autorizaba a Puerto Rico a diseñar la estructura de su «gobierno interno», sujeto a la aprobación del Congreso. Dicho cuerpo legislativo mantenía intacto su poder soberano sobre nosotros, según tal poder surge del Tratado de París de 1898. Así lo reconocieron Muñoz Marín y Fernós Isern en las vistas que se llevaron a cabo ante las correspondientes comisiones del Congreso en torno al proyecto de ley que se convirtió en la Ley 600. Tal ley no cambió la hegemonía capitalista ni institucional de Estados Unidos. Al contrario: la consolidó.

Muñoz y otros en el PPD fueron más allá de industrializar y «modernizar» al país, con los desastres que ello trajo: un urbanismo basado en la tiranía del automóvil y en construir suburbios y caseríos, segregando las ciudades y tornándolas inhóspitas, conducentes al desarraigo y al encierro. Los populares también mintieron sobre lo que transpiró en el Congreso en 1950–52, en parte para ser «buenos ciudadanos americanos» y apoyar la propaganda de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Los motivó también el deseo de establecer algo con visos de permanencia, un régimen que fuera atribuido a ellos y a su partido. De ahí no solamente sus mentiras sobre el E.L.A., sino también su nefasta comparecencia ante la ONU en 1953. Estrenaron así la mitología del E.L.A. «no colonial».

Sufrimos las consecuencias de construir a base de mentiras. Sin ética y sin veracidad, todo termina por derrumbarse. Lo destruido habrá que reconstruirlo. Ante la adversidad, no queda otro camino digno que la acción. No hay cabida para el pesimismo de la parálisis y el conformismo, a menos que nos resignemos al suicidio colectivo.

Origen y nadir de la noción del «consentimiento genérico»

El llamado gobierno local de Puerto Rico ha tenido un esquema institucional –cuya versión, aún vigente, se inauguró en 1952– y unas prácticas que han contribuido al mantenimiento del régimen colonial. Ello se ha hecho en parte mediante la imposición por ese gobierno de verdades, de dogmas. El cuestionamiento de esos dogmas, impuestos desde el poder político por los actores coloniales, ha sido un ejercicio mayormente marginal y marginado, e incluso objeto de todo tipo de represalias.[3]

En sociedades en las que los dogmas se imponen autoritariamente, donde sus perplejos habitantes dan por sentada la primacía del saber que se crea desde el poder, quienes articulan críticas y versiones que contradicen ese saber oficial tienen la difícil tarea de minar la credibilidad de los dogmas. Los saberes o dogmas que se articulan, repiten, e imponen desde las esferas del poder político y del prestigio social reciben el aval de las élites económicas y de los medios de comunicación, y se reproducen y consolidan a través de complejas redes sociales.

Mora v. Torres

La primera decisión judicial que discutió, y elogió, el llamado status de «Estado Libre Asociado» fue Mora v. Torres.[4] Benjamín Ortiz, entonces unos de los jueces del tribunal supremo de Puerto Rico, emitió la opinión en dicho caso, actuando como juez de distrito de Estados Unidos. (Cabe de nuevo recalcar que el Estado Libre Asociado no es un «status político», sino que es el nombre que se le dio a la estructura gubernamental que el Congreso permitió establecer, en sustitución de la estructura de la Ley Jones de 1917. Parte importante de esa Ley Jones se mantuvo incólume, con el nombre exótico de Ley de Relaciones Federales, que es una ley de relaciones coloniales impuesta por el Congreso de Estados Unidos).

Ortiz fue miembro de la llamada «convención constituyente» que redactó la «constitución» del E.L.A;[5] estaba inmerso en la élite del PPD; y, al decidir este caso, cumplió con la encomienda política de articular un discurso que le diese al E.L.A. el mote de inaugurador de una nueva etapa en la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos. A partir de entonces, los tribunales afirmarían por cerca de cinco décadas que el E.L.A. dejó atrás el carácter colonial que tenía la relación antes de 1952. El fundamento principal que utilizaron para sostener esa afirmación es que los electores puertorriqueños de entonces aprobaron tanto la Ley 600 de 1950 como la estructura del E.L.A que se implantó en 1952. A lo sumo, tal votación fue un momento de inflexión de la dominación colonial, en la medida en que haya conseguido la colonia por consentimiento.

Una de las debilidades de tal concepción de «consentimiento» es que no puede amarrar a las generaciones que han sucedido a los electores de 1950. La más fundamental, sin embargo, es que la dominación colonial consentida no deja de ser colonialismo, ni de ser inmoral y abusiva. El esclavo sigue siéndolo, aunque no aspire a liberarse.

En Mora, el demandante se amparaba en la cláusula del debido proceso de ley de la Quinta Enmienda a la Constitución de Estados Unidos para impugnar la validez de una orden administrativa del Secretario de Agricultura del gobierno del E.L.A. La orden fijaba el precio máximo para la venta de arroz. Ortiz concluyó que tal cláusula del debido proceso de ley aplica a Puerto Rico, [6] pero que la base de su aplicabilidad ya no es «que Puerto Rico es una posesión, dependencia o territorio sujeto a los poderes plenarios del Congreso».[7] En su lugar, «continúa siendo aplicable a Puerto Rico como parte del pacto» en que supuestamente entró el Pueblo de Puerto Rico y el gobierno de los Estados Unidos durante el proceso que se llevó a cabo entre 1950 y 1952.[8]

Por supuesto, no era necesario entrar a discutir la «base de la aplicabilidad» a Puerto Rico de la Quinta Enmienda. Así que toda la discusión de Ortiz sobre la naturaleza del E.L.A. tampoco era necesaria para resolver la controversia que tenía ante sí. Ortiz simplemente utiliza la ocasión para inaugurar todo un discurso sobre la naturaleza del recién instaurado E.L.A.

De acuerdo a Ortiz, como parte de tal «pacto» Estados Unidos le permitió a Puerto Rico disfrutar «de la total sustancia del gobierno propio … y una plenitud de gobierno por consentimiento, realidades que son incompatibles con el status previo de posesión, dependencia o territorio».[9] Por supuesto, esas afirmaciones de Ortiz carecen de sentido. En todo caso, la total sustancia del gobierno propio sólo se podría dar bajo la independencia. Bajo el E.L.A., los puertorriqueños no tenemos ninguna voz en cómo se nos gobierna con respecto a múltiples áreas vitales para la vida de todo pueblo.

Según Ortiz, la aprobación del E.L.A. fue, entre otras cosas, producto de un quid pro quo: A cambio de lograr un grado de auto gobierno, los puertorriqueños aceptaron y aprobaron la Ley 600 y la Ley de Relaciones Federales.[10] A su vez, el pacto «no permite una enmienda unilateral por cualquiera de las partes a la Ley de Relaciones Federales».[11] Eso tampoco era correcto. Esa ley ha sido enmendada unilateralmente por el Congreso en varias ocasiones, cuerpo legislativo que no tiene que consultar ni pedir permiso para enmendarla.

El caso Mari Brás

En su decisión en el caso de Ramírez de Ferrer v. Mari Brás,[12] el tribunal supremo de Puerto Rico (que no es supremo, pues el único tribunal «supremo» en Puerto Rico es el que sesiona en Washington, D.C., el cual puede revocar y ha revocado decisiones del de Puerto Rico) articula argumentos que le hacen eco a un particular discurso sobre la realidad política del país, que en el ámbito judicial inauguró Benjamín Ortiz en 1953. Para 1997, cuando se decide el caso Mari Brás, los años del entusiasmo y el optimismo habían dado paso al estancamiento y al desencanto. A pesar de ello, el tribunal supremo de Puerto Rico repitió el discurso que inauguró Ortiz 44 años antes. La mendacidad y ahistoricidad de esa decisión en Mari Brás nos recuerda tales defectos en la opinión de Taney en Dred Scott.

Además del desgaste y desprestigio de ese discurso a la altura de 1997, acontecimientos posteriores a dicha decisión demostraron una vez más quién es soberano en Puerto Rico. El gobierno estadounidense se encargó de tomar los pasos necesarios para tornar en irrelevante la decisión del tribunal supremo de Puerto Rico en Mari Brás, y así reafirmar su poder sobre los «ciudadanos estadounidenses» o «americanos» que «residen» en Puerto Rico. A partir de la acción del Departamento de Estado de los Estados Unidos, el «ciudadano puertorriqueño» Juan Mari Brás nunca dejó de ser «ciudadano americano».

Juan Mari Brás, quien nació el 27 de diciembre de 1927 en Mayagüez, Puerto Rico, fue un conocido abogado, político y consecuente activista a favor de la independencia de Puerto Rico. Su activismo político se remonta al menos a sus años de estudiante universitario, en la década de 1940. Fue expulsado de la Universidad de Puerto Rico, por su participación en la Huelga de 1948. Se graduó de la escuela de derecho de American University, en Washington, D.C. Fue cofundador y líder del Movimiento pro Independencia (MPI), y del Partido Socialista Puertorriqueño (PSP). Durante décadas, particularmente las de 1960 y ’70, el FBI y la policía de Puerto Rico lo persiguieron, hostigaron e intentaron amedrentar de múltiples maneras. [13] Los abusos culminaron con el secuestro, tortura y asesinato de su hijo de 23 años de edad, Santiago Mari Pesquera, monstruosidad que ocurrió el 26 de enero de 1976, y que a las autoridades federales y el E.L.A. no les plació investigar, mucho menos esclarecer.

El 19 de diciembre de 1993, Mari Brás renunció a su ciudadanía estadounidense mediante una declaración jurada que suscribió ante un abogado-notario en el municipio de Quebradillas. En dicha declaración, afirmó su condición de ciudadano de Puerto Rico como una consecuencia natural de su nacionalidad puertorriqueña.[14] El 11 de julio de 1994, acudió a la Embajada de Estados Unidos en Caracas, Venezuela, donde renunció a su ciudadanía estadounidense, la cual había adquirido al nacer. En esa ocasión, sometió copia de la mencionada declaración jurada de renuncia de la ciudadanía estadounidense.[15]

El cónsul estadounidense en Caracas emitió un Certificado de Pérdida de la Nacionalidad de Estados Unidos (Certificate of Loss of Nationality of the United States), en el cual se indicaba que Mari Brás ya no era ciudadano estadounidense. [16] El 22 de noviembre de 1995, el Director de la Oficina del Servicio Consular del Departamento de Estado de los Estados Unidos le dio su aprobación a la renuncia de Mari Brás.[17]

En mayo de 1996, Myriam Ramírez de Ferrer, una activista que aspira a la admisión de Puerto Rico como un estado de Estados Unidos, le solicitó a la Comisión Estatal de Elecciones que impidiese que Mari Brás votara en las elecciones puertorriqueñas que se llevarían a cabo en noviembre de ese año. [18] Se basó Ramírez en que Mari Brás ya no era ciudadano estadounidense; y que la Ley Electoral requiere tal condición a toda persona que pretenda votar en Puerto Rico. [19]

La impugnación de Ramírez llegó al foro judicial, donde un juez de primera instancia de Puerto Rico, mediante sentencia de 21 de octubre de 1996, declaró inconstitucional el requisito de ciudadanía estadounidense y desestimó la petición de Ramírez.[20] Con el caso ya ante el tribunal supremo de Puerto Rico, y ante la cercanía de las elecciones de noviembre de ese año, dicho tribunal le ordenó a la Comisión de Elecciones que le permitiera a Mari Brás emitir su voto; y que considerara el mismo como «recusado» mientras el tribunal decidía el caso.[21]

Según la opinión mayoritaria, de la autoría del juez Jaime B. Fuster, el tribunal debía determinar si existe una ciudadanía puertorriqueña, separada de y distinta a la ciudadanía estadounidense, y de la cual emane el derecho que invocaba Mari Brás: votar en las elecciones de Puerto Rico.[22] Según Fuster, el resultado del caso dependía de la «autoridad jurídica» de la entidad conocida como el Estado Libre Asociado de Puerto Rico.[23] Específicamente, de la autoridad del gobierno de Puerto Rico para reglamentar sus asuntos electorales.[24] Además de determinar si existe una ciudadanía puertorriqueña –distinta y separada de la estadounidense– el tribunal pasó a decidir si tal ciudadanía provee por sí sola el derecho a votar en Puerto Rico.

Fuster expresó que al adoptarse el E.L.A. y el «pacto» entre los puertorriqueños y el gobierno de Estados Unidos, los electores de entonces hicieron una «aceptación formal de la ciudadanía americana», con lo cual «se modificó de un modo significativo la relación que había existido antes entre nosotros y la nación norteamericana. Hasta entonces sólo había existido una indudable relación de tutela, originada en el insólito traspaso de todo un pueblo como botín de guerra, de una metrópolis [sic] a otra. … A partir de la creación del E.L.A., la relación adquirió … un nuevo cariz, … porque la autoridad así demarcada que desde entonces Estados Unidos ejercería sobre nuestro país, contaría al menos con un consentimiento genérico otorgado por el pueblo puertorriqueño». [25] Si es así, ¡tamaño cheque en blanco que firmaron los electores de entonces!

Fuster recicló los argumentos hechos en 1953 por Benjamín Ortiz. En 1997, el desencanto con el proyecto «estadolibrista» no permitía ni merecía una defensa más vigorosa ni novel. Fuster incluso reconoce que muchos autores –particularmente José Trías Monge– han concluido que Puerto Rico sigue siendo, como antes de 1952, una colonia de Estados Unidos; y que ese «consentimiento» que se dio en el proceso de 1950 a 1952 a que el Congreso siguiera legislando unilateralmente sobre Puerto Rico fue «excesivamente genérico».[26] Los eufemismos son parte del modo de expresarnos.

El juez Fuster pasa a teorizar que la aprobación mediante referéndum de la Ley 600, y luego en 1952 de la constitución del E.L.A., significó que «[l]o que se había legislado unilateralmente por el Congreso en 1917 fue aceptado con plena formalidad por primera vez por el propio pueblo de Puerto Rico en 1950 y 1952, y convertido en la piedra angular del continuado vínculo entre la nación norteamericana y la colectividad política puertorriqueña».[27] Tal expresión palidece ante la que le sigue inmediatamente: «el pueblo de Puerto Rico aceptó también la vigencia continuada en el país del ámbito de autoridad sobre Puerto Rico, que aún persiste en manos del gobierno federal. Es porque somos ciudadanos de Estados Unidos que el Congreso puede extender a Puerto Rico la misma legislación que válidamente promulga para regir en los 50 estados de la Unión. Si no fuera por esa ciudadanía, que la generalidad de los puertorriqueños ahora ostentamos de modo claramente libre y voluntario, la autoridad que el Congreso ejerce en Puerto Rico sería meramente un simple poder colonial, ilícito y tiránico, como es la naturaleza de tal poder». [28]

Fuster echa así por tierra el verdadero significado del concepto de «ciudadano», que se refiere a quien participa, o tiene la posibilidad de participar, en los procesos políticos que le atañen. De hecho, más adelante subraya que «se da por sentado que el derecho al voto en una jurisdicción corresponde precisamente a los que son ciudadanos de ella».[29] También, concluyó que existe tal cosa como una ciudadanía de Puerto Rico, separada e independiente de la ciudadanía estadounidense, de la cual emana el derecho al voto de aquellos que –como Mari Brás– nacieron en Puerto Rico y están sujetos a su jurisdicción. Claro, se ve obligado a reconocer que tal ciudadanía de Puerto Rico «no es, evidentemente, la ciudadanía nacional de un país o Estado independiente». Pero, añade, «tampoco significa mero domicilio. Se trata, más bien, de la ciudadanía que corresponde a la colectividad política que forma parte de un sistema federal. En tales federaciones, la dualidad de ciudadanía es inherente». [30]

En 1997, esa afirmación de que Puerto Rico forma parte de un sistema federal era, y es, en toda manera implausible. Por supuesto, el federalismo estadounidense está más que cualificado por la realidad de la supremacía de la Constitución y las leyes federales, y por la naturaleza de los poderes del gobierno nacional. Pero, antes y después de 1952, Puerto Rico ha estado supeditado a la autoridad –la soberanía– del gobierno de Estados Unidos, por lo que puede legislar sobre aspectos de la vida en Puerto Rico que le están vedados con respecto a los 50 estados. Sobre todo, puede hacer todo tipo de excepciones con respecto a Puerto Rico que no podría hacer con respecto a estado alguno. Ocurre que ese es precisamente uno de los elementos que caracterizan al imperialismo estadounidense: la existencia con respecto a Puerto Rico y los puertorriqueños de un perenne estado de excepción.

Según el juez, esa «ciudadanía de Puerto Rico» ya no descansa en la legislación del Congreso que originalmente la estableció en 1900. [31] Pero, el hecho es que, igual que las tres permutaciones estructurales del gobierno «local», la «ciudadanía de Puerto Rico» fue de creación congresional. La Sección 7 de la Ley Foraker de 1900 declaró como «ciudadanos de Puerto Rico» a todos los habitantes que «eran súbditos españoles al 11 de abril de 1899, y residían entonces en Puerto Rico, y a sus hijos que subsecuentemente nazcan». Como tales ciudadanos de Puerto Rico, tendrían «la protección de Estados Unidos», y constituirían, junto a los ciudadanos estadounidenses residentes en Puerto Rico, «un cuerpo político bajo el nombre de El Pueblo de Puerto Rico, con los poderes gubernamentales que aquí se confieren, y con capacidad como tal para demandar y ser demandado» en los tribunales de justicia pertinentes.

A partir de 1952, prosiguió Fuster, el «fundamento jurídico» de esa ciudadanía de Puerto Rico es «la propia Constitución del E.L.A.», y es «un elemento indispensable del régimen autonómico que se estableció en el país en 1952 por la voluntad del propio pueblo puertorriqueño. Su origen más fundamental, claro está, radica en el hecho incontestable de que Puerto Rico es un pueblo, un país formalmente organizado en una colectividad política, por lo que las personas que lo forman son ciudadanos suyos».[32] Eso es precisamente lo que nunca ha sido reconocido por Estados Unidos: que Puerto Rico es una nación (Fuster escribe «un pueblo») que, como tal, requiere organizarse como una colectividad política (una nación-estado). Pero Fuster y los jueces de la mayoría pretendieron que fuera suficiente que se nos autorizara a crear la estructura del estado colonial, a través de una «constitución», mientras permanece intacta la subordinación colonial.

Un problema obvio con las afirmaciones del juez es que las leyes y decisiones judiciales del gobierno estadounidense en torno al asunto de la ciudadanía son la única palabra sobre el estatus cívico de los puertorriqueños. [33] Hubo una especie de «naturalización» masiva en 1917; y las leyes posteriores establecen y aclaran que los nacidos en Puerto Rico nacen ciudadanos de Estados Unidos. La categoría de «ciudadanos de Puerto Rico» de la Ley Foraker, luego incluida en el llamado Código Político de Puerto Rico, «no implicó reconocimiento alguno de que los puertorriqueños tienen una nacionalidad independiente».[34] El poder legislativo de Estados Unidos «creó esa categoría expresamente como otro estatus de subordinación … explícitamente porque los líderes políticos e intelectuales de Estados Unidos consideraban a los puertorriqueños como, no sólo una raza aparte, sino también como desigual, incapaz de [ejercer] cabal auto gobierno». [35]

Fuster y los jueces de la mayoría utilizaron el reclamo de Mari Brás para reafirmar que son miembros del poder judicial de todo un «régimen constitucional», el del E.L.A.[36] A su vez, implicaron que Mari Brás y otros independentistas necesitan de las instituciones del E.L.A. para reivindicar sus derechos. Aparte de la violencia que hay que infligirle a las doctrinas políticas y jurídicas aplicables para afirmar que el E.L.A. es un «régimen constitucional», es de notar que ante determinaciones del gobierno de Estados Unidos que tomó luego de Mari Brás, la decisión se tornó irrelevante.

El gobierno de Estados Unidos revocó su reconocimiento de que Mari Brás había perdido la ciudadanía estadounidense, y en su lugar declaró que seguía siendo ciudadano de ese país en virtud de las correspondientes leyes, pues su regreso a, y presencia en, Puerto Rico –que «es parte de Estados Unidos»– contradecía su expresada intención de renunciar a tal status cívico. Según tales autoridades, para ser consecuente Mari Brás tenía que quedarse en Venezuela y solicitar asilo político, o solicitar y obtener tal asilo en ese u otro país extranjero. Al no hacerlo, no completó su proceso de renuncia a la ciudadanía.

Entre otras realidades, la decisión en Mari Brás demuestra que es errado esperar protección o amparo de unas instituciones que no tienen poder real. Darle a Fuster y a sus colegas la oportunidad de ganar capital político, para quedarse en el mismo lugar en que empezó –con la ciudadanía del imperio– no fue exactamente un buen resultado para don Juan Mari Brás.

Las contradicciones y vicisitudes del «consentimiento genérico»

En el Capítulo 2 discutí parte del impacto de la decisión de Lord Mansfield en Somerset v. Stewart.[37] Mencioné que el contexto de ese caso incluyó la creciente desafección de las élites de las 13 colonias británicas en Norteamérica. Desde Londres, el parlamento estaba legislando nuevos impuestos, y también restricciones comerciales y de producción. Esas y otras medidas no fueron recibidas con beneplácito por las élites de las colonias.

Mansfield declaró que la esclavitud solamente puede existir si es sancionada por ley, a la vez que reafirmó la noción de la supremacía del Parlamento británico sobre las colonias: el Parlamento es el soberano en todo el imperio, insistió. Mansfield había afirmado años antes, como miembro del House of Lords, que –a pesar de que los habitantes de las colonias no tenían representación en Londres– el Parlamento británico tenía la misma autoridad sobre los habitantes de las colonias que poseía sobre los habitantes de Gran Bretaña y sobre los del resto del imperio (votaran o no para enviar representantes al Parlamento). La decisión de Mansfield en Somerset parecía implicar sin ambages que el Parlamento posee la autoridad para abolir la esclavitud en las colonias. [38]

El poder judicial estadounidense ha articulado con respecto a Puerto Rico una doctrina equivalente a la que Mansfield plasmó, enfatizando la supremacía del Congreso de Estados Unidos. En 2000, el juez federal puertorriqueño Salvador Casellas intentó articular una excepción a esa supremacía sin representación política, al decretar que los fiscales del gobierno de Estados Unidos no podían solicitar que un jurado considere imponer la pena de muerte a un convicto de delito federal. Como fundamento principal, Casellas sostuvo que las leyes que autorizan tal acción son «localmente inaplicables» bajo la Sección 9 de la Ley de Relaciones Federales, debido a la ausencia de participación política. [39] Escribió el juez:

Choca a la conciencia imponer la pena última, la muerte, a ciudadanos americanos a quienes se les niega el derecho a participar directa o indirectamente en el gobierno que aprueba y autoriza la imposición de tal castigo. … Si la diferencia cualitativa de la pena de muerte ha sido suficiente para requerir procedimientos más confiables para su imposición, ciertamente tiene que ser suficiente para exigir que su disponibilidad como castigo se base, en su origen, en el consentimiento de aquellos cuyos derechos se puedan afectar por su imposición, consentimiento que se expresa a través de su participación en el proceso político como una manifestación de su libre voluntad». [40]

El juez también expresó que el «consentimiento genérico» a ser gobernados desde Washington no presenta «mayores problemas constitucionales»,[41] mientras que cualquier cambio en «la relación» entre Puerto Rico y Estados Unidos es una cuestión política –relación que la define, entre otras realidades, la ausencia de participación electoral en el estado federal estadounidense. Por lo tanto, en el contexto de la opinión y del actual régimen, las expresiones de Casellas abarcaron demasiado y, a la vez, se quedaron cortas.

Si un «consentimiento genérico» es suficiente desde el punto de vista constitucional y democrático, entonces Casellas se queda sin razón alguna para objetar la imposición de la pena de muerte. Pero, si tal imposición se objeta a base de esa ausencia de participación política –propia de un régimen colonial, por supuesto– entonces todas las leyes estadounidenses deben ser inaplicables a Puerto Rico, al menos hasta tanto se corrija esa ilegitimidad. Ante ello, la presencia en Puerto Rico de las instituciones gubernamentales estadounidenses, incluso la jurisdicción del tribunal de distrito cuya investidura el Juez Casellas ostentó, padece de la misma ilegitimidad democrática que aqueja a la legislación que aprueba un ente no representativo del pueblo de Puerto Rico.

Casellas identificó el problema que plantea la legislación sin representación y la implantación de normas desvinculadas de lo que debe ser el pacto político a regir en una democracia representativa. Mediante ese pacto, los gobernados consienten a serlo precisamente porque participan en la constitución continua del Estado, a través de elecciones periódicas y libres. Pero, la ausencia de tal participación hace ilegítima la totalidad del andamiaje hegemónico estadounidense en Puerto Rico. Por lo tanto, el juez Casellas se quedó corto al prescribir un remedio parcial, circunscrito a la aplicación de la pena capital. Por otro lado, no parece haber duda de que el remedio a la ignominia colonial no provendrá de los tribunales, sino del proceso político.

Al revocar a Casellas, el Primer Circuito dictaminó que «sería una anomalía que el Congreso le conceda al pueblo de Puerto Rico la ciudadanía estadounidense y entonces no le ofrezca la protección de las leyes criminales federales». [42] Al así expresarse, dicho tribunal pasó por alto la fundamental anomalía de tildar de «ciudadanos» a seres humanos que no participan en el proceso decisional del Estado que los gobierna y que determina la mayor parte de las condiciones materiales y políticas bajo las cuales viven. Tal anomalía es el antónimo de libertad.

Así que, cualquier aversión que tengan los puertorriqueños a la pena de muerte no se puede traducir en la consecución de un remedio judicial que ampare tal rechazo. Como Lord Mansfield en 1772, el sistema constitucional estadounidense nunca ha dado paso a reclamos de trato particular, aunque tales reclamos se entronquen en el problema de ausencia de legitimidad para gobernar a seres humanos sin su consentimiento formal a través de su participación en los procesos políticos. Las colonias inglesas resolvieron el impasse que planteaba la decisión de Mansfield con una guerra de independencia. En cambio, Puerto Rico ha seguido en la parálisis; se ha mantenido en un estado de subordinación.

Otras vicisitudes: Colonialismo y desobediencia civil

La subordinación de Puerto Rico a Estados Unidos siempre ha confligido con principios morales, políticos y jurídicos llamados a informar y limitar el ejercicio del poder. Se ha encontrado significativo que los puertorriqueños no participamos en los procesos políticos de Estados Unidos. A su vez, sobran las razones para ser escépticos sobre el impacto real que tendría tal participación.

Cientos de jóvenes puertorriqueños fueron reclutados para pelear en la Guerra de Vietnam (1964–1975). La mayoría no eran voluntarios, pues el Congreso de Estados Unidos legisló para establecer un servicio militar obligatorio. Un juez federal se enfrentó a la contradicción de que jóvenes están expuestos al servicio militar compulsorio en las fuerzas armadas de Estados Unidos, sin tener posibilidad de participar mediante el voto en el gobierno que los recluta a la milicia. Ese problema se hizo agudo, dadas las circunstancias que tuvo el juez ante sí: un joven puertorriqueño, acusado criminalmente por negarse a ser reclutado en las fuerzas armadas estadounidenses para pelear en Vietnam.

Edwin Feliciano Grafals se resistió al reclutamiento. Por tal negativa, las autoridades pertinentes del gobierno estadounidense lo acusaron y enjuiciaron en el tribunal de distrito de Estados Unidos en Puerto Rico. Un jurado halló culpable al joven Feliciano Grafals de «rehusar someterse al reclutamiento». El juez federal puertorriqueño Hiram A. Cancio lo condenó a un año de prisión. Meses más tarde, el juez Cancio redujo esa sentencia, a solamente una hora de confinamiento. En una opinión emitida el 23 de enero de 1970, Cancio explicó sus razones para tal reducción de la sentencia de prisión. [43]

En Estados Unidos, casos como el de Feliciano Grafals capturaron la atención de académicos de la talla de Ronald Dworkin. La pregunta central que planteó Dworkin fue cuál debe ser la respuesta de las autoridades cuando ciudadanos desobedecen una ley como la del servicio militar obligatorio. Específicamente, a dicho autor le interesó explorar cuál debe ser la postura del gobierno en instancias en las que personas razonables ponen en duda la validez de una ley o actuación oficial, por entender que infringe derechos civiles o conflige con principios morales.

Dworkin sostuvo que la presencia de buenos argumentos que cuestionan la validez moral y legal de acciones oficiales, justifica la tolerancia social y gubernamental a la desobediencia civil. Es notable que, actuando menos de una década antes de que Dworkin publicara sobre este asunto, el acto de lenidad del juez Cancio a favor de Feliciano Grafals había descansado precisamente en tal consideración.

Derechos en el sentido robusto

Cabe primero resumir el razonamiento de Dworkin. [44] Los derechos reconocidos en la Constitución son «derechos morales», los cuales han recibido reconocimiento jurídico, convirtiéndose en «derechos jurídicos» (o «legales»). [45] Si los derechos civiles se «toman en serio», los gobiernos tienen que permitir espacio para la desobediencia civil; esto es, para la resistencia a leyes que razonable y plausiblemente se considera que limitan o violan derechos morales. La posición del gobierno sobre el alcance de tales derechos no es necesariamente correcta, y es de esperarse que gente razonable tenga visiones distintas sobre ese asunto en instancias particulares.

Dworkin elaboró que «esos derechos constitucionales que llamamos fundamentales» tienen que ser «derechos oponibles al gobierno en un sentido robusto; esa es la razón para jactarse de que nuestro sistema jurídico respeta los derechos fundamentales del ciudadano».[46] Si fuera de otra manera, el reclamo de que se tienen derechos perdería «la importancia política que normalmente se le adscribe».[47]

Cuando concebimos los derechos débilmente, vemos el desafío de una ley como un asunto de principios, que quizás merece respeto; pero también consideramos que el gobierno está justificado en acusar y castigar al desafiante. Si a los derechos se les asigna un «sentido robusto» o «fuerte», no es suficiente decir que una persona tiene nuestro respeto por atreverse a violar la ley en obediencia a sus principios morales, y a la vez adoptar la postura de que el Estado está justificado en castigarla. Dworkin nos insta a ir más allá, y preguntarnos si el gobierno actuaría mal al detener o castigar el ejercicio de desobediencia de esa persona.

Para Dworkin, hay circunstancias en las cuales se posee el «derecho», en el sentido robusto de la palabra, a desobedecer la ley. A modo de ilustración, ya que tenemos un derecho moral a la libertad de expresión, también poseemos «un derecho moral a desobedecer cualquier ley que el gobierno, en virtud de ese derecho, no tiene autoridad para aprobar».[48] Por lo tanto, desobedecer tal ley no está separado del derecho a la expresión, a la vez que el acto de desobediencia no es un asunto de «conciencia», sino de civismo. [49] Es decir, no es cuestión meramente de conciencia moral, sino de conciencia cívica, de ejercer el deber ciudadano de cuestionar la autoridad en función de consideraciones sobre las cuales hay que alertar al Estado, en nombre de la idea de que el gobierno debe permitir el mayor espacio posible para el cuestionamiento de sus decisiones y para la disensión.

La concepción de Dworkin tiene la virtud de que le quita rigidez al dualismo de gobernantes y gobernados, pues los gobernados participan en la tarea de establecer las normas de convivencia social. A su vez, tal enfoque es cónsono con el concepto de libertad que enfatiza que ser libres es ser partícipes activos del gobierno de la comunidad de que se es parte.

Además, si es cierto que los ciudadanos tienen derechos, entonces el bienestar o la conveniencia general no pueden ser fundamentos para limitar los derechos, incluso cuando se aduce el beneficio abstracto de «la ley y el orden».[50] Reclamar que una sociedad protege los derechos individuales sería un acto vacío, meramente retórico, si no se hacen sacrificios para permitir su ejercicio, incluso renunciar a cualquiera beneficio marginal que la sociedad reciba por limitar esos derechos cada vez que le sea meramente conveniente. [51] Si usamos los conceptos dworkinianos para evaluar el grado de ejercicio de derechos civiles en Puerto Rico, con énfasis en el derecho a protestar, marchar, a exigir del gobierno determinados cursos de acción, tendríamos que concluir que tal ejercicio está menguado en extremo.

La conceptualización de Dworkin se puede utilizar por quienes dicen tener derecho a excluir de sus negocios, y de su vida social en general, a personas cuya presencia misma les ofende. Según ellos, si el estado les obligara a tener contacto con seres humanos que encuentran ofensivos o inmorales, llevaría a cabo una intromisión indebida e inconstitucional en sus vidas: sería una intromisión inaceptable en el ejercicio de su «libertad». (Ese fue el argumento de quienes insistían en mantener la segregación «racial» en Estados Unidos, la cual eventualmente triunfó en la medida en que los intentos de integración han sido un fracaso. La vida social y urbana sigue estando segregada).

Dworkin mismo notaría que esa postura significa un rechazo a la existencia misma de una sociedad pluralista o «abierta», en favor de una sociedad cerrada, excluyente. Esa sociedad cerrada sería definida por la presencia de seres humanos con características que van a la mera apariencia (e.g., el color de la piel, es decir, la cantidad de melanina) o la sicología (e.g., la sexualidad) de millones de seres humanos, en exclusión de otros –las llamadas «minorías»– con otras características. Es decir, esos argumentos son anti liberales y peligrosos, dadas las experiencias que la humanidad ha tenido bajo regímenes que imponen una supuesta esencia de «la nación» y de sus miembros. Dworkin, un constitucionalista liberal, presumía la existencia de un consenso amplio sobre la necesidad de una convivencia que implante el principio cardinal de la dignidad humana. Hoy en Estados Unidos, y en otras latitudes, no parece justificado presumir que ese consenso es sólido.

Cancio el lenitivo y el consentimiento a la subordinación

Al solicitar la desestimación de la acusación en su contra, Edwin Feliciano Grafals arguyó que él no había consentido a que las leyes de Estados Unidos rijan su vida, pues no se le permitía participar en los procesos políticos de ese país. En respuesta a dicho argumento, el juez Cancio descansó en la noción –ya articulada judicialmente en 1953– de que, al aprobar la estructura de lo que llamamos el Estado Libre Asociado, los puertorriqueños proveyeron un «consentimiento genérico» al acatamiento de leyes aprobadas por un gobierno que no contribuyen a elegir. [52] Es decir, el gobierno estadounidense recibió de nosotros ese consentimiento como el precio a pagar por permitírsenos adoptar una estructura con poderes gubernamentales similares a los de los estados.

El juez reconoció, sin embargo, que personas razonables pueden concebir, de buena fe, que tal consentimiento es insuficiente para permitirle al gobierno estadounidense imponer legislación en Puerto Rico sobre materias tan vitales como el servicio militar compulsorio. [53] Al así hacerlo, aparentó ser consciente de las deficiencias de la noción del «consentimiento genérico». Sostengo que, más que deficiente, esa noción ha sido parte de un discurso falaz, anti democrático y al margen de los principios básicos del constitucionalismo moderno.

Cancio también dio indicios de saber que era endeble afirmar que en 1952 Puerto Rico cesó de ser una colonia. Señaló el juez que el historial legislativo del proceso congresional de 1950 a 1952 es suficientemente opaco como para que una persona «respetable e inteligente» mantenga que el status colonial se mantuvo en pie. [54] Sabemos, sin embargo, que ello es mucho más grave: ese historial legislativo derrota la pretensión demagógica de que la colonia cesó en 1952.

El juez expresó que la «clarificación de las relaciones políticas entre Puerto Rico y Estados Unidos no haría daño y probablemente hará un gran bien»; [55] y que «no sería mala idea» que se extienda el reclutamiento militar «solamente a través del consentimiento específico del pueblo de Puerto Rico. Tampoco lo sería declarar una amnistía para aquellos que de buena fe han violado la presente ley».[56] Nótese la similitud entre ese remedio o parcho parcial y el que prescribió el juez Casellas en el caso de la pena de muerte.

El dilema de ir a la cárcel o participar en una masacre

La devastación humana y ecológica causada por la Guerra de Vietnam conllevó casi 60 mil soldados muertos del bando estadounidense. En el bando vietnamita murieron un millón de combatientes y dos millones de civiles. El daño ecológico fue causado mayormente por las bombas, y las armas químicas y de napalm, utilizadas por las fuerzas armadas de Estados Unidos.

Las objeciones morales a la Guerra de Vietnam se articularon con lenguaje jurídico, incluso que el uso de esas armas violaba tratados ratificados por Estados Unidos; que el Congreso nunca había declarado la guerra, como lo requiere la Constitución; y que el reclutamiento fue administrado de manera desigual, en detrimento de los jóvenes con menos recursos económicos.

De acuerdo con Dworkin, los casos del draft de la época de Vietnam presentaban «argumentos especiales para la tolerancia» de la desobediencia civil, pues era más que plausible que la guerra y el reclutamiento violaban principios morales y jurídicos. [57] Dworkin sostuvo que tales circunstancias justificaban abstenerse de procesar a los que objetaban el reclutamiento militar por razones de conciencia, o por los problemas constitucionales y morales que planteaban tal reclutamiento y la guerra misma.

En el caso de Feliciano Grafals, el juez Cancio ejerció su discreción mediante la reducción de la sentencia que había impuesto originalmente, con miras a minimizar los efectos de una situación injusta. En Puerto Rico, las mencionadas objeciones a la guerra y al reclutamiento obligatorio se añadieron a una realidad de subordinación colonial, en la cual la isla y sus habitantes eran, y son, invisibles e irrelevantes para los actores políticos estadounidenses.

Pero, tener derecho a votar por el presidente de Estados Unidos y por representantes en el Congreso nunca ha sido garantía de trato justo, equitativo, o incluso humano. Muestra de ello es que estadounidenses prominentes fueron acusados por conducta que consistía en meramente expresar su convicción de que los jóvenes debían resistirse a ser reclutados para perpetrar atrocidades genocidas contra un pueblo pobre del sureste de Asia. [58] Por lo tanto, aunque los puertorriqueños de entonces hubiesen tenido derecho a votar por el presidente de Estados Unidos o por senadores y representantes con asiento en el Congreso, sus objeciones morales a la guerra –como en Estados Unidos– habrían sido ignoradas o reprimidas. Votar no es suficiente para darle legitimidad a las actuaciones gubernamentales, ni es –no debe ser– el alfa y el omega de la participación ciudadana en las decisiones políticas.

Finalmente, el poder como dominación es una instancia de desbalance de poder; a la vez que el abuso de poder ocurre en situaciones en las que se da una asimetría en las facultades para actuar y para negociar. La dominación imperial estadounidense sobre Puerto Rico ha generado todo tipo de abusos y dilemas morales. El pueblo vietnamita ejercía el derecho a ponerle fin a su subordinación colonial, el mismo derecho que los puertorriqueños no hemos querido o no hemos sido capaces de ejercer, a la vez que se nos reclutaba para utilizar una violencia que estaba dirigida a evitar que otro pueblo lo ejerciera.

[1] Roberto Ariel Fernández Quiles, El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico (2004). Véase también Roberto Ariel Fernández, El derecho constitucional como imperativo: La subordinación política de Puerto Rico y la convocatoria de una convención constituyente, 34 Rev. Jur. U.I.P.R. 577 (2000); _____, Algunos apuntes críticos a un libro reciente: Estado Libre Asociado del siglo XXI, de Ramón Luis Nieves, 66–1 Revista del Colegio de Abogados de Puerto Rico 49 (2005); _____, “As We May See Fit”: United States Colonial Rule Over Puerto Rico, 68–1 Revista del Colegio de Abogados de Puerto Rico 79 (2007).

[2] Véase, e.g., Commonwealth of Puerto Rico v. Sánchez Valle, №15–108, 579 U.S. ___ (2016).

[3] A partir de las primeras victorias electorales del Partido Popular Democrático, el poder se reformuló desde una noción coercitiva a una de disciplina social, a la vez que se impuso un nuevo discurso: «El control que ejercía Muñoz y el Partido Popular Democrático les permitió, a partir de 1940, la creación de nuevas verdades, nuevas concepciones del ser puertorriqueño; las identidades y construcciones culturales se forjaron de acuerdo con la explicación que el muñocismo iba elaborando. La sociedad puertorriqueña que nació bajo la sombra de esas estrategias creció pensando en ellas como credos, como verdades infalibles; la gestión muñocista se había convertido en saber y en poder». Luis A. López Rojas, Luis Muñoz Marín y las estrategias del poder. 1936–1946 14 (1998). Véase también Arcadio Díaz Quiñones, La Memoria Rota 75 (1993): «El país, en los años cincuenta, tenía puesta una mordaza; el desarrollismo populista exigía una disciplina social. La oposición se encontraba entre la perplejidad y el azoramiento. Era un clima autoritario». Escribiendo en 1960, Marqués afirmó que, «bajo el epíteto de ‘democrática’ se mueve dócilmente, sin dificultad alguna, una gigantesca máquina política, cuyo combustible vital es el patrón autoritario». René Marqués, El puertorriqueño dócil y otros ensayos 172 (4ta ed. 1993).

[4] 113 F. Supp. 309 (D.P.R. 1953), confirmado en Mora v. Mejías, 206 F.2d 377 (1st Cir. 1953). Véase también Figueroa v. People of Puerto Rico, 232 F.2d 615 (1st Cir. 1956); Americana of Puerto Rico, Inc. v. Kaplus & Sons, 368 F.2d 431 (1st Cir. 1966); Córdova v. Chase Manhattan Bank, 649 F.2d 36 (1st Cir. 1981).

[5] 1 Diario de Sesiones de la convención constituyente de Puerto Rico 1 (1961).

[6] Mora, supra nota 5, 113 F. Supp., págs. 310; 319.

[7] Mora, pág. 319 (la traducción de los pasajes de esta decisión es mía).

[8] Id.

[9] Mora, pág. 314.

[10] Mora, pág. 313.

[11] Mora, págs. 314–315. Por supuesto, el Congreso ha enmendado unilateralmente esa Ley en varias ocasiones.

[12] 144 D.P.R. 141 (1997). Para dos críticas lúcidas y vigorosas, desde perspectivas distintas, a la decisión en Mari Brás, véase Richard Thornburgh, Puerto Rican Separatism and United States Federalism, en Foreign in a Domestic Sense: Puerto Rico, American Expansion and the Constitution 349 (Christina Duffy Burnett & Burke Marshall, eds. 2001) (en adelante “Foreign in a Domestic Sense”); y Rogers M. Smith, The bitter roots of Puerto Rican citizenship, en Foreign in a Domestic Sense 373. En un trabajo anterior, reaccioné a los planteamientos de Thornburgh y de Smith. Véase Roberto Ariel Fernández Quiles, “As We May See Fit”: United States Colonial Rule over Puerto Rico, 68–1 Revista del Colegio de Abogados de Puerto Rico 79, 90–94 (2007).

[13] Véase, e.g., Ronald Fernandez, supra nota 3, págs. 206–208.

[14] Mari Brás, supra nota 13, 144 D.P.R., pág. 150.

[15] Id.

[16] Id.

[17] Id.

[18] Los candidatos en cada elección en Puerto Rico buscan ostentar los cargos públicos de gobernador, comisionado residente en Washington (quien tiene voz pero no voto en la Cámara de Representantes del gobierno de los Estados Unidos); senador y representante a la cámara (los dos tipos de legisladores en la asamblea legislativa bicameral de Puerto Rico); y las alcaldías de los 78 municipios.

[19] Mari Brás, 144 D.P.R., pág. 152.

[20] 144 D.P.R., págs. 151–152.

[21] Id.

[22] 144 D.P.R., pág. 153.

[23] 144 D.P.R., pág. 154.

[24] Id.

[25] Mari Brás, 144 D.P.R., págs. 192–193.

[26] 144 D.P.R., pág. 192.

[27] 144 D.P.R., págs. 191–192.

[28] 144 D.P.R., pág. 175.

[29] 144 D.P.R., pág. 202.

[30] 144 D.P.R., págs. 200–201.

[31] 144 D.P.R., pág. 202.

[32] Id.

[33] Véase, e.g., Richard Thornburgh, supra nota 13, págs. 366–370.

[34] Smith, supra nota 13, pág. 379 (traducción mía).

[35] Smith, supra nota 13, pág. 380.

[36] Mari Brás, 144 D.P.R. 157, 159.

[37] 98 Eng. Rep. 499 (1772).

[38] Así que, al descontento que ya existía, la decisión de Lord Mansfield añadió el temor de que el gobierno británico aboliera la esclavitud. Al principio de no taxation without representation se añadiría la noción de que los colonos debían decidir sobre su vida económica; no un parlamento distante al cual las colonias no enviaban representantes.

[39] U.S. v. Acosta Martínez, 106 F. Supp. 2d 311 (D.P.R. 2000).

[40] Acosta Martínez, 106 F. Supp. 2d, págs. 326–327 (traducción mía). Más adelante en el presente capítulo discuto cómo se había enfrentado otro juez federal puertorriqueño al problema de la ausencia de legitimidad democrática del régimen colonial; en esa ocasión, en el contexto de la Guerra de Vietnam y el servicio militar obligatorio.

[41] 106 F. Supp. 2d, pág. 326.

[42] U.S. v. Acosta-Martínez, 252 F.3d 13, 21 (1st Cir. 2001). La opinión la escribió la Juez Sandra Lynch. Para una discusión crítica y detallada de las opiniones de Casellas y de Lynch, véase Roberto Ariel Fernández Quiles, El Constitucionalismo y la Encerrona Colonial de Puerto Rico 104–127 (2004).

[43] United States v. Feliciano-Grafals, 309 F.Supp. 1292 (D.P.R. 1970).

[44] Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously (1978).

[45] Dworkin, supra nota 45, págs. 184–186; 190.

[46] Dworkin, pág. 191 (traducción mía).

[47] Dworkin, pág. 192.

[48] Id.

[49] Id.

[50] Dworkin, pág. 193.

[51] Id.

[52] United States v. Feliciano-Grafals, supra nota 44, 309 F.Supp., pág. 1296.

[53] 309 F.Supp., pág. 1296.

[54] 309 F.Supp., pág. 1300.

[55] 309 F.Supp., pág. 1300.

[56] 309 F.Supp., pág. 1300.

[57] Dworkin, supra nota 45, pág. 210, nota al calce 1. Ver también págs. 208–210.

[58] Dworkin, págs. 206; 209.

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Roberto A. Fernández

Writer, amateur saxophonist, lawyer. My book “El constitucionalismo y la encerrona colonial de Puerto Rico” is available at the libraries of Princeton and Yale.