¿Qué es el Estado Libre Asociado?
A la memoria de Vicente Géigel Polanco (1904–1979), quien denunció la farsa del Estado Libre Asociado mientras se representaba
La actual «relación» política entre Estados Unidos y Puerto Rico se resume a menudo en la frase «el Estado Libre Asociado». En este artículo, proveo mi respuesta a qué es el «Estado Libre Asociado».
Los cimientos del estatus de Estado Libre Asociado: 1898–1950
La evidencia histórica demuestra que los actores políticos estadounidenses del siglo 19 ambicionaban quedarse con Puerto Rico. Incluso antes de que estallara la Guerra Hispanoamericana, y antes de que se implantara la decisión de invadir a Puerto Rico durante ese conflicto, el gobierno de Estados Unidos tenía la intención de arrebatarle Puerto Rico a España, de una manera u otra. Lo hizo, como un botín de guerra.
A finales de 1898, el Tratado de París estableció las condiciones bajo las cuales España cedió a Estados Unidos su control sobre Filipinas, Guam y Puerto Rico, mientras renunciaba a su soberanía sobre Cuba. Para entonces, los actores políticos y jueces estadounidenses habían internalizado nociones jerárquicas basadas en la idea de «raza», utilizándola para explicar y justificar la dominación de los «blancos» sobre el continente y sus habitantes que no eran blancos.
En 1901 llegaron al Tribunal Supremo de Estados Unidos los primeros casos que examinaron la validez de la política colonial sobre las nuevas posesiones. Al proveerle bendición jurídica a la dominación colonial sobre seres humanos y lugares, ese tribunal descansó en nociones de jerarquía «racial».
Para entonces, el discurso que los jueces articularon había estado en circulación durante varias décadas. En esencia, decía ese discurso que existe una capacidad innata para la creación de instituciones y para gobernarse a sí mismos, que se le niega a todas las «razas», excepto a los estadounidenses de extracción anglosajona. Dado que los puertorriqueños eran una «raza alienígena» (no eran anglosajones), debían ser gobernados por su propio bien, y se les otorgarían pequeñas dosis de gobierno propio, según demostraran que las merecían.
El estatuto de 1900 del Congreso, el cual estableció una estructura gubernamental para Puerto Rico, no cumplió con las expectativas de un sector de la élite «local». Ocurre que ese sector de la élite puertorriqueña de principios del siglo 20 (lidereado por Muñoz Rivera) tenía a la Carta Autonómica de 1897 como referente para medir el grado de magnanimidad del gobierno estadounidense. Pero, hasta el día de hoy, los poderes de gobierno que allí se otorgaron por España no han sido disfrutados bajo la bandera americana.
El descontento con la Ley Foraker de 1900 no fue universal, pues la facción pro-estadidad (lidereada por Barbosa) racionalizó que los puertorriqueños necesitaban un período de tutela antes de ser admitidos como «iguales» a través de la estadidad. Todavía hoy, los llamados «estadistas» siguen esperando su preciada «igualdad», como las proverbiales damas de honor que nunca se convierten en novias.
Lo que la élite boricua de principios del siglo 20 admiraba de Estados Unidos era su condición de potencia mundial ascendente, y que era supuestamente una democracia liberal. El contraste con España no podía ser más evidente. Pero la Carta Autonómica fue el resultado de un régimen español debilitado. El fenómeno que llamamos «poder» es más relevante que si la metrópolis imperial está vestida con atuendos autocráticos o democráticos. Al igual que sus predecesores, los políticos puertorriqueños de hoy no parecen comprender ese truismo.
El estatuto de 1917, la Ley Jones, estableció una legislatura bicameral electiva –el estatuto de 1900 sólo permitió la elección de una cámara baja– y convirtió a los puertorriqueños en ciudadanos estadounidenses. Esa naturalización estatutaria y masiva se había contemplado al menos desde 1910. Los actores políticos estadounidenses razonaron y calcularon que tal medida consolidaría la hegemonía de Estados Unidos sobre los puertorriqueños. Tenían razón.
La ciudadanía estadounidense le ha facilitado a Estados Unidos legitimar algunas realidades de la anterior «nacionalidad estadounidense» de los puertorriqueños, como el servicio militar. También hizo que los puertorriqueños sintieran total seguridad al ejercer su opción de ir a Estados Unidos como les plazca, sin la necesidad de visas y todas las molestias por las cuales los extranjeros tienen que pasar. También ha provisto un discurso plausible para quienes anhelan la estadidad: la ciudadanía estadounidense sólo puede ser completa a través de la igualdad y los derechos políticos que proporciona la estadidad.
Además de articular la idea de que la estadidad es una cuestión de derechos civiles –que la ciudadanía estadounidense «de segunda clase» es contraria a todas las nociones de igualdad– los estadistas siempre han convertido su servilismo en arma acusadora, al tildar a la facción del status quo de ser separatistas de clóset. Después de la Segunda Guerra Mundial, la facción de la estadidad incluso ha etiquetado de «comunismo» toda denuncia de la política colonial estadounidense.
La otra cara de esa moneda es que el servilismo de los estadistas nunca les ha ganado un mínimo de respeto en USA. Nunca tomados en serio, los actores políticos estadounidenses siempre han ignorado sus lloriqueos.
Pero es más perverso que eso, porque abogar por la estadidad le ha ganado millones de dólares a personeros políticos estadounidenses, quienes han cabildeado en el Congreso por un estatus político que los actores políticos estadounidenses han rechazado desde 1900. La idea del «estado de Puerto Rico» es rechazada visceralmente por las mismas razones que juristas americanos del siglo 19 inventaron lo que Mark S. Weiner ha tildado de constitucionalismo teutónico, el conjunto de ideas mencionadas anteriormente, las cuales articulan que el derecho a participar en los procesos políticos estadounidenses está reservado para los miembros de la «raza blanca».
La farsa
Los puertorriqueños no eligieron a su gobernador hasta 1948, y no tuvieron voz en los detalles de la estructura de su gobierno «local» hasta 1952. En 1950, el Congreso aprobó la Ley 600, que «autorizó» a los puertorriqueños a convocar una asamblea, con el fin de redactar una «constitución. Esa Ley 600 mantuvo en vigor todas las disposiciones de la Ley Jones de 1917, que contienen los detalles de la hegemonía estadounidense.
La «constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico» no es una «Constitución», con mayúscula, pues no fue el acto soberano de un pueblo. Ningún pueblo soberano necesitaría permiso de otra entidad para darse a sí mismo un régimen constitucional.
A partir del Tratado de París, el gobierno de Estados Unidos es el soberano en Puerto Rico, y su rama legislativa ejerce «poder plenario» sobre el archipiélago y sus habitantes. Ha seguido haciéndolo en el marco del «Estado Libre Asociado». A merced del Congreso, los puertorriqueños no vivimos bajo un régimen constitucional, y todavía estamos aislados del resto del mundo, incapaces de tener relaciones diplomáticas o comerciales con otros países.
A partir de 1953, los tribunales federales y de Puerto Rico inventaron o repitieron una noción (doctrina sería un término demasiado generoso), según la cual los puertorriqueños «consintieron» a la dominación estadounidense. Es decir, que consintieron a ser gobernados sin atisbo alguno de democracia formal, a través de una supuesta aquiescencia genérica a cualesquiera leyes federales y acciones ejecutivas, presentes y futuras, que se aprobaran o implantaran. Ese fue supuestamente el precio que pagamos por el «privilegio» de disfrutar finalmente de un cabal «autogobierno local».
Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos dijo estar comprometido con los procesos de descolonización. A su vez, implantó la inteligente medida de permitir que los puertorriqueños de 1950 votaran en referendos a favor o en contra de la Ley 600, y por la constitución que entró en vigor en 1952. El gambito electoral, la «voluntad del pueblo puertorriqueño», se utilizó a partir de entonces para ocultar la dominación colonial, o al menos para legitimarla.
Un lugar arruinado
Entonces, ¿qué es el Estado Libre Asociado? La respuesta fácil sería que es la tercera permutación estructural de la misma condición colonial que ha durado más de 120 años.
Pero el status actual es también el triunfo del poder como dominación, en este caso, la hegemonía estadounidense sobre nosotros los puertorriqueños. Es nuestro estancamiento. Es el lloriqueo ineficaz e inútil de la facción de la estadidad, para la cual los actores políticos estadounidenses son infalibles, mientras esa facción parece ignorar su más que centenaria falta de influencia sobre ellos.
El Estado Libre Asociado es la cobardía y el desierto ético de los defensores del status quo, quienes gustan de llamarse a sí mismos «autonomistas» para conectarse con una tradición política supuestamente digna, pero que nunca ha dado frutos. Es la desolación causada por el capitalismo corporativo y depredador, que mastica a los seres humanos y los escupe, protegido y habilitado por la desregulación y otras políticas públicas criminales.
El Estado Libre Asociado es la corrupción de un grupo inútil de políticos puertorriqueños, sin más agenda que sus enormes, insaciables panzas. Es el haber llenado los puestos judiciales con enanos sin profundidad, sin cultura, sin pericia jurídica y sin ética, nombrados como jueces sólo por sus conexiones partidistas y familiares. Es la destrucción del servicio público, eliminando toda semblanza de meritocracia, capacidad y eficiencia.
El Estado Libre Asociado es la transformación forzada y desequilibrada de una sociedad rural y pobre de campesinos explotados en una masa frenética, casi sin alma, de consumidores de productos y entretenimiento estadounidenses. Nos quedamos sin rumbo, ocupados conduciendo nuestros automóviles, trabajando o no trabajando hasta la muerte, sin inclinación o tiempo para pausar y leer libros, escuchar buena música, pensar, meditar, participar en conversaciones y tomar acción.
El Estado Libre Asociado es la dominación colonial convertida en distopía, con migración masiva, un déficit de niños, en un callejón sin salida demográfico que ya les ha permitido hacer dinero a los acaparadores estadounidenses. Hoy en día, los puertorriqueños que aún están en el archipiélago viven en un reino en ruinas.
El Estado Libre Asociado es sinónimo de pesimismo y desesperanza. Es la devastación sin sentido de un pueblo una vez vibrante, cuyas deficiencias culturales no fueron abordadas, sino utilizadas como excusa para hacer nada. A la deriva, el Estado Libre Asociado de Puerto Rico es un barco velero sin velas.