Tiempo puertorriqueño
Quizás es una perogrullada afirmar que los primeros siglos de la formación de un pueblo serán particularmente determinantes de su cultura y devenir histórico. Desde 1898, la cultura y el devenir de Puerto Rico revelan que la nación dominante se benefició de un orden sociocultural preexistente, el cual aseguró su duradera hegemonía. Ese orden se estuvo forjando por cientos de años en la nación subordinada, por lo que ha sido –era, y es aún– suficientemente estable.
La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce de múltiples maneras, sobre todo a través de las ideas y suposiciones que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad de que se trate. Los humanos tendemos a conformarnos con la cosmovisión que adquirimos e internalizamos en el proceso de socialización y aculturación, la cual a su vez reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias ocupacionales.
El argumento del determinismo económico articula que el escaso desarrollo económico bajo España no dio paso a una clase propietaria suficientemente sólida como para que le conviniera la separación. Esa clase se debilitó ante las políticas del nuevo imperio, que procuraron facilitar la explotación y extracción de riqueza para beneficio de capitalistas estadounidenses, mientras se destruyó la clase hacendada de la montaña y se subordinó a los azucareros locales al Sugar Trust corporativo, ausentista y latifundista del norte.
Sostengo que lo material-económico no es suficiente para dar cuenta de que, durante más de 120 años de ignominia colonial bajo Estados Unidos, hemos desplegado una «preferencia» visceral y preexistente por la parálisis. El inmovilismo es evidente, y está relacionado a, o produce, un modo de vida apolítico, desmovilizado, caracterizado por un individualismo que no aspira a la acción colectiva y concertada. Las raíces del estancamiento están en el periodo colonial anterior, bajo el imperio español.
Decir que el futuro no se puede conocer es una afirmación imprecisa, pues en nuestras cortas vidas se nos permite conocer el futuro del infante, adolescente y joven adulto que fuimos. Lo mismo ocurre con los pueblos, aunque de manera intergeneracional. Cabe además la noción de la inevitabilidad de nuestro devenir, que es producto de las condiciones materiales, sociales y culturales que existieron en los siglos formativos de nuestro pueblo, las cuales desataron una particular causalidad.
Desde la perspectiva actual, esa causalidad surge como inevitable: no podía ser de otra manera. De serlo, sería otra la historia; otra sería la situación actual. Por otro lado, para no caer en el fatalismo habría que internalizar que la acción es la única manera de romper esa cadena de causalidad, la cual ha producido un grado importante de devastación de lo que llamamos el pueblo de Puerto Rico; devastación que se agrava minuto a minuto.
El tiempo estático y la desmemoria
En los albores de la década de 1970, Carlos Fuentes nos ofreció su visión de la historia y la cultura mexicana. [1] Según Fuentes, el tiempo en México nunca ha sido lineal, en el cual se pasa de una etapa a otra; pues el tiempo mexicano se caracteriza por la simultaneidad: «todos los tiempos están vivos, todos los pasados son presentes».[2] Que todos los tiempos se preserven responde a que «ningún tiempo mexicano se ha cumplido aún».[3]
Sostuvo este autor que en México se da una «paradoja de las promesas», pues al cumplirse, las promesas «se destruyen y, al permanecer incumplidas, viven eternamente».[4] En su país abundan «las ruinas del origen, de proyectos vitales prometidos y luego abandonados o destruidos por otros proyectos, naturales o humanos».[5]
¿Cuáles son las características del «tiempo puertorriqueño»? El tiempo en Puerto Rico es estático, sin recuerdos ni promesas, sin pasado ni futuro, sin orígenes ni utopías. Y es que a los puertorriqueños nos caracterizan la falta de ambición y la ausencia de memoria. No se trata de que como individuos carezcamos de ambiciones o de sueños, aunque muchos somos también así. Es más bien que carecemos de ambiciones que requieran proyectos colectivos. Cuando se trata de Puerto Rico, somos resignados, casi indiferentes: «a la buena de Dios». En nosotros domina el individualismo y el pensamiento concreto, y la abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» no produce sensaciones de compromiso y urgencia que nos muevan a la acción.
Nuestra resignación nos presenta ante el mundo como entes pasivos, a la espera de tiempos mejores –que bajen cual maná del cielo– sin molestarnos en actuar. En Puerto Rico, ni la población ni la élite política/burguesa se han ocupado de plantearse la deseabilidad de la acción, que por necesidad significa aspirar a un grado importante de control sobre nuestro destino colectivo. Ello a su vez requiere atrevernos a cometer errores, en lugar de sufrir los errores y vejámenes del otro imperial, que se derivan de la implantación de su agenda, diseñada para su beneficio. Casi toda la acción, el grueso del protagonismo, ha recaído en esas abejas incansables que son los capitalistas de Estados Unidos y el llamado gobierno federal (con la alianza del llamado «gobierno local») que les facilita el ejercicio de su rapacidad.
Nuestra pasividad asegura que las transformaciones las planifiquen otros a base de sus intereses, no de los intereses y bienestar de los puertorriqueños. Los cambios que ocurren son mayormente producto de los designios del imperio y de sus capitalistas, aunque siempre con una relevante participación de lo que Pedro Cabán ha llamado el «estado colonial» (que ha tenido tres encarnaciones, bajo las Leyes Foraker y Jones entre 1900 y 1952, y bajo la Ley 600 hasta hoy). [6] Que los proyectos de otro nos beneficien en alguna medida es menos importante que el hecho de que no son nuestros proyectos; y que, como ha ocurrido, a la corta o a la larga los beneficios se hacen sal y agua. [7]
Distinto a México, en Puerto Rico lo indígena dejó pocas huellas: pizcas en la genética, en la toponimia, en algún que otro utensilio o instrumento percusivo. Las mismas no son suficientes para recordar que hubo un pasado taíno y precolombino; no fueron suficientes para insertarse en el imaginario y cosmovisión de los puertorriqueños. Mientras los indígenas mexicanos, guatemaltecos, peruanos, bolivianos, no desaparecieron ni se asimilaron gran cosa, los de las Antillas se esfumaron. Acaso eso también ha contribuido a nuestro presentismo sin pasado, al olvido de una gente que nunca grabó recuerdos. [8] Es fácil olvidar lo que nunca tuvo cabida en nuestra memoria colectiva.
Además de casi desaparecer, los taínos no dejaron ruinas monumentales. Sus construcciones eran perecederas, excepto por algunas piedras que grabaron con dibujos, las cuales hallamos en alguna concentración en dos parques ceremoniales, en Ponce y Utuado. No hay un pasado monumental precolombino que admirar. No hubo en Borikén ciudades esplendorosas ni pirámides u otras construcciones impresionantes. No hubo un Chichen Itzá, ni una Teotihuacán. Ante ello, no es de extrañar que no apreciemos el pasado precolombino, el cual en todo caso se nos antoja modesto, secundario, quizás típico de islas.
Es en los continentes donde se forjan las grandes civilizaciones: Bajo esa y otras conceptualizaciones erróneas, y con una herencia histórica modesta, carente de gestas heroicas y de arquitectura e ingeniería, no nos hemos embarcado en la vía alterna de vernos y hacernos grandes a base de la voluntad de construir. No hemos imaginado una civilización isleña que sea digna de que luchemos, vivamos y muramos en ella, y hasta por ella. Así de pesada es la carga de la cultura, que se forja en el pasado –se recuerde o no, se sepa o no de dónde provienen nuestras actitudes.
El boricua es un individualista empedernido, sobre todo en cuanto «jaiba» (cuya definición es una persona lista, astuta, marrullera; mientras que marrullería es astucia tramposa o de mala intención). Quizás la fuente primaria de los jaibas puertorriqueños es la ausencia de la acción concertada, la carencia de ambiciones de una mejor vida para el colectivo. Con escasa conciencia comunitaria, no se detienen a tomar en cuenta el impacto que tiene en los demás el acto antisocial de salir adelante mediante la trampa, la indolencia, o la burla a las normas escritas y no escritas que pretenden gobernar la convivencia. (Hoy, el neoliberalismo globalizado es la encarnación total de la jaibería así definida). Se trata, propongo, de una retroalimentación desafortunada: El individualismo no ha dado paso a la acción concertada; la ausencia de vida política ha reforzado al individualismo.
Fuentes afirmó que «la historia de México es una serie de ‘Edenes subvertidos’ a los que quisiéramos a un tiempo regresar y olvidar».[9] El único Edén que hubo en Puerto Rico fue el de la soledad, sin pasado ni futuro. Por tres siglos y medio –16, 17, y 18, y hasta la mitad del 19– la escasa población de «la Isla» estuvo, precisamente, aislada. Ese aislamiento no sólo fue con respecto al mundo exterior, sino a la ciudadela militar de San Juan Bautista. Así aislados, los proto jíbaros y jíbaros sobrevivieron mediante el contrabando y la agricultura de subsistencia, al margen de la actividad de la ciudad fortificada y de la corte de Madrid: olvidados por los capitanes generales y por la monarquía española –la cual no era más distante que los primeros. Mientras tanto, los esclavos vivían aislados en las plantaciones.
En ese aislamiento de los siglos formativos no se conocía el cambio; ocurría nada; nadie visitaba, nadie llegaba con nuevas formas de ver y hacer, mucho menos con libros e ideas. [10] El tiempo congelado no da paso a la organización y acción comunitaria, la cual sólo se requiere cuando hay deseo o necesidad de acción. En el tiempo sin tiempo no hay cabida para la política.
El modesto idilio del aislamiento montañés se desmorona en el Siglo 19, de manera súbita y violenta. Los estancieros, muchos de los cuales no se molestaron en inscribir su tenencia sobre la tierra, perdieron sus terrenos; pasaron a ser jornaleros –cuasi esclavos de los hacendados extranjeros, quienes se dedicaron mayormente al cultivo del café en la montaña. La nueva situación generó gestos individuales de resistencia, pero muy poco o ningún intento de colectivizar el agravio para convertirlo en motor de acción.
Es decir, los jíbaros del siglo 19 carecieron de poder alguno para enfrentarse a los designios reales y a los nuevos terratenientes extranjeros –mayormente corsos, mallorquines, y catalanes. Sin una tradición de organización, deliberación y acción comunitaria, tampoco fueron capaces de reinventarse para enfrentarse a las nuevas circunstancias. Por su parte, los esclavos, ubicados en la zona costera (donde el azúcar tuvo su boom en el mismo siglo 19) ya conocían la violencia, a la que se añadió siempre el aislamiento e impotencia que viene con la condición de esclavos.
Ante el trauma del régimen de la libreta –la cuasi esclavitud en los cafetales propiedad de los hacendados recién llegados– el individualismo del jíbaro se tradujo en una profunda desconfianza hacia los poderes públicos y sus proyectos de reforma o deforma; también ha servido para acentuar su noción de que cada cual tiene que buscar su beneficio. [11] Además, esa vida en la montaña produjo una exigencia apenas disimulada de que nadie se destaque, nadie pretenda organizar a la comunidad para exigir, para tomar acción. Con excepciones focalizadas como Lares en 1868, la norma fue que no hubo comunidad que optara por la organización o la rebelión.
Como al tiempo puertorriqueño también lo caracteriza el olvido, al no recordarse lo pasado tampoco se concibe un futuro. Ya que la pasividad es consecuencia y causa de que nada cambie, de que todo permanezca impávido, no hay razón para recordar –pues el tiempo se concibe como estático y la pasividad es producto del deseo de aferrarse a ese tiempo paralizado. El pavor que sentimos ante la mera posibilidad de cambios devela esa corriente subterránea: nuestra comodidad con, y preferencia por, el reconfortante estancamiento.
Acostumbrados a vivir el presente sin cualificarlo con el pasado, sin recurrir al pasado para entender el cómo y por qué del presente, se recibió al americano con beneplácito, mientras se paralizaba en el tiempo la aversión hacia los españoles y extranjeros que nos habían explotado, o hacia los otros boricuas que también nos habían vejado. Y es que «el americano» no había sido el victimario de los jinchos de la montaña ni de los esclavos y descendientes de esclavos de la costa. Con respecto al nuevo amo, ni siquiera era necesario hacer borrón y cuenta nueva. Ante ello, nunca nos tomamos la molestia –ni entonces, ni ahora– de conocer la historia de Estados Unidos. A la irrelevancia de nuestra historia añadimos la de la historia del invasor imperial del norte. Somos ahistóricos por partida doble.
El complejo capitalista-publicitario añadió nuevos promotores de la amnesia: como todo se puede comprar, y la comodidad y el entertainment son lujos al alcance de ricos y pobres, nos podíamos olvidar del vasto conocimiento artesanal, agrícola, musical, poético, que por siglos se forjó en la montaña y en la costa. Nos volvimos dependientes del mercado, comprando hasta el agua que tomamos; aislados en las casas y los automóviles, que proveen toda la autosuficiencia se nos condicionó a esperar.
Ante todo, nos resignamos y conformamos con poco. La muchedumbre sin cohesión ni acción se tornó en un ejército de consumidores sin socialización, más desmovilizados que sus ancestros. [12] Las transformaciones que se han dado en Puerto Rico, siempre impuestas por fuerzas económicas y actores políticos cuyos intereses desconocemos y cuyas tácticas no identificamos ni comprendemos, han sido de forma, no de contenido; superficiales, nunca profundas; cosméticas, nunca sustanciales. El régimen del llamado Estado Libre Asociado encarna a cabalidad tal fenómeno.
En el Puerto Rico bajo España no hubo promesas incumplidas, pues nada se prometió. Durante los 400 años de dominación española vivimos sin ellas; no las exigimos ni las esperamos. La ausencia de promesas no da paso a la decepción. Vivir sin expectativas conduce a vivir sin exigencias, a conformarse con lo mínimo –que es a lo más que se puede aspirar cuando se aspira a nada. Lo vemos hoy, cuando nos conformamos con lo poco que ofrece el capitalismo neoliberal y nuestros corruptos políticos. No pedimos ni exigimos las promesas que sí hicieron algunos representantes de Estados Unidos, notablemente las del General Nelson A. Miles. Por supuesto, las mismas se incumplieron, sin protesta efectiva ni decepción acompañada de acción. Nos resignamos, con la esperanza de que habría ocasiones futuras para sacarle al nuevo imperio la concesión de algún grado de gobierno propio –o de ventajas materiales.
La anti-política: La inacción como ethos
A través de nuestra historia, los puertorriqueños no hemos ejercido poder. Ya que no somos dados a la acción concertada, nos negamos la posibilidad de tener algún grado de poder. Hemos rehuido del tipo de acción que es capaz de generar y potenciar al poder. Nuestro individualismo cerrero y miope es lo único que nos ha quedado para lidiar con la vida.
La población puertorriqueña ha sido bombardeada por unos saberes impuestos por quienes sí ostentan poder, [13] que incluyen, por supuesto, las supuestas bondades democráticas y morales de Estados Unidos, y la necesidad de una etapa de tutelaje antes de considerar, cuando menos, hacernos co-gobernantes. Esa etapa de tutelaje nunca ha concluido. Seguimos siendo gobernados por el otro imperial, y dominados por un capitalismo corporativo que es ciego a los humanos, cuyas vidas destruye de mil maneras distintas.
Lukes define el poder en forma amplia, al incluir en tal concepto «las capacidades de los agentes para lograr efectos significativos, específicamente al adelantar sus propios intereses y/o afectar los intereses de otros». Ello implica que el poder es un concepto atado al de «disposición» o capacidad, pues quien posee poder puede o no utilizarlo, puede o no llevar a cabo actos afirmativos para usarlo. El poder es la capacidad para actuar, se utilice o no, se actúe o no. [14]
Al aplicar esa visión del poder, se habla de «las capacidades de los agentes sociales»,[15] ya se trate de individuos o de colectividades de diversos tipos. Lukes se refiere, por lo tanto, a las facultades humanas cuya activación depende de la voluntad de quien las posee; aquellas a través de los cuales el agente produce cambios en lugar de pasivamente experimentar cambios. [16] Lo mismo aplica a los agentes colectivos, sean estados, instituciones, asociaciones, alianzas, o movimientos y grupos sociales. Cuando la colectividad es capaz de actuar, se dice que tiene poder, el cual puede o no activarse. [17] El poder, así definido, no se limita a la capacidad para tener dominio sobre otros. [18]
Esa concepción del poder se ata al truismo de que los proyectos colectivos requieren de la acción: sólo se pueden gestionar y lograr mediante la actividad. Ese es el tipo de acción que es consustancial con el quehacer que llamamos «política». Ejercer poder, hacer política, requiere «organizarse y actuar juntos para un propósito común».[19] Lo político es acción concertada, la cual manifiesta y también genera poder; y la acción que genera poder incluye asociación, comunicación, reuniones, deliberaciones, resoluciones, planes, e implantación de los planes. En Puerto Rico no tomamos acción, porque la acción sólo es posible entre muchos, entre varios al menos. El requerimiento de trabajar con otros es aborrecible para los puertorriqueños.
Nuestros partidos políticos nunca han surgido desde la sociedad, es decir, desde la organización y conciencia comunitarias. Siempre han sido la creación de un grupo que a la vez los controla, y dicta «a los de abajo» lo que se hará; y esos partidos a su vez se han caracterizado por su incapacidad para, o desinterés en, generar cambios. Organizados en partidos, los dirigentes puertorriqueños han exhibido una constante tendencia hacia la retórica y la pedigüeñería. Es por todo eso que llevamos siglos sin ejercer poder importante alguno.
El boricua busca acomodarse de la mejor manera posible a las circunstancias bajo las cuales le ha tocado vivir, con miras a mejorar sus condiciones individuales y familiares; pero no se plantea la necesidad de hacer algo para cambiar esas circunstancias, con el objetivo de que el conjunto que son los puertorriqueños mejore su vida colectiva. Nos hemos circunscrito a lo que sabemos hacer, y nos hemos concebido incapaces de acometer tareas que nunca hemos intentado. Ante ello, optamos por no intentarlas, a pesar del refrán que enuncia que «nadie nace sabiendo». No se han estudiado los efectos de nuestra ancestral aversión a la acción conjunta, a no ejercer la política en cuanto acción.
Coda: Un régimen carente de libertad
La asimetría de poder, primero con respecto a España, y por más de 120 años a Estados Unidos, es producto de que el dominador tiene y retiene poder, mientras el poder del dominado es casi nulo, pues a este particular dominado lo caracteriza la inacción. Hemos escondido la ausencia de acción detrás de la súplica, pero pedir no es un tipo de acción; exigir tampoco lo es. [20] Sin poder, sin acción, no hay transformaciones colectivas.
Ya que sin acción no hay política, nuestros llamados «dirigentes» han tenido que adoptar alguna versión de la vida activa. La que han ejercido es la de la retórica, en exclusión de verdadera acción (excepto el saqueo). Se han circunscrito al reclamo, a la exigencia, a la súplica. Por lo tanto, siempre han partido de la debilidad, de la subordinación. Los dioses mandan; los suplicantes piden, pero se atienen a lo que se les conceda, o se les niegue.
Ante los poderes imperiales, los políticos puertorriqueños se han limitado a suplicarle, en espera de que respondan. [21] Cuando han respondido a las súplicas, el casi cien por ciento de las veces ha sido con un NO, aunque a veces velado, un no que parece sí. A través de nuestros políticos de segunda nos hemos resignado una y otra vez a los designios de la voluntad imperial. Ese es el patético sino del suplicante.
Ante lo aislados que hemos estado de nosotros mismos, nos hemos mantenido en el desamparo de «la brega».[22] Además de «bregar» como podamos, los boricuas decimos que «más vale malo conocido que bueno por conocer». Ante nuestra dificultad para hallarle sentido a la realidad –de la cual preferimos escapar– nuestra perplejidad produce, además de la mencionada conformidad o resignación, miedo al cambio; temor o incluso pavor al incierto porvenir. Ello incluye temer más a una tiranía de gobernantes puertorriqueños que a los desmanes de los «americanos».[23]
Los saberes que nos han impuesto han sido adoptados y adaptados por actores puertorriqueños, quienes han sido sus principales fotutos. Sin una tradición de organización comunitaria ni de deliberación y acción política, carecemos de las herramientas que nos permitan resistir la imposición de esos saberes y oponerlos con saberes de nuestro cuño. Los puertorriqueños hemos carecido de poder y no hemos sido libres. Aquí me permito recurrir a la definición de libertad que elaboró Hannah Arendt: Libertad no es otra cosa que auto-gobernarse. [24] Gobernarse, por supuesto, es ejercer el tipo de acción que llamamos política. Es decir, libertad es participar en la tarea de gobernar: el auto-gobierno o gobierno propio. Bajo esa óptica, en Puerto Rico nunca ha existido algo parecido a un régimen de libertad.
[1] Carlos Fuentes, Tiempo mexicano (1971; 2021).
[2] Fuentes, supra nota 1, pág. 12. Otro autor afirma: Mexico is now, in the moment, but it is also in the past. … [H]istory and the moment. To think of Mexico only in one epoch or another is to lose sight of it entirely. Earl Shorris, The Life and Times of Mexico 12 (2004).
[3] Fuentes, pág. 12.
[4] Fuentes, pág. 13.
[5] Id.
[6] Cabán subraya que, «aunque formalmente no es más que una extensión burocrática del gobierno metropolitano, el estado colonial no ha sido simplemente una agencia reguladora y de cumplimiento. Con el tiempo sus funciones han cambiado a la vez que el estado colonial ha obtenido relativa autonomía para mediar en el contenido y dirección del cambio social y económico. Es también un actor dinámico que promueve cambios fundamentales en la economía». Pedro A. Cabán, Constructing a Colonial People 8 (1999). Ese rol del estado colonial ha menguado considerablemente desde 1999, sobre todo a partir de 2016, con la muerte de la ya menguada autonomía del gobierno del Estado Libre Asociado. Esa muerte fue causada por la aprobación e implantación de la ley federal conocida como PROMESA.
[7] Véase, e.g., Ronald Fernandez, The Disenchanted Island: Puerto Rico and the United States in the Twentieth Century (1992).
[8] Sobre los indígenas de México, Fuentes preguntó: «¿Vamos a arrebatarle a toda esa gente maravillosa su comunidad y su cultura reales, una cultura que no está en los museos, sino en los cuerpos, en la manera de caminar, en la manera de saludar, de bailar, de imaginar, para imponerles los fetiches del racionalismo y el progreso que nos vienen del siglo xviii?» Fuentes, supra nota 1, pág. 43. Para este autor, «el gran desafío del mundo indígena consiste en obligarnos a dudar sobre la perfección, la perennidad y la inteligencia de ese progreso que, como dijo Pascal, siempre termina por devorar cuanto crea». Fuentes, pág. 44.
[9] Fuentes, supra nota 1, pág. 12.
[10] Los libros ni siquiera llegaban a la ciudadela fortificada de San Juan. Véase Silvia Álvarez Curbelo, Un país del porvenir: El afán de modernidad en Puerto Rico (siglo xix) 11–12; 59 (2001). Tapia llamó a esa etapa «tres siglos de letárgica y rutinaria ignorancia». Alejandro Tapia y Rivera, Mis memorias 66 (1967), citado en José Luis González, El país de cuatro pisos y otros ensayos 67 (1980; 13ra ed. rev. 2018).
[11] Para detalles sobre el sistema de la libreta, véase James L. Dietz, Historia económica de Puerto Rico 67–78 (2da ed. 2018).
[12] «Resignarse ante todo o conformarse con poco: ¿serán estos los signos del tiempo de Nuestra Señora de Pepsicóatl para los millones de seres humanos trashumantes que viven en el margen de nuestras ciudades? El desarrollo moderno de México se ha entendido como un hecho suficiente, bueno en sí, ajeno a todo calificativo cultural. Por eso, finalmente, ha sido un fracaso». Fuentes, supra nota 1, pág. 41.
[13] Véase Michel Foucault, Power (James D. Faubion, ed. 2000).
[14] Steven Lukes, Power: A Radical View 65 (2nd ed. 2005) (traducción mía).
[15] Lukes, supra nota 14, pág. 71.
[16] Id.
[17] Lukes, pág. 72.
[18] Lukes, pág. 73.
[19] Hannah Arendt, On Revolution 116 (1963).
[20] Arendt, supra nota 19, págs. 116; 174: Even where the loss of authority is quite manifest, revolutions can break out and succeed only if there exists a sufficient number of men who are prepared for its collapse and, at the same time, willing to assume power, eager to organize and to act together for a common purpose. The number of such men need not be great; ten men acting together, as Mirabeau once said, can make a hundred thousand tremble apart from each other [;] the specifically American experience had taught the men of the Revolution that action, though it may be started in isolation and decided upon by single individuals for very different motives, can be accomplished only by some joint effort.
[21] Nos dice González que, al fundar la Liga de Patriotas en 1898, Hostos «hace claro que quien estaba en … estado de postración no era únicamente la masa popular, sino también la élite intelectual de la que tanto cabía exigir en aquel momento [del llamado cambio de soberanía]: ‘a fuerza de enviciados por el coloniaje, ni aun los hombres más cultos de Puerto Rico se deciden a tener iniciativa para nada, ni a contar por completo consigo mismos, ni a dejar de esperarlo todo de los representantes del poder’». González, supra nota 10, pág. 70 (citando a Eugenio María de Hostos, El propósito político de la Liga de Patriotas, en 5 Obras Completas 26–27 (1939)).
[22] Véase Arcadio Díaz Quiñones, El arte de bregar 20 (2000): «Bregar es, podría decirse, otro orden de saber, un difuso método sin alarde para navegar la vida cotidiana, donde todo es extremadamente precario, cambiante o violento, como lo ha sido durante todo el siglo 20 para las emigraciones puertorriqueñas y lo es hoy en todo el territorio de la isla».
[23] Raymond Carr, Puerto Rico: A Colonial Experiment 242 (1984).
[24] Arendt, supra nota 19, pág. 119 (freedom consists in having a share in public business).