Un debate fútil

Puerto Rico es una colonia de Estados Unidos desde 1898. Casi desde que tengo memoria soy consciente del «debate sobre el status» de Puerto Rico –que trata sobre cuál debe ser nuestra relación política con el mencionado poder metropolitano.
Rara vez son visibles otros debates que se dan en la esfera pública –sea en los medios de comunicación, en la academia, o en la legislatura. En el seno de la academia se dan otras discusiones, pero por lo general no se conocen más allá de tal ámbito ni se les da cobertura mediática.
En el debate sobre el status ha imperado, y todavía prevalece, la futilidad. Es un asunto sobre el cual se han repetido fórmulas, y frases huecas, año tras año, década tras década; ya, siglo tras siglo. A pesar de la importancia de la condición política de Puerto Rico, políticos y otros debatientes no discuten tal asunto con seriedad y ponderación. El tenor de la discusión no evoluciona ni hay interés en dialogar con miras a que aprendamos unos de otros y pensemos juntos al país. ¿Por qué?
Sin ser exhaustivo, los factores que explican la liviandad con la que se trata un asunto tan serio incluyen un partidismo en extremo tribal; poco o ningún desprendimiento de los miembros de las tribus hacia el país; y, algo más reciente, la entrada a la política de un cadre de payasos y payasas sin intelecto ni ética — con mucha motivación para mejorar sus finanzas personales, y ningún interés en el bienestar colectivo.
Opino que, detrás de la polarización y la incapacidad para un diálogo constructivo y acción concertada, también está un desinterés en identificar un entorno que sirva de punto de partida. Ello es notable en lo referente a la historia. La mayoría de los debatientes –casi todos los políticos, «analistas políticos», periodistas, otros– no anclan sus superficialidades, dogmas y retóricas recicladas en alguna concepción de la historia de Puerto Rico. Eso puede explicar mucho de su banalidad y predictibilidad. Cualquier concepción de la historia que se pueda destilar de su retórica es rudimentaria, viciada por su «ideología» o ignorancia; o es inexistente.
Con el término «historia de Puerto Rico» me refiero al conjunto de factores y eventos –los conocidos, los menos conocidos, y los aún desconocidos– que han determinado el desarrollo político, social y cultural de lo que llamamos «el pueblo de Puerto Rico». A su vez, el conjunto humano que conforma al pueblo de Puerto Rico incluye, por supuesto, a los vivos; pero también a quienes nos precedieron. Los ya muertos tuvieron un vínculo con el entorno humano y geográfico que conocemos como Puerto Rico, y dejaron huellas en lo biológico, social y cultural. Fueron, como somos los vivos, eslabones en una larga cadena.
Para quienes militan en las filas del PPD y participan en alguna medida en el debate público, la historia de Puerto Rico no comenzó de lleno hasta 1940, con el primer triunfo electoral de ese partido, fundado en 1938. Para sus homólogos estadistas en el PNP, tal historia aún está por comenzar. Para los independentistas y otros, existe tal cosa como la historia del país, y se remonta a más de cinco siglos, para incluir la llamada era precolombina. Para ellos, se trata de una historia que cuenta y pesa, que determina, que sirve para intentar dar con explicaciones a cómo llegamos donde nos encontramos hoy.
Para esos últimos, la historia y la cultura de Estados Unidos también cuentan y pesan, desde antes de 1898 hasta hoy. Esa fundamental divergencia entre los conscientes de la importancia de la historia, y los que ni la conocen ni les importa, explica mucho de nuestra incapacidad para dialogar, para buscar y hallar convergencias, y para aunar voluntades.
Para los «populares», la historia comenzó en 1940 y ya culminó; hay nada que añadir. Todo se hizo en dos décadas. Muñoz cargó la historia en sus hombros, y la llevó a puerto seguro. Ya que la historia –o la única historia relevante– comenzó en 1940, lo anterior a esa fecha es irrelevante. Eso es lo que se destila de su estancamiento y de su nebulosa visión del país.
Para «los estadistas», todo es irrelevante, pues en su «visión» sólo importa la tierra prometida que vive en el futuro. Para ese sector, Puerto Rico en cuando objeto del perenne debate sobre el status, no es un árbol con raíces, firme en la tierra. Puerto Rico es, a lo sumo, un árbol flotante, que no tocará tierra ni echará raíces hasta que se haga estado de EUA. Es incluso peor, pues quien espera que la salvación provenga de afuera no da espacio a la introspección. No es de extrañar que los puertorriqueños de esa persuasión no buscan reflexionar sobre esa abstracción que llamamos «el pueblo de Puerto Rico» ni sobre su devenir histórico.
Esa visión de Puerto Rico, distorsionada y diminuta, denota autodesprecio. La misma no tiene cabida para la historia, que a lo sumo es algo irrelevante o, peor, inexistente. En todo caso, la historia de Puerto Rico sólo comenzará cuando sea admitido como estado. Quizás es peor, pues parece que su aspiración se limita a que Puerto Rico se subsume a la historia de «la gran nación» estadounidense.
Así que, para mis compatriotas estadistas el pasado no importa, como tampoco importa el presente. La historia y la cultura de Estados Unidos están también ausentes de sus concepciones, clichés y dogmas, ignorancia temeraria que los lleva a no tener en cuenta ni analizar las razones por las cuales los gobernantes de ese país nunca han considerado «al estado de Puerto Rico» como una opción.
La pobreza intelectual y ética de los debatientes, y sus raquíticas o inexistentes concepciones históricas, explican mucho de nuestra incapacidad para dialogar e identificar lugares comunes. Todo indica que seguiremos hablando sin entendernos, debatiendo sin dialogar, y haciendo ruidos que no están precedidos de pensamiento ni de estudio e introspección.
Por otro lado, el debate del status tiene otro lado oscuro: relegar la discusión de asuntos sobre los cuales urge actuar. En tiempos de crisis, los políticos de Puerto Rico han ignorado la devastación que arropa al archipiélago, limitándose a culpar de todos los males al «problema del status». Ocurrió en la década de 1930; y el patrón se repite hoy. Lo trágico es que tal problema no se ha atendido con seriedad, por lo que persiste. De ahí estos 124 años de futilidad.
Parece que seguiremos sufriendo el deterioro del país, ahora invadido por evasores de impuestos, y saqueado por los empresarios «locales» del tumbe –los politicuchos que sufrimos y sus aliados en la avaricia y la desidia. Mientras tanto, la retórica hueca continuará en boca de quienes esperan el principio de nuestra historia en la tierra prometida del estado 51; y de quienes la limitan a la época de apogeo del PPD, la era de lo que Arcadio Díaz Quiñones ha llamado la «utopía industrial» –que, si no se convirtió en distopía, sí se tornó en una pesadilla.